Crónica de un abrazo popular

Por Daniel Cecchini

Somos más que en el acto de asunción de Macri, anuncia alguien desde el micrófono del palco instalado frente al Congreso. Los aplausos y los silbidos se desatan al unísono. Te lo dije hace un rato, dice una señora con sonrisa de acierto. El cronista asiente, puede dar fe de esa profecía (auto)cumplida. La señora, que tiene sesenta bastante largos y viste con elegancia, es uno de los muchos que desde hace un par de horas vienen arriesgando cálculos. Entre quince mil y veinte mil, es la opinión mayoritaria, aunque hay entusiastas que pretenden estirar el número como si fuera de goma. La competencia sobre la masividad de los actos es una de las tantas que recorre este jueves la Plaza de los dos Congresos, donde, pasadas las seis de la tarde y a ojo de buen cubero, el cronista estima que sí, que deben ser unos veinte mil los que se han reunido para manifestarse en defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

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La crónica es fragmentaria –casi una sucesión de apostillas– porque la concurrencia que se va sumando también se puede describir como fragmentos de algo que se ha roto y que parecen buscar reunirse aunque sin encontrar todavía una forma. Están, claro, las agrupaciones políticas. Frente al palco se destaca un grupo muy numeroso con banderas de Nuevo Encuentro, presencia ineludible para hacerle el aguante al resistente titular de la AFSCA, Martín Sabbatella. Hay columnas del Movimiento Evita, de Descamisados, del Peronismo Militante, del Partido de la Liberación, del Humanista, del Comunista –o de los dos–, de la Agrupación Evita de Avellaneda y también de La Cámpora. Está la CTA que responde a Hugo Yasky y hay masiva presencia de SATSAID, el sindicato de los trabajadores de la tele. También hay carteles de la novedosa «Resistiendo con aguante», quizás en su primera encarnación fuera de la web. Y podrían seguir las firmas.

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Y hay gente suelta, mucha gente suelta, como buscándose. Los que llegan sueltos se miran entre ellos. En las miradas hay reconocimiento y cierta complicidad, pero también una pregunta tácita: ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo seguimos? Llegan solos o en pequeños grupos, con carteles muchas veces individuales. Dicen, en una incompleta enumeración: “El periodismo es libre o es una farsa”,  “Macri, la ley no se toca”, “No a la dictadura de decretazos”, “Aguante 678”, “Sí a Pakapaka”, “Sí a la Ley de Medios”. También hay pancartas que agrupan a vecinos. El cronista se acerca a una que le llama la atención. Vecinos de City Bell contra el retorno del neoliberalismo, dice. A su alrededor hay hombres y mujeres de diferentes edades y hasta un chico en cochecito al que no despiertan ni el retumbar de los bombos. Cuentan que empezaron a juntarse después de la primera vuelta electoral y que militaron a pulmón, en la calle, en el barrio y en sus trabajos, tratando de buscar los votos que las organizaciones “oficiales” del Frente para la Victoria, en su parálisis deliberada o no, parecían desinteresadas en conseguir. Y que después de la derrota decidieron seguir juntos, militando para resistir. Hablan de compras comunitarias, de charlas a la comunidad, de reuniones en la plaza. De poner el cuerpo donde haga falta. Hoy en defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

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A veces las derrotas apabullan. Detrás del palco, el cartel que presidía el acto gritaba su consigna: “La Ley de Medios no se toca”. Toda una paradoja, porque ese es el nombre con que los medios hegemónicos, con el Grupo Clarín a la cabeza, bautizaron para descalificar a la –vale la pena repetir el nombre– Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La complejidad de la batalla cultural da lugar también a este tipo de pequeñas derrotas, que son todo un símbolo.

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Desde arriba del palco se suceden los discursos, las arengas y las presentaciones artísticas. Los presentes las siguen de a ratos, a veces aplauden o corean una consigna, pero casi siempre hablan entre ellos, cambian opiniones, se comunican como hablando un idioma nuevo, el de una resistencia que todavía no ha encontrado su forma. No sólo hablan de la defensa de la libertad de expresión, también de otras razones que los han convocado: la megadevaluación disfrazada de liberación del cepo cambiario y el nombramiento de los dos supremos por decreto.

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El primero en convocar toda la atención es Fontova. Primero con aplausos y después con silbidos. “Disculpen que llegué tarde, pero estaba comprando mis dos millones de dólares”, jode el Negro y la multitud estalla. Los silbidos vienen casi enseguida, cuando ironiza y le manda saludos a Patricia Bullrich. Segundos más tarde empieza a rasgar las cuerdas de la guitarra y miles de voces se unen a la suya para corear el estribillo de «Resistiré».

