Un campesino que hacía cine

Por Lisandro Gambarotta

«La sangre de mis abuelos/ hizo parir esta tierra/ y también caña de azúcar/ seré yo cuando me muera», canta el reconocido folklorista Tito Segura, acompañando por un sutil rasguido de guitarra. La melodiosa voz, cargada de denuncia, acompaña imágenes en blanco y negro, donde, a través de un lento recorrido, la cámara muestra a una familia campesina tucumana pobre. El autor de esta original composición audiovisual es el director cinematográfico Gerardo Vallejo, fallecido en 2007, quien entre 1968 y 1971 convivió con muchos integrantes de esta familia, comprometido en dar a conocer la enorme marginalidad en que estaban sumidos. Vallejo debió padecer prohibiciones y persecuciones, pero finalmente su largometraje documental se convirtió en un clásico del cine latinoamericano. Se llama El camino hacia la muerte del viejo Reales y se estrenó comercialmente hace más de cuarenta años, en abril de 1974. 

Vallejo nació en San Miguel de Tucumán y sin haber cumplido los veinte años comenzó en Santa Fe la carrera de cine, en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, cuyo director era el mítico documentalista Fernando Birri. El viaje en tren de una provincia a otra se convirtió en una rutina de su vida, e incluso en la fuente de su primer largometraje, según le narró a este periodista algunas décadas después, poco antes de su muerte. «Una noche llegué con el tiempo justo a la estación de trenes de la ciudad de Rafaela (Santa Fe) donde pasaba el Estrella del Norte, que iba de Buenos Aires a Tucumán. Hacía un frío terrible y el tren llevaba gente hasta en el estribo, en la segunda clase obviamente, entonces tuve que comenzar a correr pero no podía subir porque cargaba un bolso en una mano, hasta que un hombre me gritó desde el tren ‘dame el bolso’, se lo di y pude treparme. El hombre iba con sus hijos dormidos sobre unos diarios, y nosotros nos pasamos toda la noche tomando vino. Yo tenía una vieja cámara fotográfica, le saque fotos a él y a los chicos y me comprometí a llevárselas. Un par de semanas después me tomé un coche motor, que hoy ya no existe, me bajé en Acheral, al sur de la provincia de Tucumán, y caminé cuatro kilómetros hasta Colonia San José, donde vivía su familia, los Reales».

El encuentro con los Reales convenció a Vallejo de tenerlos como protagonistas del cortometraje que le serviría de tesis para graduarse, al que tituló Las cosas ciertas (1966). Pero rápidamente sintió que esa realización no le había alcanzado para contar todo lo que ofrecía la familia. Entonces, en 1968 decidió irse a vivir con ellos, y durante tres años convivieron en la más absoluta pobreza, mientras Vallejo filmaba todo con una cámara a cuerda, acompañado del sonidista Abelardo Kuschnir. «Pero yo no era un antropólogo que observaba científicamente seres humanos como si fueran bichos, para clasificarlos. Fui como un hermano y de esa manera me recibieron», le dijo Vallejo a este periodista en la citada entrevista. «Esa familia puso su alma en la película, no sólo su historia, el alma del viejo Reales está en el film, quien es la síntesis del campesino latinoamericano, lo expresa de una manera maravillosa desde su sabiduría, siendo un analfabeto».

Ramón Gerardo Reales fue un campesino azucarero de un pequeño pueblito del sur tucumano. Vallejo lo conoció ya jubilado, con tiempo y ganas suficientes para hablar con soltura y tranquilidad sobre su vida. También participaron del film tres de sus doce hijos: Ángel, Mariano y ‘el Pibe’, cada uno con esposa y varios hijos. Entre todos dan vida a un documental pionero en varios sentidos para la cinematografía argentina. La historia refleja la vida del campesinado azucarero, sobreexplotado eternamente por los dueños de los ingenios. Pero aquí el narrador no es un porteño bien vestido que frunce el ceño preocupado. El viejo Reales cuenta su propia historia gracias a la confianza que Vallejo logró infundirle. «Mi papá trabajaba por fichas de cobre, ganaba el equivalente a dos pesos por día, y yo ya siendo un niño lo ayudaba y me pagaban cincuenta centavos», narra el anciano mirando al foco. Luego la cámara comienza un pausado recorrido por el humilde rancho donde habita la numerosa familia. De fondo, el viejo continúa: «Tuve una esposa, doce hijos, una casa grande, gallinas y cerdos. Ya no tengo nada y muchos hijos se han ido porque aquí no hay trabajo para nadie. Soy un negro que no sirve para nada», sentencia triste y resignado, pero pronto se recupera, cuando junto a un compadre se toma algunas copas, que lo dejan ‘machadito’ y contento. El excelente trabajo del sonidista Kuchnir permite aún hoy disfrutar del tono de voz característico de la región, donde el castellano es mezclado con jerga propia y algunas vocales y consonantes se alargan. Esta sonoridad distintiva es acompañada por la música que compusieron especialmente para el film el reconocido músico y compositor folclorista Luis ‘Pato’ Gentilini, acompañado por el letrista José Augusto Moreno y el citado cantor Tito Segura. 

