El gol de los siglos

Por Carlos Ciappina

En un enorme estadio de México se enfrentan dos equipos. Porque esto no pasa en cualquier lugar: es en México. El México de los dioses aztecas. El México rebelde de todas las rebeliones. En América Latina. Allí, en ese Estadio Azteca, se enfrentan bajo un sol impiadoso veintidós historias de vida.

Unos son los hijos de un imperio que tiene cientos de años, un imperio poderoso, rico, opulento, despiadado. Los otros son los hijos de una patria reciente, de un mundo construido con los retazos que varios imperios dejaron luego de arrasarlo todo. Una patria que late con un corazón indio, negro, mestizo, cósmico.

Los del equipo rubio tuvieron niñeces de panza llena, de deportes tempranos. De escuelas provistas. El equipo de los morochos sabe de panzas vacías, de dificultades diarias, de poca ropa e inviernos de mucho frío.

El relato oficial dice –obviando toda la historia anterior– que ahora están en igualdad de condiciones: ambos equipos comparten la misma cancha. Son once contra once. Sufren el mismo calor y hay, por las dudas, un árbitro.

Quizás sea esta la única vez en que se enfrentan con cierta igualdad de condiciones, pues antes siempre era el imperio frente a la nueva y frágil república del sur del mundo. Y el árbitro era, siempre, de «ellos».

Y se echa a correr la pelota…

El relato oficial dirá que se enfrentan veintidós hombres. ¿Será cierto? ¿No habrá un semidios entre ellos?

Un morocho nacido en el sur del sur, en un conurbano del conurbano del mundo. Corren diez minutos del segundo tiempo. Ese morochito de infancia con hambre y potrero de tierra toma la pelota con su mano –¿o es su pie?– y arranca en la mitad de la cancha. Entre un bosque de gigantes rubios.

Y allí va Maradona, el hijo del sur del sur con la pelota contra el pie. Lo deja atrás al 20 Breadley y siente como un aliento lejano. ¿Es la voz de los 15 millones de esclavos africanos tragados por el viejo imperio inglés? No hay tiempo que perder porque hay que dejarlo atrás al 16, Peter Reid, y mientras lo pasa el Diego cree escuchar los gritos de los pueblos árabes asesinados en los desiertos del mundo por la rubia Albión.

Mientras se alejan las voces árabes el petiso morocho de 1,64 encara para el arco inglés; ya está decidido a llevarse todo puesto. Pero le sale el 6 (Butcher, nombre apropiado si los hay) y, al dejarlo atrás, el 10 del mundo cree escuchar el apoyo de las aldeas hindúes y los cientos de miles de masacrados por la Corona de su Majestad en la India.

Con un movimiento de su mano-pié zurdo –solo podía ser zurdo, claro–, deja en el camino al 6, Fenwic, y ya está dentro del área, el arco se acerca y el pibe de Lanús cree sentir el entusiasmo –ante el gol inminente– de los irlandeses maltratados, perseguidos y asesinados durante centurias por su vecina británica.

El gran Peter Shilton sale a frenar esa muestra de irreverencia para con los jugadores de su Majestad, pero el morocho de la villa miseria del sur lo deja ridículamente desparramado por el piso. Shilton puede usar las dos manos y el 10 solo su pie zurdo. Pero ese pie zurdo es una mano y Shilton lo ve pasar…

Pero Butcher (tenía que ser el carnicero) se había recuperado y corriendo desde atrás le pega un patadón mortal al pibe de Lanús. Una última patada al estilo del imperio: de atrás, a traición y con toda las ganas de hacer daño.

¡Los ricos y poderosos se sonríen al fin! La patada es brutal y lo va desparramando entrando al área chica al pibito morocho del sur del sur. Parece que no será gol y volverá el mundo a ser como debe ser: los poderosos ganan y el mundo del sur lo sufre calladito la boca. 

Pero ya es tarde… con patada y todo el Diego, semidios de 164 centímetros, alcanza aún a tocar la pelota. El 2, Stevens, la ve pasar la línea de gol sin poder hacer nada. Empujada con esa zurda de otro sistema solar, entra –la pelota inmaculada– pegadita al piso en el arco británico.

¿Son once contra once? ¡No! Son millones, los millones de la India, de Pakistán, de Oriente Medio, de Australia, de Egipto, de Kenya, de Sudáfrica, de Irlanda… los cientos de millones de un mundo del que abusaron los británicos, y todos los pibes muertos en las Malvinas que gritan y celebran –allá en las heladas aguas y frías tierras del sur más al sur del sur– la derrota de los gigantes británicos.

Luego vendrán los que creen que el fútbol es solo fútbol y que no hay que mezclarlo con la política. Pero ya es tarde, el villero de 1,64 le alegró la vida a millones de destratados del orbe por un viejo y cruel imperio y eso, eso, será absolutamente y por siempre inolvidable.


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