La Abuela 118

Por Samanta Pfaffenzeller

Hace tres días, Delia decía que nunca estaba sola, pero que vivía sola. Hoy puede decir con orgullo que tendrá quien la acompañe: Martín Ogando, su nieto. A ella el humor la caracteriza, y aunque parece que la vida le ha preparado muchas batallas, ninguna la ha derrotado, y hoy festeja su triunfo.

Se convirtió en Abuela de Plaza de Mayo porque el 16 de octubre del 76, secuestraron a su hijo Jorge Ogando y a su nuera Stella Maris Montesano, con ocho meses de embarazo. Virginia, la primera hija de ellos, con tres años, quedó sola durmiendo en su cuna.

Ante la pregunta de si Jorgito y Stella eran militantes, la respuesta de Delia es que ojalá que sí, pero no lo eran:

– Mi hijo no tenía conocimiento de política, en mi casa nunca se hablaba, y en realidad teníamos el corazoncito radical, de la época de Balbín. Se puede decir que éramos radicales, pero nunca tuvimos actividad política. Hubiese preferido que militaran, porque al menos sabría que murieron jugándosela por un ideal, y no sin tener nada que ver.

Ellos vivían en el departamento que era de Delia y su primer marido. Era grande, por lo que les alquilaban una habitación a una pareja conocida. Bigo, como lo apodaba Virginia al joven que vivía con ellos, por sus bigotes, desapareció el 8 de octubre. Stella y Jorgito realizaron la denuncia, y posiblemente por eso quedaron involucrados.

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Delia nació en La Plata el 16 de febrero de 1926. Se crió en la clase media, a los dieciséis años se recibió de maestra, pero ya desde los quince que estaba de novia. A los veinte se casó por primera vez, con quien tuvo a su hijo Jorge Ogando, quien se encuentra hoy desaparecido.

– Tuvimos un noviazgo de los que eran de esa época. A la semana de conocerme pidió permiso para visitarme en casa. Hizo de novio en el sofá, con mi madre sentada enfrente tejiendo, ¡Lo que habrá tejido esa mujer! Y yo fui a conocer a su familia, un tiempo después. Fui con sombrero, guantes, cartera, toda una matrona a los quince años. Queríamos terminar el colegio para casarnos, era la ambición. No teníamos televisión, ni los bailecitos de ahora, así que salir de la casa era para casarse, y para liberarse.

Con sólo 37 años, enviudó, por culpa de un fuerte cáncer de pulmón. Jorgito tenía apenas quince años, por lo que ella se hizo cargo de los gastos de la casa, llegando a tener hasta tres empleos. Era docente, y además consiguió un contrato de trabajo en previsión social, porque cuando fue a tramitar la pensión por la muerte de su marido, sólo le podían ofrecer un porcentaje muy bajo; entonces, le hicieron esa propuesta y la aceptó. También se había presentado para una beca para estudiar bibliotecología, y la ganó. Es así que, durante cinco años, fue maestra por las mañanas, trabajó en previsión social por las tardes y estudió por las noches.

A sus 42, se casó por segunda vez, con Pablo, quien falleció recientemente, en 2013. Con él se mudó a Villa Ballester, provincia de Buenos Aires, donde vive actualmente. Fue él quien le insistió criar a su nieta Virginia, luego de quedar sola, cuando sus padres fueron secuestrados.

– En un primer momento no fue mi intención traerla, volví primero sin ella. Pero cuando llegó a casa, mi marido, que no era el abuelo, me dice «¿Cómo venís sin Virginia?». Realmente no se me había ocurrido, porque sentía que era como arrancarla de los otros abuelos. Le hablé por teléfono a Liliana, la hermana melliza de Stella, y le dije «¿Qué te parece si me traigo a Virginia conmigo?». Ella enseguida me contesto «¡Ay, Delia!, no nos animábamos a pedírtelo». Y ahí me fui con Pablo a buscarla. Para él fue el mejor regalo, la hija que no podíamos tener. Para mí tuvo un precio muy grande.

Lamentablemente, en 2011, luego de 38 años de luchar para encontrar a su hermano Martín, junto a su abuela, Virginia tomó la decisión de quitarse la vida. Esto fue un golpe duro para Delia, pero nada le impidió seguir con su incansable búsqueda.

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Delia reconoce que en democracia, Abuelas ha tenido mucha ayuda del gobierno, ellas y todos los organismos de Derechos Humanos, pero que no le interesa involucrarse políticamente.