La historia del viejo Reales es la que conduce el largometraje, pero la estructura del film está dividida en tres capítulos, uno por cada hijo. Y aquí nuevamente se distingue por su propuesta narrativa: Vallejo entrevista a sus protagonistas y los registra en su lugar de vida, pero además logra que recreen algunas circunstancias del pasado e incluso ficcionaliza otras, convenciéndolos de que representen para la cámara sucesos que les son ajenos. Es el caso de ‘el Pibe’, que es obrero permanente del surco en el ingenio de Santa Lucía, y «con él se han recreado algunos momentos de la vida de un activista sindical, aquello que el Pibe no fue en la realidad, pero que quizá hubiera deseado ser», dice en el film Vallejo en off, mientras ese hombre –que de niño ya no tiene nada– trabaja sobre las cañas de azúcar con un rostro sin expresión, mientras su machete no para de silbar. Este capítulo –el último de los tres– registra hechos reales sucedidos en un local de Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA), donde los trabajadores van a reclamar por diversos problemas laborales y de la vida en general, «porque no tengo otro lugar donde pedir refugio», dice un hombre que repite «compañero» cada tres palabras. También se muestra una asamblea en ese sindicato, donde el delegado principal utiliza un lenguaje mucho más elaborado que el del resto de sus compañeros, intentando convencerlos de aceptar las razones por las cuales el patrón ha despedido trabajadores. «Los responsables también somos nosotros, porque a veces elegimos a tal o cual dirigente sólo porque sabe hablar bien o porque queremos descargar en él la responsabilidad de todos», dice ‘el Pibe’. 

El segundo capítulo lo protagoniza Mariano Reales, aquel hombre que ayudó a Vallejo a subir al tren. Es el personaje que encierra la mayor contradicción: ha sido delegado sindical, pero cansado de los conflictos y de ser siempre maltratado por las fuerzas de seguridad se pasó para ese lado y se enroló en la policía. «Qué fiero ser policía/ milico de ocupación/ andar apaleando gente/ ser sirviente y ser patrón», canta de nuevo Tito Segura, mientras en las imágenes Mariano, con una fusta, persigue a otros hombres y los golpea sin piedad. Tiene nueve hijos y en su pueblo sostiene ser el comisario, y actúa como tal, pero en realidad el jefe de seguridad de la región explica que sólo es un agente, e importa tan poco a los mandos superiores la pequeña localidad donde vive que lo dejan hacer, pero nunca ha sido designado comisario. «Me da lástima por sus nueve hijos, si no lo echaría», dice la verdadera autoridad policial. 

Ángel Reales, el protagonista del primer capítulo, es el otro hijo del viejo que aún queda en Tucumán, «o casi», corrige su esposa, también entrevistada en el film. Es un trabajador agrícola que está en su provincia durante la zafra, pero cuando se termina se va solo a Río Negro por cuatro o cinco meses, a la cosecha de la manzana. Sus cinco hijos quedan junto a su esposa, a la espera de que él vuelva con dinero para poder comprar comida. «Los ricos son irresponsables con los niños, se toman unas pastillas y listo, nosotros no, todo lo hacemos a la luz», sentencia Ángel, mientras las imágenes muestran a sus chicos felices corriendo descalzos sobre la tierra, entre las gallinas.

Para separar cada capítulo se utilizan diversas filmaciones del viejo Reales andando por sus caminos: a veces visitando la tumba de su esposa, otras tomando unas copas con un amigo, o incluso enfrentándose con firmeza a la policía. Vallejo cuenta en off, hacia el final de la obra, que en alguna ocasión el viejo decidió que filmaran su muerte, o cómo él deseaba que sucediera: «Entre el cañaveral, machadito para no sentirla», dice con claridad, mientras casi jugando se revuelca entre pastizales. Pero como siempre sucede, la realidad le ganó a la ficción: el director narra que cuando montaba el film en Roma, debido a la persecución que sufrió durante la dictadura de Lanusse, se enteró de que el viejo Reales había muerto en un cañaveral, brutalmente golpeado por otro obrero desocupado. Reales no tenía ni una moneda en sus bolsillos. Y así el camino llegó a su final.

