El flete

Por Marina Laura Arias

“Debe ser por acá”, piensa Carlitos, y manotea de la guantera un cuaderno descuajeringado. “Corrientes cuatromil-trescientos-veintiseis… octavo D”, lee con esfuerzo y justo a la altura de una boca de subte detiene la camioneta en segunda fila. Se seca la transpiración de la cara con una franela porque no quiere ensuciar el pañuelo que trajo en un bolsillo; antes de salir de la casa le pegó una planchada y todo. Mientras baja de la camioneta un colectivero le toca un bocinazo y ascelera con impaciencia. Carlitos pide disculpas con un gesto de las manos: hace meses que anda sin balizas pero el padre no le da la plata para arreglarlas. Es que últimamente hay poco laburo. Por eso el padre lo dejó hacer este flete, aunque sean las cinco de la tarde y esta noche sea Año Nuevo. Al padre no le gusta mover la camioneta en fechas así porque dice que en la calle la gente anda como loca. Pero esta vez aflojó porque, después de todo, cincuenta pesos son cincuentas pesos. Por suerte. Porque Carlitos no hubiera sabido cómo decirle que no justo a Romi cuando lo llamó hoy al mediodía.

Busca en el portero eléctrico el departamento y toca tres veces el timbre. Del otro lado, la voz de Romi pregunta:

–¿Carlitos?

Carlitos se hincha de orgullo.

–Sí, Romi, soy yo –dice contento.

–¿Está abierto?

–No, Romi.

–¿No está el portero por ahí?

Carlitos apoya las manos en la puerta de vidrio y mira hacia el fondo del pallier.

Finalmente responde que no y Romi le dice que ya baja. Entonces Carlitos intenta hundir la panza y se acomoda los pantalones en la cintura. “¿Cuánto hará de la última mudanza de Romi?”, piensa. Debía de ser invierno porque Romi tenía un gorro de lana de colores; le había contestado que no, que no lo había tejido ella, que lo había comprado en un centro de esquí. Y a pesar de la tristeza en los ojos, se había reído de la pregunta. “Sos cómico, Carlitos, mirá si me lo voy a hacer yo”, había dicho. Carlitos no había entendido bien por qué pero también se había reído. Es que le gustaba ver a Romi contenta.

Tres años largos deben haber pasado, decide Carlitos cuando el ascensor se abre y Romi avanza hacia la puerta mirándose el pelo en el espejo del pallier. Tiene puesto un vaquero y una musculosa desteñida. Carlitos le mira los brazos desnudos y siente un frío en el pecho. Pero entonces la mirada de Romi lo descubre y disimula clavando la vista en sus mocasines gastados.

“Pasá, Carlitos”, Romi le sonríe apenas mientras se corre a un costado. “Mirá, lo que me tengo que llevar son solamente un par de cajas, dos valijas grandes y un sofá–cama”. “¿El rojo de siempre?”, dice Carlitos en tono cómplice mientras suben al ascensor. “Rojo, sí”, asiente Romi sin despegar los ojos de la botonera. Carlitos se arrepiente: pobre Romi, para qué andar recordandole que es la tercera vez que le lleva todas las cosas de vuelta a la casa de los padres. Se suena los dedos, suspira y suelta: “Qué pesado está el día ¿no?. Ya me veo que hoy terminamos brindando pasados por agua”. “Ajá”, dice Romi y mira hacia el techo como si así pudiera lograr que el ascensor fuera más rápido.

Romi abre la puerta del departamento y desaparece en la cocina. Carlitos mide mentalmente la escasa distancia entre la puerta y una ventana que da al pulmón del edificio. En el ambiente hay sólo una mesa de pino con cuatro sillas y una repisa llena de revistas de fútbol. “Nada que ver con los otros el de esta vez”, piensa Carlitos, “el último hasta tenía televisor con pantalla chata”.

En el piso hay un porta–retrato con el vidrio roto. En la foto están Romi y el de esta vez abrazados. Carlitos distingue una astilla filosa sobre un mosaico y la levanta. No sabe dónde ponerla y prefiere no preguntarle a Romi. Piensa en guardársela y tirarla después, pero no quiere usar su pañuelo limpio para envolverla. Al final la vuelve a dejar en un rincón.

