De Nueva York a Plaza de Mayo

Por Roberto Álvarez Mur
Fotos: Luciana Demichelis

Cada chapa de color, reja oxidada y perro sentado en el pasto es un pequeño suvenir peronista. El olor a fritanga se escapa del bar El Gallego y se funde entre el adoquín y los charcos de agua estancada de la calle Nueva York. “El empedrado es patrimonio histórico, por eso no se lo puede sacar. Tiene que quedar ahí”, dice Silvina mientras barre la vereda de la unidad básica ubicada en la esquina de 169, aunque en la calle Nueva York de Berisso casi todo es una unidad básica.

De esas mismas cuadras polvorientas partieron hace setenta años 10 mil obreros a Plaza de Mayo para reclamar la libertad de Juan Domingo Perón. Fue el kilómetro cero de esa procesión guerrera, que condujo a miles de trabajadores a dejar sus puestos de trabajo y lanzarse hacia la Casa Rosada en reclamo de su líder político.

“Acá somos todos peronistas. ¿No ves que somos unos crotos?”, se ríe un canoso desde una silla junto a las ventanas azules y blancas del club Zona Nacional. Los perros salen de los interminables pasillos de chapa y cemento, se asoman y observan, como si fueran vecinos cuidando las cuadras de la Nueva York.  

“En esta calle nació el peronismo. Ningún barrio tiene más historia que esta calle. ¿Ves ese galpón? De ahí salieron todos a pie, algún que otro camión, pero la mayoría caminando, y llegaron a Plaza de Mayo”. Las señoras señalan una persiana en particular, pero todas se parecen entre sí. Todas están pintadas de rojo, amarillo mostaza o celeste opaco, comidas por el óxido y a medio levantar. Y aunque debajo se esconden los maxikioscos y almacenes con carteles de carga de SUBE y locutorio, ellas siguen viendo allí los talleres metalúrgicos y de herrería que desaparecieron junto con el tranvía y los billetes australes. La fachada de conventillo de inmigrante español o polaco contrasta con los Gol y los Duna estacionados o las Gileras relucientes detenidas en la vereda. Las puertas son estrechas y conducen a largos pasillos que llevan cuartitos con luces tenues que alumbran muebles empolvados, juguetes rotos y algún cuadro de Evita que observa todo.

La calle está en una burbuja del tiempo. La Nueva York vive en el 45, en un permanente Plan Quinquenal. Desde sus balcones de cemento y barandas de fierro parece que fuera a asomarse Cipriano Reyes arengando a las columnas de operarios, o la voz de Discépolo gritando: “¡A mí no me la vas a contar, Mordisquito!”. La humedad de la ribera se come el revoque de las paredes de cemento y hace que la tierra sea barro todo el año, que se pegotea en la cara del Gauchito Antonio Gil, firme en el santuario de velas rojas que descansa a un lado de la calle 170.

El sendero de la Nueva York nace desde el aparatoso puerto de Berisso, y a sus costados se yergue ese fortín de caserones barrocos con pintadas de aerosol. Los nenes juegan y gritan en el pasaje Wilde, la exótica entrada a La Mansión del Obrero, en sus orígenes construido como espacio de descanso para los trabajadores del frigorífico, hoy convertido en un mini gueto multiforme de casas, donde decenas de familias se han instalado.

Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)
Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)

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La Nueva York alguna vez fue joven y reluciente. La zona fue parida en el año 1904 con la inauguración “La Plata Cold Storage S.A.”, el primer establecimiento dedicado al congelamiento de carnes que en 1907 se convertiría en el emblemático frigorífico Swift, y en 1915 comenzó a funcionar el frigorífico Armour. Para los años treinta, época de esplendor de Berisso, entre ambos establecimientos llegaron a emplear a quince mil obreros, convirtiendo la calle en un hormiguero humano de trabajadores portuarios y fabriles en circulación permanente por los más de cien comercios que existían.

Donde antaño fue el paso cotidiano de cientos de hombres y mujeres yendo y viniendo de trabajar, llevando los chicos al colegio y frenando a tomar vermouth en alguna fonda, hoy persiste una pieza de museo de cinco cuadras a cielo abierto. Una postal viva que podría ser la escenografía de El Amigo de Leonardo Favio.

Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)
Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)

Pero fue el 17 de octubre lo que marcó a fuego la identidad del lugar. “El Día de La Lealtad tiene un significado especial en nuestra fecha patria. Todos acá sabemos lo que significa para la Argentina y para la gente de trabajo”, dice una vecina, y comienza a disparar nombres de próceres locales que llevaron el legado de aquel movimiento a Plaza de Mayo: Brahim Derruish, Rubén Salerno, María Roldán, el irlandés Thomas Dawson, fundador del bar con el mismo apellido. Todos ellos personajes grabados en el imaginario que a diario revive entre la calle Montevideo y las monstruosas grúas del puerto.

Un señor con gorra de Argentina Trabaja apunta a un lote de yuyos cercado por chapas grafitadas: “Ese terreno lo compró Lito Cruz, el actor; él es de acá, ¿sabés? Me dijeron que ahí va a hacer un teatro para que vaya toda la gente de acá del barrio”. Por ahora, en la esquina sólo hay perros y botellas de vino hechas añicos.

Los vecinos caminan sin apuro entre esas calles empedradas que hace siete décadas soportaron el agite de diez mil descamisados. Los chicos corren entre los pasajes y se pierden en las puertas de chapa de las casonas. Todos saben que Evita y el Gaucho Gil, desde algún lugar, lo observan todo.

Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)
Calle Nueva York, Berisso, el kilómetro cero del 17 de octubre de 1945 (Foto: Luciana Demichelis)

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