La lucha de las mujeres en los 70: la liberación social y nacional y las mujeres

Por Susana Sanz*

En estas líneas pretendo volcar algunas reflexiones acerca de la participación de las mujeres en la concreción del triunfo que se materializa en la asunción del Presidente Cámpora el 11 de marzo de 1973, y que simboliza uno de los hitos que marcan una etapa dentro del proceso de liberación nacional. Estas reflexiones pretenden ser al mismo tiempo un testimonio de mi propia participación en la lucha librada en esos años y reflejan las expectativas, los anhelos, los deseos, concientes o inconcientes y, sobretodo, el compromiso total de tantas compañeras con un proyecto de cambio y de transformación revolucionaria en nuestro país. Sin duda, es una visión parcial de los procesos y avances de las mujeres que se dieron en distintos espacios políticos y sociales, como parte de una realidad compleja, difícil, sobre la que existen interpretaciones contradictorias y opuestas que van desde   panegíricos sin ningún tipo de autocrítica hasta la instalación institucional de la teoría de los dos demonios.

El análisis de las nuevas perspectivas creadas en los años setenta, resultado de la participación y la experiencia vivida por miles de mujeres en nuestro país en años anteriores, el crecimiento de su conciencia social y el avance hacia la construcción de una autonomía como seres plenos e independientes, con y junto a las luchas por la liberación nacional y social de aquellos años, permite rescatar en gran medida, el sentido de nuestra participación en ese proceso.

La década del sesenta se inicia con el triunfo de la Revolución Cubana que marcó a varias generaciones en el país, la aceptación de un pensamiento tercermundista que sustenta la unidad de los movimientos periféricos junto con los procesos de descolonización de los pueblos afroasiáticos, enmarcados en luchas antiimperialistas por la liberación de los pueblos, el Mayo Francés, que entre otros acontecimientos marcó de manera decisiva nuestro accionar.

Históricamente las mujeres hemos representado y actualizado la experiencia de nuestra discriminación de diferentes maneras y, siempre, no es posible de otra manera, dentro de contextos históricos políticos y sociales determinados.

La toma de conciencia de estas discriminaciones por parte de las mujeres, forma parte ineludible de los procesos históricos que conllevan propuestas de transformación. Necesariamente, se establecen conexiones entre un futuro igualitario y socialista propuesto para el conjunto de la sociedad, con las reivindicaciones propias de las mujeres. Los tiempos de cambio y renovación facilitan la libertad de pensamiento y permiten que afloren problemáticas ocultas o silenciadas por la comunidad.

Estos procesos sociales vitales permiten ver la construcción, paso a paso, de un camino que se abre hacia la posibilidad de una mayor libertad, igualdad y autonomía de las mujeres, como parte del conjunto del pueblo. Esta construcción crea y recrea nuevos valores al mismo tiempo que genera grandes contradicciones en el accionar cotidiano. En palabras de una feminista actual “el planteamiento de la autonomía, para las mujeres, es un planteamiento transformador de la cultura”.

La generación del 70

El proceso que despunta en los años sesenta con la aparición y consolidación de movimientos sociales y políticos, cuenta con la presencia, cada vez más activa, de mujeres. En los setenta, esta participación se transforma en masiva, casi igualando en número a sus compañeros en las movilizaciones callejeras. Paralelamente, creció el compromiso de estas activistas con las luchas y los principios que las sustentaban.

Las revoluciones triunfantes y los cambios ocurridos a nivel mundial, dan fundamento a las propuestas transformadoras que se levantan en nuestro país, y que atraen y convocan a las mujeres. Esas transformaciones, pensadas al alcance de la mano, permiten creer, también, en la posibilidad cierta de una modificación profunda de las relaciones entre varones y mujeres y en la perspectiva de ir creando nuevas formas para la participación, el reconocimiento y la valoración de su accionar, que reemplacen las múltiples formas en que desde siempre las mujeres han sido marginadas y silenciadas a la hora del triunfo y la decisión.

Se registra un avance en la toma de conciencia de sus derechos y van apareciendo nuevos reclamos y nuevas demandas que surgen de las discusiones y de la práctica concreta en los distintos espacios donde las mujeres aprenden a moverse, a organizarse y a organizar, a enseñar y a aprender, a convocar en el barrio, el sindicato, el partido político, la unidad básica. La distribución de tareas, los horarios de reunión, la toma de decisiones en el trabajo conjunto con los compañeros, hace que vayan apareciendo señalamientos sobre las características y modalidades de esta participación. Estos cuestionamientos engloban poco a poco las pautas culturales enraizadas en nuestra sociedad, y abarcan tanto a las concepciones del mundo, a las cosmogonías, a los conocimientos y saberes como a los valores éticos.