Gerardo tenía vocación por el cambio social

Eva Piwowarski es productora y realizadora audiovisual. Fue la pareja de Gerardo Vallejo y madre de sus dos hijas. Al recordar el estreno de El camino hacia la muerte del viejo Reales destaca la emocionada evocación que Vallejo le narró, años después, sobre el preestreno que se realizó en Tucumán: «Fue en el año 1972, en un local de la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA), en uno de los ingenios, creo que en el de Bella Vista. Estuvo lleno de obreros, jóvenes y viejos, e incluso militantes de la Juventud Peronista, y todos ellos llevaron en andas a Gerardo cuando terminó la función. Había una relación íntima entre director y trabajadores, un ejemplo de cómo fue toda la obra de Gerardo. Luego, hasta que no se recuperó la democracia con el tercer gobierno de Perón, en 1974, no se pudo estrenar comercialmente. 

-¿Cómo fue ese estreno comercial?

-Se consiguieron varias salas, lo cual para Gerardo fue un verdadero triunfo. Se dio en el marco de un conjunto de logros, como fue también el estreno de La hora de los hornos. Fue un gran proceso de recuperación de espacios para el cine argentino, que había estado escondido durante muchos años. De hecho, entre los años 1972 a 1974 él vivió un gran período de actividad. Tuvo el estreno de su primer largometraje, su participación en el grupo Cine de Liberación, y grabó los llamados Testimonios de Tucumán para el canal 10 de la televisión tucumana, con el respaldo del gobernador Amado Juri y la FOTIA. Lamentablemente, pudo disfrutar todo esto muy poco tiempo, porque en diciembre de 1974 atentaron en Tucumán contra la casa de sus padres y debió irse al exilio, primero a Panamá –donde hizo cuatro documentales, y algunas cosas más, junto al general Torrijos– y luego a España.

-¿Por qué decidió hacer cine de denuncia social?

-Gerardo tenía una vocación, como toda su generación, por el cambio social. Era un tipo del pueblo, no venía de la élite. Su formación era realmente peronista, popular. De hecho, se definía como «un campesino que hacía cine». 

-¿Cómo recordaba Gerardo al viejo Reales?

-Siempre con mucho amor, tenía un gran apego por él, incluso llegó a parecerse bastante físicamente: estuvo flaco, magro, tenía el mismo corte de barba y bigote y usaba sombrero. Alguna vez me dijo que el viejo Reales era como su padre, lo cual también decía de Perón (se ríe).

-¿Cómo fue su participación en el grupo Cine de Liberación?

-Fue su espacio de militancia en el cine, lo integró desde casi los inicios del grupo, eran los tres mosqueteros: Fernando ‘Pino’ Solanas, Octavio Getino y él. Participó en La hora de los hornos y en Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, una serie de entrevistas que el grupo hizo a Perón en España, donde la cámara, en su mayor parte, la manejó Gerardo. Entonces, cuando vemos a Perón, lo hacemos a través de su mirada. Además, tuvo una militancia muy fuerte y franca en la FOTIA, él era un gran amigo de Atilio Santillán, secretario general del sindicato. Gerardo no concebía el cine si no era en el marco de un proyecto más amplio, que tenía que ser el del pueblo. 

Desconocía una realidad así

Abelardo Kuschnir es un reconocido sonidista del cine argentino que participó en importantes largometrajes, como Señora de nadie, La historia oficial y Memorias del saqueo, entre otros. También fue el sonidista de El camino hacia la muerte del viejo Reales, acompañando a Gerardo Vallejo durante tres años en el sur de Tucumán. «El equipo éramos sólo nosotros dos, Gerardo llevó una pequeña cámara que Solanas le había prestado y yo un grabador a casete. Vivimos en una carpa al lado de la casa del viejo, y eso nos permitió profundizar la afinidad», sostiene Kuschnir. «Conocí ese mundo a través de esta filmación. Desconocía una realidad así. Soy porteño, había leído y escuchado sobre situaciones de marginalidad semejantes, pero nunca había tenido contacto personal con una familia cañera. Me abrió la mente a un mundo real, tangible. Fue shockeante al principio, pese a que Gerardo ya me había adelantado lo que nos íbamos a encontrar. Luego comenzó a volverse cotidiano.»

-¿Cómo recuerda a Reales?

-Era un personaje en sí, y por el trato que tenía con Gerardo desde el cortometraje la relación fue abierta. Cuando andaba machadito, con alguna copita de más, hablaba de lo lindo. Era muy gracioso cómo lo decía, pero no dejaba de ser terrible lo que sucedía en sus historias. Sus condiciones de vida, cómo lo maltrataban, la precariedad en la vivienda, lo alimentario, entre otras situaciones. 

-¿El cine puede transformar la realidad?

-En el inicio de mi profesión creía eso (se ríe). Hace muchos años. Hoy ya no. Sirve para esclarecer al conjunto de la sociedad que vive ajena a otras realidades, pero una película no cambia la realidad.


 

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