Diario de viaje

Por Luis Rivera

Un viaje siempre supone desafíos por asumir y sorpresas por adoptar. Planificar todo tiene el sinsabor de lo previsible y las dificultades del sobresalto. Cuando, encima, el destino es Cuba, se sabe que las potencialidades aumentan por lo que significa este pedazo de tierra enclavado en el Caribe y que pelea de manera desigual con los avatares de un socialismo que se mantiene firme pese a la caía de su gran paraguas protector y de un capitalismo salvaje que golpea una y otra vez su estructura para obtener, algún día, su gran titular que sería algo así como “la derrota final de la experiencia Cuba”.

Sin embargo, acá estamos y las contingencias se superan minuto a minuto. Llegar tres horas con demora a un aeropuerto donde ya no espera quien tenía que esperar ya es una noticia no demasiado halagüeña. Pero que eso sea en plena madrugada y que no haya medios de transporte disponibles tensa la situación un poco más. Y si se produce al final de un largo día de viaje desde La Plata, aún un poco más.

La combinación México-La Habana tuvo un episodio no previsto: el vuelo de Aeroméxico debió regresar a su punto de partida casi treinta minutos después de haber despegado del Distrito Federal. Una voz con una dosis de mezcla exacta entre rigurosidad y convicción informa al pasaje que “el avión regresará a México por un problema en uno de los elementos de navegación. Será revisado por personal técnico y después informaremos cómo sigue nuestro viaje. Rogamos tranquilidad porque está todo bajo control”.

Con las preocupaciones del caso, el aparato volvió a tierra, fue revisado durante aproximadamente cuarenta minutos y, tras cambiar una válvula del equipo de aire acondicionado, el aparato emprendió por fin viaje rumbo a La Habana. Ese percance, más una demora inicial de una hora, derivó en una llegada a destino que superó largamente las dos horas y media previstas. En consecuencia, el micro que esperaba ya no lo hacía. Eran casi las dos de la mañana en La Habana y no había taxis en el Aeropuerto José Martí. No existe medio público que no sean los autos pintados de amarillo. Pero estos brillan por su ausencia.

Entonces, surge la alternativa tan criolla: apiñarse en uno de esos viejos autos tan típicos de esta geografía. Pero no todo es tan sencillo: hay que salir del aeropuerto (no tienen jurisdicción allí) y arrecian los comentarios de peligros que, en realidad, no existen para los turistas aquí. Alejandro, un joven estudiante de ingeniería, trabajador incansable junto a su padre en uno de los boteros, aporta una solución: un traslado en dos viajes en un viejo pero impecable Mercury modelo 58.

Regateo inexorable, precio pactado y a subirse a esa mole de chapa que sería la envidia de cualquier acorazado. El primer contingente llega a destino con tranquilidad. Pero a la hora del segundo, Alejandro se confía y sube a sus pasajeros todavía en terreno aeroportuario. Un moreno con uniforme y aspecto innegable de policía frena el auto y detiene la marcha. Son más de las tres de la mañana en La Habana.

Pasa una media hora tensa e interminable en la que el hombre de la seguridad confisca licencias y amenaza con el secuestro del vehículo. Las horas de viaje desde la Argentina se sienten, pero mucho más aún se siente la incertidumbre por cómo se resolverá la cuestión. La demora, en total, ya supera con comodidad las cinco horas.

Finalmente, la presencia de turistas (un bien supremo por estas tierras) resuelve la cuestión y permite que el viejo Mercury emprenda el viaje de unos cuarenta minutos hasta el hotel. La mañana siguiente, para el inicio de los compromisos formales, aparece al alcance de la mano. Las horas de cansancio se acumulan sobre la humanidad de un grupo que lleva unas treinta horas de viaje desde el último beso o abrazo en La Plata. Algunos con cierto temor y otros con la tranquilidad de que siempre hay solución para todo, cerca de las 5 de la mañana se dicen hasta luego. La inminencia de los compromisos oficiales no da tiempo para nada más.


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