El odio

Por Héctor Raúl «Gato» Ossés*

«Sabe qué pasa señor, que los indios se creen gente»
Reportaje callejero en La Paz, Bolivia.

El odio se construye, se elabora. Nadie nace con la App del odio ya instalada (quisiera creer).

Creo que la construcción va pareja con la elaboración del concepto de otro. Poco a poco se establece una variable simple, pero necesaria: nosotros y los otros. Nosotros somos lo mejor. Cuestiones religiosas, territoriales, raciales (los orfebres del odio utilizan todavía la palabra raza, políticamente incorrecta). Dije «orfebres» deliberadamente porque los hilos, los elementos, las finas hebras con que se elabora el odio requieren de una artesanía exquisita, de una maldad invisible y compacta.

El ejemplo de Yugoslavia alcanzaría para mostrar el resultado de un odio custodiado durante años. ¿Cómo quedó dividida Yugoslavia luego de existir unos cuarenta años? En seis repúblicas: Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia, Montenegro, Serbia. Durante años leímos, sin entender, sobre una guerra cruenta, que parecía no tener fin. Por lo visto la vieja Unión Soviética había juntado lo que no se podía juntar. Conozco muchos patagónicos que dicen que deberíamos ser un país soberano, no una región. Cataluña lucha por separarse de España. Siempre está presente la necesidad de achicar el espacio y el territorio, hacerlo visible, directo, que nada desentone (y eliminar lo que desafine). En Nueva York los blancos detestan a los negros y los negros detestan a los mejicanos que detestan a los salvadoreños mientras que los pocos indios que quedaron manejan los casinos en territorios lejanos. Los que ganaron el plebiscito en Gran Bretaña para salir de la Unión Europea echaron sal y vinagre en todas las heridas de los renegados y escindidos utilizando los datos de las redes. Hicieron votar a los que odiaban a Juana de Arco, a los que sufrían por la Guerra de los Cien Años y por el desembarco en Normandía y hasta los que temen que los desheredados de todo la Commonwealth emigren hacia las islas. Sobran los ejemplos visibles, enormes, sobre los resultados del odio.

El caso América (cuyas fronteras fueron delineadas bajo la influencia de cien años del Imperio británico) está analizado con abundancia en estos tiempos. La movida San Martín-Bolívar se realizó después de 1820 y Bolivia nació en 1825 ocupando territorios que pertenecían al Virreinato del Río de la Plata. La República Oriental del Uruguay también nació por esos años sobre la Banda Oriental del Río de la Plata. El porqué necesitaba el Imperio dos «tapones» para la República Argentina también está analizado por grandes historiadores.

El cambio cultural, despojarse de tabúes, de prejuicios, de odio, de miedo; aceptar al otro como si fuera «nos-otro», es una tarea monumental, hasta podría decir inhumana (como si fuera una fina broma), pero que sin embargo da cuenta de lo cerca que estamos de lo imposible. Los atavismos no son tan maleables como puede ser la conducta superficial, lo «polite». Esta desconfianza viaja desde muy atrás con la señora del reportaje en La Paz, desde antes de ella misma. Se puede ser quizá inclusivo, abierto, pero (tal vez) muy al fondo, en los agujeros negros del inconsciente, se guarda un recelo inexplicable. Por eso la señora (desprovista de frenos inhibitorios) dice lo que dice.

Se podría decir, en castellano viejo, «aquestos tiempos, aquellas riñas».


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