“Las cajas están acá”, dice Romi y se asoma cargando una. Pero Carlitos se apura a sacársela de las manos. “Dejá, Romi, yo las bajo”, dice y le sonríe. Ella le agradece con una mueca que intenta ser alegre. A Carlitos le recuerda el gesto que le hacía cuando libraba para todos los compañeros y lo salvaba de contar. Porque a él siempre le daba miedo quedarse solo en la piedra mientras todos se iban a esconder. Aunque ya fuera un boludo grande, como le decía Mauro Ramírez cada vez que se confundía de nombre y le cantaban sangre. “Por esa acción, por esa acción, se merece una ovación”, lo rodeaban todos los chicos de la cuadra aplaudiéndole cerca de la cara. “Qué boludo, qué boludo”, gritaban fuerte. Una vez hasta tuvo que correr a su casa a cambiarse los pantalones. Pero eso fue porque Romi no estaba. Ella siempre le hacía frente a Mauro Ramírez cuando lo agarraba de punto. “Terminala con Carlitos, no seas forro”, le decía enojada.

Carlitos carga la última valija en el ascensor y Romi cierra el departamento de un portazo. Con cuidado sube al ascensor entre el sofá-cama y la puerta, y marca planta baja.

–¿Hoy lo pasan allá en el barrio, ustedes? –dice Carlitos mientras se pasa la mano por la frente.

–No sé. Supongo que sí.

–Me acuerdo ese año que cortamos la calle y comimos todos los de la cuadra juntos. Como ciento cincuenta debíamos ser. Tu papá había comprado una rueda de esas que se clavaban en un árbol y cuando la encendías giraba, ¿te acordás?

–Algo. Ahora que me decís.

El ascensor llega a planta baja. Romi abre la puerta del edificio y la traba con un taco de madera.

–Que vos te peleaste con Marianita, la del kiosco, porque no te quiso dar una bengalita del paquete que le había dejado agarrar el abuelo. ¿Te acordás?– insiste Carlitos.

–Mucho no, Carlitos –dice Romi mientras se agacha y levanta la caja más chica–. Esta la llevo yo, total no pesa.

–Yo justo había terminado séptimo, así que vos debías tener ocho, ¿no?

–Calculo que sí.

Romi deja la caja en el cordón de la vereda. Desde el fondo del pallier se acerca el portero silbando.

–Porque vos los cumplís recién en marzo, dice Carlitos siguiéndola con la mirada.

–El quince, sí –contesta Romi distraída–. Qué loco, todavía te acordás.

Cómo se va a olvidar, si Romi era la única que siempre lo invitaba a su fiesta. Le daba una tarjeta que decía “Carlitos” y todo. El papá de Romi siempre organizaba una carrera de embolsados y el juego del huevo podrido. Después la mamá traía la torta bañada en chocolate. Todos los años con un adorno diferente. A él el que más le había gustado era uno de un cochecito con bebé.

Cuando terminan de cargar, Romi le extiende el manojo de llaves al portero que se lo recibe sin decir una palabra y vuelve a entrar al edificio. Carlitos abre la puerta del acompañante para Romi que sube, prende un cigarrillo y se hunde en el asiento.

Siempre viaja con él, Romi. Nunca manda las cosas solas como hacen los clientes. El padre dice que es para ahorrarse el viaje. Pero él sabe que no es por eso, si el de la última vez hasta tenía televisor con pantalla chata; cómo no le iba a quedar para un remise, a Romi. Debe ser que ella prefiere volver al barrio así. Al lado de él. Porque piensa que él es un caballero. Se lo dijo la última vez, cuando él le dio su pañuelo. “Por los chicos él tuvo que volver con la mujer, ¿entendés, Carlitos?”, había dicho frotándose los ojos para ocultar el llanto. Carlitos había asentido con la cabeza y le había dado su pañuelo. Y entonces ella había dicho: “No quedan más caballeros como vos, Carlitos”.

Debe ser por eso que ahora es él el que siente un nudo en la garganta. Porque Romi piensa que es un caballero. Y Romi es su amiga. La que lo defendía de Mauro Ramirez cuando jugaban a la escondida todos los chicos de la cuadra. La que siempre lo invitaba a sus cumpleaños. Aunque ya no se acuerde. Y un caballero, en lugar de tener un pañuelo limpio y planchado por si ella lo necesita, ahora debería hacer otra cosa. Un caballero de verdad, al de esta vez lo esperaría en la puerta del edificio y le diría “terminala con Romi, forro”. Un caballero de verdad, al de esta vez le pegaría una flor de trompada, piensa Carlitos mientras mira de reojo los brazos desnudos de Romi llenos de moretones.


 

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