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Entre la multitud corre el rumor –que otros más informados confirman como noticia– de que Patricia Bullrich declaró la emergencia en seguridad. “Estos hijos de puta quieren reprimir”, se repite entre broncas, indignaciones y temores. Pero en los alrededores de la plaza casi no hay presencia policial. El cronista alcanza a contar algunos patrulleros cortando las calles para evitar que los automovilistas se topen con el acto y, sí, a una veintena de canas antimotines (con cascos, escudos y palitos de abollar ideologías) apoyados sin tensiones contra la pared del Congreso. Pero casi todos saben que a pocas cuadras, en la Plaza de Mayo, hay centinelas apostados en los techos de la Casa Rosada, mientras que en las calles que la rodean permanecen desde hace días –parece que sin intenciones de irse– los carros hidrantes, máquinas de terror represivo cuya existencia estaba casi olvidada después doce años de kirchnerismo en el Gobierno. Los dejaron allá porque está la marcha de las Madres, dice una piba veinteañera de pantalones cortos. Y agrega con una sonrisa: «Parece que a las viejas sí que les tienen miedo». Los que la escuchan también ríen.

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Como si hubiese sido convocada por el comentario, Hebe de Bonafini aparece sobre el escenario. Y la multitud la recibe con un “Madres de la Plaza, el pueblo las abraza” que no es ajeno a ninguna garganta. Hebe es siempre Hebe, esa vieja potente que le esquiva a la corrección política. Mucho menos cuando arenga. Arranca risas y aplausos. También puteadas contra algunos nombres que va tirando. Casi al final, como despedida, tira dos frases que de alguna manera son respuestas a esa pregunta silenciosa que se hacen los que han llegado sueltos. Perdimos también porque nos equivocamos, dice. Y se la aplaude. Tenemos que pone el cuerpo, resistir en la calle, agrega. Y, una vez más, la plaza estalla con la consigna que abraza a todas las Madres. A esas viejas que desde hace cuarenta años vienen poniendo el cuerpo.

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Un rato después le llega el turno al secretario general de una de las CTA, Hugo Yasky. Con una voz que por momentos se le escapa en gallos, califica la megadevaluación como “un brutal ajuste con espíritu revanchista que busca llevarse lo que no pudieron en estos doce años”, y denuncia que ya se “están produciendo despidos”. También dice que las centrales sindicales están tratando de lograr un pronunciamiento conjunto. A sus espaldas, el cronista escucha un comentario que despierta más de un asentimiento: “Me parece que se acordaron tarde, muchachos”.

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Entre orador y orador, siguen sonando las canciones de los artistas que suben al escenario. Mientras tanto, en la esquina de Entre Ríos e Hipólito Irigoyen, sobre el asfalto que corre entre la plaza y la plazoleta donde tienen paradas los colectivos, dos muchachos y una muchacha dibujan con pintura blanca y maestría una serie de esas siluetas que ya son un símbolo para los argentinos: las que evocan y presentifican a los desaparecidos. Dentro de cada una de ellas escriben, con la misma pintura blanca, una palabra o una frase. Libertad de expresión, Democracia, Información, Congreso. El mensaje es contundente: también están desaparecidos.

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Héctor Recalde, jefe de la bancada de diputados del Frente para la Victoria, es el penúltimo orador. Dice que su bancada está evaluando proponer una “autoconvocatoria” de los legisladores para “detener estos ataques y la locura de la inconstitucionalidad de Decretos de Necesidad y Urgencia por la que designan empleados del Poder Ejecutivo como empleados de la Corte”. El cronista vuelve a escuchar la misma voz a sus espaldas y esta vez reconoce a su dueño. Es un hombre de unos setenta años, de gruesos anteojos. “Otros que se acordaron tarde”, insiste.

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El cierre estuvo a cargo de Martín Sabbatella. “Cuando hay gobierno populares, los grupos mediáticos concentrados articulan la estrategia de la derecha para desgastarlos y desestabilizarlos, pero cuando hay gobiernos que representan sus intereses, trabajan como blindaje para que avancen. Esto último es lo que está sucediendo hoy”, dijo en relación con la ofensiva del Gobierno contra la ley y la autonomía de la Agencia Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual. La multitud lo aplaudió, mientras los muchachos de Nuevo Encuentro se enfervorizaban.

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El final se desarrolla al compás del Himno nacional, que se canta a voz de cuello, incluidas las “ooooes” de los coros que nacieron en las tribunas cuando juega la selección y fueron adoptados por toda la sociedad. Las columnas de las organizaciones, los grupos y los “sueltos” se van desconcentrando de a poco, con alguna que otra escala para comer una hamburguesa o un choripán. Algo ha cambiado en el clima que los envuelve. Ya no hay tanto desconcierto. Por los comentarios que se escuchan por aquí y por allá, el cronista especula que, quizás, algo nuevo se esté gestando. Algo que nace de una comunión desde abajo, apenas un germen que, tal vez, se potencie con la fuerza que da la organización desde las bases.

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Atrás, sobre el asfalto que rodea a la plaza casi vacía, quedan las siluetas pintadas de estos nuevos desaparecidos. Para que vuelvan a aparecer con vida es necesario volver a reunir los fragmentos y darles una nueva forma. Por delante queda una difícil batalla, aquella que haga realidad lo que alguna vez, al final de la última dictadura, empezó a cantar Charly García. Allí donde anunciaba que “los dinosaurios van a desaparecer”.


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