Por Jorge Ezequiel Fernández Bados
Allí estaba, adormecida sobre los brazos del soporte vacío, desnuda como una cuchilla de nieve que aún no ha de caer, que aún no ha de discurrirse acuosamente, trazo por trazo. André la miraba, cabizbajo, con las manos en los bolsillos del saco viejo y amortajado; era la obra, aquella obra que imaginaba y no podía componer, ¡ay de los mil insomnios!, ¡ay de los mil agüeros! Es la guerra, perp[et]ua[erna] de uno solo, contra todas las serpenteadas ideas de medusa alada ¡ay de mil creativos huecos! Tantos navíos apelicanados en las aguas de la imaginación de un simple hombre, soltando giros a borbotones en lienzos que caerán, inevitablemente, en la basura acumulada al costado de las paredes. André miraba el atril con delicada desmesura, y su rubicunda [des]armonía se [des]hojaba en miles y cientos de miles de pequeñas aves; ¿Cómo crear (digo yo) una obra de arte que-nos-deje-tallados-para-siempre al árbol del tiempo? ¡ay de las mil soberbias trascendentales! André caminaba en zigzag sobre el corazón-delha-bitación, con los pinceles en la mano, y una burbuja de sonidos, como un lenguaje, iba y venía, como una marea de luces que chocaban en las costas vacías de su conciencia muda ¡indecisión desnuda sobre las manos de André! quienes gozan de ver más allá de las cosas [des]gozan de ver más acá de sí mismos; pero en fin, la cuestión es que André camina por la habitación y observa el atril, y eso, tan peripatético, no debe impresionarnos de ninguna manera, ya que no es la primera –tal vez, la última– vez que André camina por la habitación y observa el atril, y eso, tan peripatético, no debe impresionarnos de ninguna manera. Cómo crear una obra de arte, lo suficientemente buena, para que su nombre permanezca escrito en la Historia para siempre, es la cuestión principal que le cosquillea las vellosidades de la nariz (hay quien dijo que, mientras se autocomplace, inclusive, suele correrse pensando en ello), y pasa días sin comer o comiendo demasiado, sin fumar como una chimenea inglesa o en llamas heréticas; y, en última instancia, no importa, ¡ya no importa más nada!, bien puede usted ser coleccionista de luces, defensor del Tíbet, poeta, dramaturgo, escultor, profesor de plástica, proctólogo, o el dueño de los inframundos, vencer en Ragnarök, montarse a una valquiria en las fecundadas tierras del Valhalla, y conquistar el orbe con inconmensurable ejército de flatulencias, orden-desmantelar-las-oraciones-el-de y así y todo, igual que André, se tirará de los pelos con desesperación; es la necesidad de legado la que nos impulsa a querer permanecer inscriptos en la memoria, la puta peligrosa, de los pueblos: nada impulsa más al arte que la estúpida soberbia de un solo hombre, desnudo y harto hasta la pleura de imágenes lacónicas y ciudades hechas moco, obras hoguerándose y renaciéndose repetidas veces hasta la locura hermosa de ver el mundo como espejo de los pétalos de una flor. André, esbelto cadáver exquisito, desea ser la obra, desea ser un hombre ¡ay, los hombres! y la naturaleza del deseo es peligrosa (ontológicamente, claro está). Apoya el cigarrillo contra el alfeizar de la ventana y siente en el estomago una baguala que le octava el vientre, y bajando a toda velocidad, le toca las puertas ¡corre, André, corre! el baño es un lejano paraíso de epifanías. André huye hacia el trono de todos los hombres, que tantas alegrías nos dio, y sienta sus nalgas desnudas sobre él, en aquella eterna y complaciente espera que viste la urgencia. ¡oh, pero, irónico ser! Digamos, (por ser sutiles, ni más, ni menos), que en el momento del trueno, cuando el cuerpo se debe desprender de sus ataduras y evacuar la materia de lo que ya ha sido (es decir, en el medio del garco), André, deslumbrado por el deseo-de-ser obtuvo la divina magia de poder contemplar, con los ojos de Homero (sino los Borges) la Idea en su máxima luz y, desembarazándose, no sólo de sus restos, sino de su cuerpo entero, ¡lo juro por los hijos de mi vecino! se desarmo en miles de colores, un arcoíris completo, con todas sus increíbles y vastas tonalidades y graduaciones, reposando sobre lo acontecido y el agua del retrete y girando y girando y girando y girando y girando sobre girando sobre sí mismo –si podemos hablar de tal sí mismo– hasta desaparecer, como desaparece un sueño, por la ahorcada cañería de su edificio, dejando tras de sí sólo un cuarto vacío y un atril desnudo. Mas, aquella noche afortunada en que la carne-se-hizo-verbo de colores, los habitantes de su comunidad, al abrir sus duchas, al abrir sus grifos, al abrir sus nalgas para recibir el impacto acuático que les lava las promesas sobre el bidet, al abrir sus manos ante las fuentes y las regaderas, fueron testigos –amortajados, dubitativos, boquiabiertos, esqueléticos– y protagonistas del día en el que la aguas fluyeron de todos colores; y así, sin saberlo, André –sensual y heteróclito cromosapiens– había trascendido su propia obra. Bien, convendré, tal vez jamás alguie/n/adie sabrá que fue André quien hizo brotar las aguas policromas de las fuentes, y tal vez nadie repita su nombre, y tal vez nadie suspire sus dientes, sintiendo como se derrite el orgullo y la envidia sobre su lengua sílaba por sílaba, empero, ¿no valen, acaso, mucho más las obras que los simples hombres?, quiero decir, [tal vez André no era un buen pintor después de todo]; tal vez, yo no sea un buen poeta tampoco, pero, qué se yo… llegará un día en el que, quizá, ya no escriba más; llegará un día en que, quizá, ya estemos todos muertos, y lo único que quedará en la Historia –la mil-jodida Historia– sean las obras… ¡ay de mí, artistas! espero, al menos, que sean de las mejores que podamos hacer. Ta’quelopario!
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