Ya no hay lugar para el silencio

Por Observatorio de Jóvenes, comunicación y medios*

En su edición dominical, el diario El Día publicó una nota de opinión elaborada por el Arzobispo de La Plata, Monseñor Héctor Aguer. Bajo el título “La Plaza del ruido”, el pastor criticó a la juventud, sus creencias y sus consumos culturales. Y llamó al silencio en busca de acallar un espíritu vivaz que envuelve cada vez con más fuerza a la ciudad.

Más de quinientos años de colonizaciones, de saqueos, de imposiciones culturales, políticas y económicas, ha padecido América Latina. Siglos de sometimiento a intereses que nada tenían que ver con los de los pueblos americanos bastardeados por su religión, sus creencias, su color nativo y su lengua.

En su larga trayectoria por tierras sudamericanas, las instituciones hegemónicas del catolicismo han sido protagonistas de las más terribles masacres, inimaginables abusos de poder y atroces atentados cometidos en nombre de Dios. Fueron testigos de lujo mientras ríos de sangre teñían de escarlata las páginas de la historia, y todo esto con el silencio como principal aliado. “En el silencio se da la plenitud, se hace posible el diálogo entre el hombre y Dios; es ése el ámbito propio del sacrificio y de la alabanza”, afirmó Aguer, con el objeto de justificar su lucha por aplacar las nuevas manifestaciones sociales.

«Las palabras de Monseñor Aguer no sorprenden, pero sí provocan una profunda tristeza. La juventud argentina, a lo largo de los años, fue víctima de represiones de distinta índole.»

Durante la última dictadura militar, la Iglesia constituyó un actor esencial en la aplicación del Terrorismo de Estado, otorgándole al gobierno de facto la legitimidad institucional necesaria para instalarse en la sociedad. Avaló la sistemática desaparición de personas, cobijó en sus entrañas a los jefes de las Fuerzas Armadas y dio la espalda a las madres y abuelas que buscaban amparo ante el asesinato de sus hijos y la apropiación de sus nietos. Incluso, dentro del seno del catolicismo, mientras algunos curas y monjas eran ejecutados por su labor social e inclusiva, otros le daban la extremaunción a los secuestrados por el régimen antes de su muerte.

Con el antecedente histórico que carga consigo el cristianismo, las palabras de Monseñor Aguer no sorprenden, pero sí provocan una profunda tristeza. La juventud argentina, a lo largo de los años, fue víctima de represiones de distinta índole. En los setenta, por su carácter revolucionario, tuvo que enfrentarse a la tortura y a la muerte; en los noventa, frente al falseamiento de la política y la colonización de la democracia, apeló a nuevos modos de ocupar el espacio público para impugnar un modelo de país que, con el miedo y, nuevamente, el silencio como estandarte, ya se parecía demasiado a un desarmadero abandonado.

Más de una década tuvo que pasar para que otra vez las plazas y las calles se inundaran de alegría, de sonrisas, de canciones. De familias, de amigos, de amor. Para recuperar la empatía y dignificar al otro. Para recobrar la esperanza y transformar la realidad que toca enfrentar. Y en esta sociedad que se renueva, que renace constantemente, que participa y se adueña de los espacios públicos, el miedo y el silencio ya no tienen lugar.

* Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.


 

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