9 de julio de 1816: “Y de toda otra dominación extranjera”

Por Carlos Ciappina

Estamos a un año del bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Hoy, cuando los países de América Latina intentan afirmar su vida independiente y recrear las condiciones para una mayor autonomía junto a la emancipación económica y social de sus pueblos, la celebración de aquella declaración es mucho más que la efeméride repetida como un rito debido.

La Declaración de la Independencia fue un hecho extremadamente político y, contrariamente a lo que se cree, no vino a terminar un proceso que ya había concluido sino, en una movida de principios y voluntad políticos, a correr la frontera de lo posible para alcanzar un objetivo que estaba aun lejos de su concreción: emanciparnos del Imperio Español.

Si pudiéramos trasladarnos en el tiempo y medir las condiciones para insistir con la Independencia en la América Latina de 1816, estas no podían ser más adversas: en el norte de las Provincias Unidas (lo que hoy es la república hermana de Bolivia), las dos últimas grandes batallas por la independencia habían sido un verdadero desastre: a fines de 1813, en los campos de Vilcapugio y Ayohuma, se habían terminado las esperanzas de avanzar hacia el Perú. El mismo Virreinato del Perú no sólo estaba firmemente en manos de los españoles, sino que era el corazón de la reconquista del imperio en el cono sur de América.

la celebración de aquella declaración es mucho más que la efeméride repetida como un rito debido.

Durante el año 1814, finalizada la etapa napoleónica, retorna al trono de España el rey Fernando VII. “El deseado”, como lo llamaba el pueblo español por su prisión a manos de Napoleón, se mostró inmediatamente deseoso de recuperar “sus” posesiones americanas, y con su vuelta al trono daba por tierra con el argumento de que los gobiernos surgidos en 1810 gobernaban en su nombre. Es más, una de sus primeras acciones fue la de organizar una enorme fuerza represiva que pensó inicialmente dirigir hacia el Río de la Plata.

El 2 de octubre de 1814, las fuerzas del general O´Higgins en Chile fueron totalmente derrotadas en Rancagua, cayó la Junta de Santiago y el propio O´Higgins se refugió en Mendoza.  El imperio español recuperaba Chile.

En 1815, las cosas empeoraron para los patriotas americanos: en septiembre de ese año, pasado el “peligro” napoleónico en Europa, se conformó La Santa Alianza, una especie de unión de naciones monárquicas y conservadoras (sus principales impulsoras eran Austria, Prusia y Rusia), cuyos objetivos declarados eran luchar contra los principios de la Revolución Francesa, el republicanismo y el espíritu laico, apoyando aquellos gobiernos y procesos que volvieran al “orden natural”: Dios y el rey.

En diciembre de ese 1815 es fusilado el cura José María Morelos y Pavón en México, y la revolución independentista y campesina iniciada por el otro “cura del pueblo”, Hidalgo, era ahogada en sangre por las fuerzas reaccionarias.

Para completar el cuadro de retrocesos, la Banda Oriental (que de la mano de Artigas había declarado la independencia junto a Entre Ríos, Corrientes, las Misiones, Córdoba y Santa Fe en 1815) es invadida por los portugueses en mayo de 1816 y anexada como Provincia Cisplatina al imperio portugués, obligando a José Gervasio Artigas, el caudillo independentista y federal, a iniciar una lucha desigual con las fuerzas del Imperio.

Simón Bolívar, que había desalojado del poder a los españoles de la muy conservadora Venezuela, se hallaba exiliado en Jamaica (luego se refugió en Haití) tras la derrota de la Segunda República Venezolana.

Así las cosas, el mapa de la emancipación se había vuelto a cubrir con el color del imperio español: Chile, México y Centroamérica, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela y la Banda Oriental en manos portuguesas. Todo parecía perdido. Fuerzas muy poderosas se coaligaban contra los pueblos de América Latina.

