Turbulencias en toda Suramérica y resistencias en Argentina

Por Miguel Croceri

Suramérica entró en una zona de turbulencias. El predominio en la región de los Gobiernos populares –para los cuales suelen utilizarse también denominaciones tales como progresistas, o de izquierda o centroizquierda, o reformistas, o populistas, u otras– sufrió un golpe gravísimo hace cuatro años, cuando en 2013 murió el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Ese hecho favoreció la ofensiva de la derecha venezolana contra la Revolución Bolivariana, y de los intereses imperiales de Estados Unidos contra todos los Gobiernos, líderes o fuerzas del continente que cuestionan su hegemonía.

Previamente, en 2010 había muerto Néstor Kirchner, aunque en este caso ya no era presidente y en cambio ese cargo era desempeñado por Cristina Kirchner, quien tras el fallecimiento de su compañero supo construir su propio liderazgo en el espacio político que ambos conformaban, ganar abrumadoramente su reelección en 2011 y completar su mandato aun bajo asedio permanente de los poderes de facto locales, subordinados a la estrategia norteamericana.

Antes aún que la muerte de los dos líderes, en 2012 había sido derrocado mediante un golpe parlamentario-judicial en Paraguay el presidente Fernando Lugo. El suyo fue un Gobierno débil en su base de sustentación política, en su proyecto transformador y en la fuerza real que construyó para el ejercicio del poder, pero sin embargo tuvo una orientación popular y el mérito histórico de haber vencido por primera vez en las urnas al Partido Colorado, luego de que este mantuviera una hegemonía de seis décadas.

Más atrás todavía, la primera violación a las reglas institucionales de elección de Gobiernos mediante el voto ciudadano –una tendencia democratizadora iniciada en los años ochenta que puso fin al ciclo de dictaduras en América Latina durante gran parte del siglo XX– ocurrió en 2009 en Centroamérica: los poderes de facto, a través de un fallo de la Suprema Corte de Justicia, derribaron al presidente Manuel Zelaya.

Derrocados Zelaya y Lugo, y muertos Chávez y Kirchner, los otros grandes acontecimientos que marcaron el fin del predominio de Gobiernos populares en Suramérica fueron el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina a fines de 2015 y el golpe parlamentario-judicial que derrocó a Dilma Rousseff en Brasil en 2016.

Paralelamente, las corporaciones locales articuladas con los intereses norteamericanos amenazan –vía una corporación judicial mafiosa– con meter preso en Brasil a Lula Da Silva para impedir su candidatura presidencial a fines de 2018, mientras en Argentina corre un riesgo similar la libertad de Cristina Kirchner.

En la actual etapa histórica latinoamericana, los poderes judiciales cumplen una función similar a la que tuvieron en el siglo XX las fuerzas armadas: derrocar a Gobiernos populares (casos Zelaya, Lugo y Dilma, para cuya caída actuaron conjuntamente parlamentarios y jueces de cada país, además de las corporaciones mediáticas que se encargan de la acción psicológica sobre el conjunto de la sociedad), o bien –una variante de lo anterior– impedir el ejercicio de liderazgos populares por parte de dirigentes democráticos (casos Lula y Cristina).

Elecciones y “fraude”

Una definición crucial tuvo lugar ayer en Ecuador, donde se disputó el balotaje de la elección presidencial. Si bien la competencia es entre dos, los resultados posibles eran tres. Uno era que triunfe Lenín Moreno, el postulante que representa una continuidad de la Revolución Ciudadana que lidera Rafael Correa; otro, que el vencedor fuera el candidato de las oligarquías ecuatorianas y de los intereses norteamericanos, Guillermo Lasso; y un tercero, como sucedió, es que al ganar Moreno la derecha local (y mundial) denuncie “fraude”, tal como anunció en las últimas horas que hará.

Ahí está otra clave de la nueva época, donde las estrategias de dominación sobre las naciones y los pueblos apelan menos a la violencia militar y utilizan en cambio mecanismos más sofisticados. Los intereses de Estados Unidos y de las clases hegemónicas de cada país, que en el siglo XX eran defendidos en última instancia con las fuerzas armadas y los golpes de Estado, hoy se sustentan en las corporaciones judiciales y las burocracias parlamentarias corruptas, e incluye entre sus variantes el sabotaje y la anulación de los resultados electorales que les resulten adversos.

Los bloques de poder dominantes determinan que las elecciones son válidas y democráticas cuando las ganan sus representantes (caso Macri en Argentina), pero que hay “fraude” cuando las ganan candidatos o fuerzas políticas que escapan a su control. Su propio peso en las estructuras de poder y la fuerza de dominación que ejercen sobre el conjunto de la sociedad puede derivar en que tales mentiras sean aceptadas como verdades por vastos sectores de la población.

Cuentan para ello con operadores judiciales que convalidan “legalmente” su accionar antidemocrático, y con los grandes aparatos propagandísticos no sólo de cada país sino internacionales, como las grandes cadenas televisivas u otros poderosos medios de comunicación norteamericanos y europeos que influyen en la conformación de la opinión pública en América Latina. Por ejemplo, la cadena CNN, la Televisión Española (TVE, manejada por la derecha de ese país), y una infinita cantidad de agencias informativas, radios, diarios y portales de noticias cuyos contenidos periodísticos están determinados por una común matriz ideológica que combate lo que ellos llaman despectivamente “populismos”.

Países convulsionados 

En estos días, en Venezuela, el Gobierno chavista del presidente Nicolás Maduro libra nuevos episodios de una disputa estratégica, con alcances en el reparto del poder no sólo en nuestro continente, sino también en el resto del mundo. Los continuadores de Hugo Chávez resisten heroicamente, en medio de una gravísima crisis económica y social en cuya base está la caída internacional de los precios del petróleo.