– Mi nuera tenía ocho meses de embarazo. Supe que lo tuvo en cautiverio, que la llevaron fuera de la celda por tres días, lo tuvo atada, tabicada. Se quedó sólo con el cordón umbilical, que, cuando volvió a su lugar de cautiverio, lo fue pasando de celda en celda para que le llegara a Jorgito, haciéndole saber que hiciera de cuenta que volvió a nacer Virginia, porque era igualito a ella cuando nació. Por eso soy una abuela, que busca a un nieto, porque es lo único que tengo y es MI nieto.

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Delia es una de las doce fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, pero no se acercó espontáneamente. Una madre de desaparecidos, Adela Atensio, fue a buscarla a la escuela en la que trabajaba para invitarla a ir, porque no quería hacerlo sola. Pero ella sentía que eso era inútil y le respondía que no.

– Al final, tantas veces vino a verme, que fuimos las dos. Después de eso no dejé de ir. Cuando llegamos estaba Azucena Villaflor, esperándonos sentada en un banco con una o dos madres.

Cada jueves se juntaban y cada vez eran más. Pero un día los soldados de Casa Rosada les dijeron que debían circular, porque había estado de sitio y no podía haber muchas personas paradas.

– Y así, a punta de pistola, empezamos a circular en ronda. ¡Les dimos el gusto! –cuenta Delia, y agrega que lo hacían en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Al tiempo, cinco o seis abuelas que sabían que podrían haber nacidos sus nietos comenzaron a planear la búsqueda. De a poco fueron encontrando más casos y a reunirse en casas o en confiterías, pero siempre con alguna excusa, un tejido, una receta, o un ramo de flores para festejar un falso cumpleaños.

La primera medida que tomaron fue escribir al mundo, armando un dosier con las historias de las doce primeras. A raíz de eso, Delia recibió 1.800 cartas de todo el mundo, principalmente de Canadá.

– El cartero me dijo: «Señora, qué importante es usted». Porque, claro, eran paquetes enormes, atadas con un hilo sisal, ese hilo peludo. Fui haciendo un fichero por número de código postal, por nombre y apellido… bien como bibliotecaria. Ahora lo cedí al museo de abuelas, a la casa de la memoria de la ex ESMA.

Al principio intentó contestarlas. Pero como seguía recibiendo muchas más se dio cuenta de que era imposible. Con una de las primeras, de Canadá, se escribió durante veinte años. En el año 2001 vino ella con su hermana a pasar un mes en su casa.

– Ellas hablaban en inglés y nada más que en inglés, y yo nada más que en español. No nos entendíamos nada, pero la pasamos hermosamente bien.

Las abuelas comenzaron sus investigaciones ellas mismas, se designaban tareas. Publicaban solicitadas y, en base a las pistas que recibían, hacían guardias, sacaban fotografías, como si fuesen detectives. En el año 83, Delia investigó un caso que podía ser el de Martín, su nieto. Un abogado de la CONADEP la acompañó.

– Toqué el timbre de la casa, salió una mucama y le dije que quería hablar con el señor. Él vino arrastrando los pies, con una camiseta musculosa, desarrapado, de entrecasa. El apellido era Capitolino. Le dije: «Usted está criando un chico que puede ser mi nieto». Pero me respondió: «Usted no es nada, déjeme tranquilo que me duele la barriga» –lo imitó burlonamente Delia.

Luego ella siguió con la investigación, llegó al colegio del chico y pudo verlo, pero se dio cuenta de que no era para nada parecido a su hijo ni a su nuera. De todas maneras, muchos años después, resultó ser hijo de desaparecidos.

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Delia, a sus 89 años, no para.

– El viernes me voy a Salta y vuelvo el mismo viernes, porque hay una inauguración de una escuela, a la que van a llamar «Abuelas de Plaza de Mayo». Después vuelvo y voy a La Plata hasta el lunes, porque tengo otro evento.

Luego reflexiona:

– No sé cuánto tiempo más podré seguir viviendo sola, porque en algún momento necesitaré ayuda. Pero es muy difícil meter a alguien en tu casa, que te maneje la vida, y yo me niego a eso. Soy rebelde y si me dicen «Tenés que hacer esto», respondo «Si se me canta». Pero lamentablemente ya no es muy fácil. Por ejemplo, estoy queriendo ponerme las medias y estoy tratando de embocarla, y enseguida viene alguien a querer ayudarme. Pero yo le digo «NO, yo puedo… todavía puedo».

Ahora tiene una tarea muy importante para anotar en su agenda próxima: abrazar a su nieto Martín. Quizás sea él quien, algún día, le ayude a ponerse las medias.


 

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