Frente a esta situación comenzaron las dudas y los temores en el campo patriota: no tardaron en aparecer los traidores a la causa independentista. El Director Supremo (nuestro presidente de ese momento) Carlos María de Alvear le envía la siguiente nota a la corona británica en 1815: «Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver de un modo indudable a todos los hombres de juicio y opinión, que este país no está en edad ni estado de gobernarse por sí mismo, y que necesita una mano exterior que lo dirija y contenga en la esfera del orden antes que se precipite en los horrores de la anarquía […]  En estas circunstancias, solamente la generosa Nación Británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas Provincias que obedecerán su Gobierno, y recibirán sus leyes con el mayor placer, porque conocen que es el único medio de evitar la destrucción del país, á que están dispuestos antes que volver á la antigua servidumbre, y esperan de la sabiduría de esa nación una existencia pacífica y dichosa […] Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso”.

¿Esa era la salida para la élite porteña? ¿Pasar del dominio español al británico? Sin duda para muchos era la respuesta natural, posible, alcanzable, lógica. La respuesta políticamente viable, correcta. En un giro que no será el único en nuestra historia, la élite comerciante porteña piensa en cambiar de amo en vez de liberarse. No es casual que la historiografía liberal ensalce a los Alvear y defenestre a los Artigas.
Pero, para otros, los San Martín, los Belgrano, los Monteagudo, los Dorrego, los Lavalle, las Juana Azurduy, la respuesta lógica era romper definitivamente con el orden establecido. Frente al acoso de los imperios, frente a las dudas de algunos criollos y aun a la traición de los que gobernaban, la respuesta fue apurar la Declaración de la Independencia, cortar las amarras definitivamente y dar la batalla por la libertad sin medir dificultades ni costos. Para eso era necesario apoyarse en los pueblos y la unión de los procesos revolucionarios. San Martín, gobernador de Cuyo en ese momento, envía cartas donde apura al Congreso reunido en Tucumán a no dudar y declarar la independencia: «Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en congreso general, invocando al Eterno que preside el universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos: declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli y de toda otra nación extranjera. Quedan en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo publican, declaran y ratifican comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, baxo el seguro y garantía de sus vidas haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda para su publicación. Y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración».

«es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente.»

Los representantes de San Juan, Salta, Charcas, Buenos Aires, Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Santiago del Estero, Tucumán, Mizque, Chichas y Tarija firmaron al pié esta declaración que fue definitiva. Diez días después, los congresales agregaron al texto “y de toda otra dominación extranjera”, por las dudas de que no quedara claro que no seríamos colonia de ninguna otra nación. A partir de ese momento no hubo vuelta atrás: los nueve años posteriores de larga y dolorosa lucha fueron ampliando el territorio liberado hasta expulsar definitivamente al imperio español.

Y, para los preocupados por “como nos ven en el mundo” o “ estar aislados del mundo”, resulta oportuno señalar que ningún país americano ni europeo reconoció nuestra independencia hasta varios años después: la emancipación fue una tarea latinoamericana.

No por obvio es menos necesario repetirlo: hoy, a casi doscientos años de nuestra primera independencia, los pueblos y sus gobiernos se encuentran en la lucha por un continente unido y liberado de los poderes hegemónicos. Como aquel 9 de julio, la respuesta está en la política y la determinación por correr los límites de lo posible.

a casi doscientos años de nuestra primera independencia, los pueblos y sus gobiernos se encuentran en la lucha por un continente unido y liberado de los poderes hegemónicos. Como aquel 9 de julio, la respuesta está en la política y la determinación por correr los límites de lo posible.

Como en aquella época fundacional, hoy los obstáculos y los enemigos parecen enormes: poderes mediáticos corporativos, organizaciones financieras internacionales, organizaciones bélicas de carácter imperialista, y también voces internas que proponen la sumisión en vez de la emancipación.

Pero parece ser que los pueblos y los gobiernos de Nuestra América en Argentina, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Cuba, Chile, Uruguay y Brasil, siguen proponiendo los caminos de nuestros libertadores: independencia y emancipación.


 

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