Paraguay, por su parte, acaba de ingresar en una convulsión interna que incluye hechos de violencia, represión y muerte. La abrupta reforma de la Constitución para habilitar la posibilidad de que un presidente de la República pueda ser reelegido derivó en sucesos que afectan al presidente derechista Horacio Cartes, pero también del derrocado ex presidente y actual senador nacional Fernando Lugo y a la fuerza política que lo sustenta, el Frente Guasú (la palabra guaraní del nombre puede ser traducida al castellano como “amplio” o “grande”).

En Bolivia, el radical proceso de democratización del poder y la riqueza conducido desde 2006 por Evo Morales mantiene una legitimitidad interna que ha vencido todos los intentos de desgaste y sabotaje desde que asumió, incluyendo los planes de la derecha local y norteamericana por dividir al país a través de una secesión de los departamentos (provincias) del oeste del territorio nacional (área muchas veces llamada, por sus formas geográficas, “media luna” del oriente).

Sin embargo, el líder fundador del Estado Plurinacional de Bolivia perdió en febrero de 2016 el referendo con el cual buscaba modificar una cláusula constitucional que le permitiera postularse a un nuevo mandato presidencial. Actualmente, además, el estado de salud de Evo y sus tratamientos en Cuba son motivo de inquietud e incertidumbre, más allá de que la información oficial afirma que su situación personal no es de gravedad y que acaba de ser operado exitosamente.

Brasil, a su vez, se encuentra en una crisis permanente. La población vive afectada por un continuo aumento de la desocupación y una creciente inflación, mientras que las fuerzas populares y democráticas, por ejemplo el Partido de los Trabajadores (PT) y movimientos sociales como el Movimiento de los Sin Tierra (MST), son avasallados por la ofensiva de las corporaciones económicas, mediáticas y judiciales. La conducción del Estado brasileño atraviesa un retroceso hacia el autoritarismo corporativo que devuelve poder a las clases dominantes y revierte el proceso de democratización e inclusión social abierto en 2003 por Lula Da Silva.

El Gobierno de facto de Michel Temer, surgido tras el derrocamiento parlamentario-judicial de Dilma Rousseff, tiene una legitimidad social casi nula, y acaba de ser condenado y enviado a prisión su principal aliado en la exitosa maniobra golpista (el que fuera todopoderoso presidente del Senado, Eduardo Cunha). Aun así, respaldado por los poderes de facto de su país y por la estrategia de Estados Unidos, arremete con todo e impone brutales ajustes contra las clases populares, y además entrega las codiciadas riquezas petroleras del país a capitalistas extranjeros.

Y, al mismo tiempo, una fracción judicial mafiosa se legitima socialmente como abanderada contra “la corrupción”, a punto tal que algunos de sus representantes son medidos en encuestas como probables candidatos a presidente. Las corporaciones avanzan, mientras las organizaciones que representan los intereses del pueblo retroceden y están bajo acoso, a pesar de las estrategias de lucha y resistencia.

Disputas contra el macrismo

Los estallidos políticos y las protestas sociales en Suramérica exhiben un continente que protagoniza enormes convulsiones, a veces con víctimas mortales (como acaba de ocurrir en Paraguay). Por eso, uno de los desafíos de las fuerzas populares en cualquiera de los países es sostener vigorosa y empecinadamente los métodos pacíficos de lucha, a pesar de los ataques violentos de los poderes opresores.

Argentina es un ejemplo loable en ese sentido. Acaba de terminar un mes de marzo que fue histórico por la frecuencia e intensidad de movilizaciones pacíficas multitudinarias, con las cuales se intenta ponerle freno a la masacre que está perpetrando el Gobierno de Mauricio Macri y todo el bloque dominante contra los puestos de trabajo, los salarios, jubilaciones y asignaciones sociales, los ingresos de las clases medias, la industria nacional y las finanzas del Estado.

El oficialismo gobernante y las corporaciones que integran su mismo bloque de poder ejercen la violencia de distintos modos: con la privación ilegal de la libertad de Milagro Sala y sus compañeras de la organización Tupac Amaru; con la derogación de facto de leyes de la nación (vía decretos presidenciales); con las represalias hacia docentes que realizan huelgas, y la intimidación y amenazas contra sus dirigentes; con las cada vez más habituales agresiones policiales contra personas que protestan; con la amenaza de desalojar violentamente los cortes de calle generados por manifestaciones populares; o –recientemente, en la noche del jueves pasado– con el infame ataque de la Policía bonaerense a un comedor comunitario en Lanús, y el posterior secuestro y tortura contra dos de las víctimas, durante varias horas, en patrulleros policiales.

Como parte de una realidad suramericana donde los conflictos recrudecieron en pocas semanas o días, nuestro país es, probablemente, el que cuenta con contingentes de la sociedad más politizados y activos para defender los intereses generales, empezando por los legítimos y propios de cada sector. Aquí la derecha lleva sólo quince meses en el Gobierno, y ya encuentra niveles de resistencia muy importantes ante sus políticas devastadoras. Por esa presión social, abril arranca con la primera huelga general que le plantea la CGT al actual oficialismo, luego de haber funcionado como aliados hasta el momento.

El proceso de elección de legisladores en todo el país, que desembocará en las primarias de agosto y en la general de octubre, ayudará a clarificar el estado de las disputas de poder en Argentina, dentro de un continente que atraviesa grandes turbulencias sociales y políticas.


 

SECCIONES