En nuestro país se conjugaban distintas tradiciones culturales, principalmente, las procedentes de países como España e Italia, sostenidas por los millones de migrantes que arrastraban concepciones profundamente enraizadas, en cuanto a las funciones “naturales” asignadas a las mujeres y de su lugar y posición en la familia y en la sociedad. Por otro lado, está presente una gran movilidad de mujeres solas que salen de sus lugares de origen buscando un espacio donde vivir y ganarse la vida, y que arrastran sus propias costumbres y creencias. Como resultado de las diferentes relaciones e interrelaciones que se van dando en las distintas clases y grupos sociales, también se van modificando las prácticas cotidianas y las conductas.

La amplia perspectiva que se abre desde mediados de la década del cuarenta con la conquista del voto femenino y la creación de las unidades básicas femeninas, significaron espacios públicos de actuación y participación ganados por las mujeres. La significación que tuvo en el movimiento peronista la actuación de Eva Perón “legaliza”, de manera significativa, la actuación pública femenina. El peronismo rompe con la tradición que excluía a las mujeres del espacio público. Esta herencia política perduró a través del tiempo en la memoria popular.

Para 1960 se registra un ingreso importante de mujeres en el mercado laboral de nuestro país. La tasa de actividad de las mujeres fue del 23%, llegando en 1970, al 27%. Esa incorporación fue resultado, principalmente, de la mayor capacitación alcanzada por las mujeres y sus deseos de independencia económica y de realización personal, que aparecen como nuevas metas a alcanzar en esos años. Esta nueva realidad que se va articulando alrededor del espacio público es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de cambios económicos, sociales y culturales, tanto al interior de las familias como de la sociedad en su conjunto.

Paralelamente, gran cantidad de mujeres ingresan a la educación universitaria en diversas disciplinas, desde donde son convocadas a múltiples actividades del quehacer estudiantil. Al igual que a sus compañeros, se les abren nuevos mundos y nuevas perspectivas, llevando a muchos y a muchas, finalmente, a integrar agrupaciones que se mueven alrededor de los centros de estudiantes. Renuevan sus objetivos políticos y sociales, que coinciden y, se van entrelazando, con las propuestas que levantan las organizaciones político-militares para los distintos sectores y actores sociales.

Las mujeres trabajadoras participan en sus sindicatos y de las luchas reivindicativas y económicas las que, generalmente, se enmarcan en demandas de transformación social. Aparecen mujeres como delegadas gremiales que también pelean por integrar las estructuras de conducción de los sindicatos de las que estaban excluidas.

En los años sesenta también irrumpe la pastilla anticonceptiva, que revoluciona la situación de las mujeres a nivel mundial. Su aparición y la posibilidad de su uso por decisión de las mujeres, pone en entredicho la función tradicional asignada a la mujer en la familia, ya que le permite planificar la descendencia, y por ende, las obligaciones y limitaciones de una maternidad que escapaba, muchas veces, a la decisión de las mujeres. Esta apertura de nuevos espacios y de la posibilidad de manejo del propio cuerpo y del propio tiempo, transforma el horizonte de muchas mujeres y abre perspectivas que posibilitan cambios económicos, psicológicos e ideológicos vitales para el logro de su autonomía.

A nivel barrial, las mujeres peronistas cuentan con una larga tradición de participación. Primero en las unidades básicas femeninas, lugar de encuentro y discusión en el barrio y, posteriormente, con la experiencia de haber sido parte activa en las añejas luchas del peronismo, desde los años de la resistencia. Las famosas “cocinas peronistas” fueron las postas de encuentros y discusiones para el hacer y el qué hacer. En ellas se hilaban las formas de sostener y reivindicar la “identidad” y de buscar estrategias para seguir estando presentes. Alrededor de las “mateadas” se eludía la represión y las prohibiciones que sufría el movimiento después de 1955.

Estas mujeres se suman rápidamente a las propuestas defendidas por sus hijos y por sus hijas. Saben quiénes son los amigos y quiénes los enemigos. Conocen su territorio. Apoyan, sostienen, guardan a los compañeros y compañeras, así como las banderas, las pancartas, y hasta “otras cosas” más peligrosas, si se lo piden. Otras, más fogueadas políticamente, reabren y se ponen al frente de los centros de reunión en el barrio, las unidades básicas, discuten, incorporan otras formas de la política, y abrazan las nuevas propuestas. En el barrio se suman y entrecruzan madres, hijas, amas de casa, estudiantes y trabajadoras.

El trabajo político organizado en los barrios convoca a hombres y mujeres por igual, se discute y participa y por igual van a las movilizaciones y se gritan las consignas, por igual sueñan con un futuro más justo e igualitario.

La Agrupación Evita

La creación de la Agrupación Evita como un frente de masas destinado a las mujeres, permitió el desarrollo de una riquísima experiencia de crecimiento colectivo de las mujeres; de ver, analizar y discutir la realidad desde otra mirada, de poder descubrir lo que hasta entonces estaba invisible o de lo que no se hablaba. Junto con los problemas de todos, se reconocen los problemas propios de la condición de ser mujeres, ya sea en el barrio, en la militancia, en las relaciones de pareja, como madres, como trabajadoras. Se discute entre todas y se va afirmando y confirmando lo que se va descubriendo: una nueva manera de ser y de sentirse mujer y militante. Se verifica, sobre todo, en el gran crecimiento de la participación, en la organización de actividades, en la distribución de tareas y de responsabilidades, y también en las relaciones personales. Crece una incipiente pero profunda toma de conciencia de un nuevo papel de las mujeres en la sociedad.

En el contexto de demanda de cambios sociales, económicos y políticos aparecen, cada vez con mayor frecuencia y desde distintos ámbitos, cuestionamientos a la posición asignada a las mujeres en la familia, en la sociedad y en los espacios públicos. Apuntan a las condiciones que sustentan la situación de discriminación que sufren, el lugar subordinado que ocupan, las normas que la excluyen del ejercicio de la “patria potestad” de manera igualitaria con el padre en las decisiones sobre los hijos, etcétera. Se va conformando un nuevo discurso, acorde con las perspectivas de liberación social y se afirma la convicción de que estos cambios únicamente podrán ser logrados con su participación.

El estado generalizado de confianza en la transformación revolucionaria que sufrirá el país, va determinando distintos comportamientos y coincidencias sobre las posibles respuestas a los nuevos desafíos y cuestionamientos. Sin embargo, también es verdad, que éstas demandas no se lograron plantear como una prioridad para el conjunto. Tal vez, en la creencia de que en los tiempos del triunfo tendríamos el espacio y la fuerza para concretarlas. Primero, era perentorio tomar el poder y luego, se producirían las transformaciones de la sociedad y de nuestra propia realidad. Los cambios culturales tienen plazos y ritmos mucho más lentos que los cambios políticos.

Lograr modificar las creencias es un largo proceso que no pudimos recorrer.

En los años setenta, se puso en marcha un proceso que abría la posibilidad de un cambio sustancial en la sociedad, que permitiría sentar las bases para la construcción de nuevas relaciones de poder sobre bases más justas y equitativas: la presencia y la incorporación de las mujeres era una garantía para lograrlo.

El golpe militar aborta todas las posibilidades. Su mensaje es de muerte y de exclusión.

La presencia y el accionar, alejado de los mandatos sociales que siempre han regido la vida de las mujeres, fue percibido como peligroso y subversivo para los valores que sustentan el sistema y, consecuentemente, en el esquema represivo de los militares. Su castigo tiene, además, un sentido ejemplificador. Las mujeres representan alrededor de un 30% de las personas desaparecidas, y son las principales víctimas del perverso mecanismo del robo, usurpación y apoderamiento de sus hijos.

La teoría de los Dos Demonios permitió cumplimentar durante años el objetivo de los militares, interrumpir la transmisión de las experiencias realizadas en distintos ámbitos y que habían permitido proponer nuevas construcciones culturales y sociales.

En el comienzo de este siglo y en especial, con el nuevo gobierno que asume en el 2003 y el rescate de los derechos humanos como marco imprescindible de las relaciones dentro de un Estado de derecho, la demanda de las mujeres, reducida hasta ese momento a grupos pequeños, crece nivel de los sectores populares al irrumpir en el escenario nacional miles de mujeres de diversas vertientes y experiencias: desde la solidaridad barrial, mujeres trabajadoras del campo y la ciudad, mujeres piqueteras que forman parte de los distintos movimientos sociales; repudian al neoliberalismo y buscan la democratización de la política, la educación, la salud, y la recreación una nueva cultura más justa y equitativa.

Este grupo de mujeres jóvenes, en su gran mayoría, interactúan y convocan en el territorio a miles de mujeres de todas las edades. Ellas buscan abrevar en las fuentes, rescatan nuestra lucha, se apoderan de ella y la invocan, pelean por sus espacios y por su participación. Después de todos estos años podemos visibilizar una línea histórica que han logrado desenterrar e instalar poco a poco en la sociedad y a la que han incorporado nuevas problemáticas y nuevas demandas resultantes de un nuevo contexto político, histórico y cultural.

Pienso que las luchadoras de los setenta podemos estar satisfechas, nuestra lucha está en buenas manos: dirigentes barriales, políticas, legisladoras, sindicalistas, trabajadoras, académicas y mujeres de del campo popular han tomado la posta.

*Abogada y antropóloga social, integrante del Frente de Mujeres del Movimiento Evita CABA.

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