Por Guillermo Clarke
En la segunda mitad del siglo XVIII, el vínculo que unía a los pueblos de América con el reino de España se fue tornando incomodo y violento ya no sólo para indios y negros, sino también para los descendientes de los españoles nacidos en estas tierras. Desde México al Río de la Plata, en esos años se multiplicaron las quejas y las rebeliones. A los movimientos comuneros y pueblos indios que denuncian abusos, se suman hacendados y comerciantes que protestan agobiados por impuestos y furiosos por arbitrariedades. El más potente de estos movimientos fue el de Túpac Amaru II en 1780, cuya brutal represión causó estupor en cada comarca del Imperio Español en América.
Algo había cambiado a mediados del 1700. Una grieta de profundidad insospechada resquebrajó la sociedad colonial, separando a los blancos según hubieran nacido a un lado o a otro del Atlántico.
Lo que había cambiado era la conducción política de la Corona española; la vieja dinastía de los Habsburgo fue reemplazada por la de los Borbón, más cercanos a la modernidad y con ideas diferentes respecto al Estado y la economía. Fueron ellos quienes vieron en América un territorio que debía ser reconquistado para maximizar su rendimiento como colonia y así proveer de todos los recursos económicos que el reino de España requería en un mundo cambiante por el avance de la industrialización inglesa, la burguesía y el capitalismo.
Las llamadas reformas borbónicas fueron un brutal ajuste sobre la población americana, caracterizadas por la expoliación, el control y la militarización. Para poder llevarlo a cabo, establecieron una diferenciación legal entre peninsulares y criollos, poniendo en manos de los primeros el control del Estado y la economía. Esta decisión tuvo consecuencias inesperadas, al menos para el nuevo poder: los criollos pasaron a formar parte de los colonizados y su suerte a emparentarse con la de los sectores populares.
Por esos años comienza a aparecer en los escritos la palabra «Patria», justamente para designar el lugar de nacimiento, que de pronto resultaba determinante, aun más que la sangre. Patria refería a dos escalas diferentes: por una parte al pago chico, a la ciudad o pueblo de nacimiento; por otra, y en un sentido mucho más amplio, era la tierra americana toda.
Ese nuevo sentido de Patria ligado a lo criollo fue el elemento aglutinador de los movimientos independentistas, y sus límites geográficos y sociales trastocaron el orden colonial: en Buenos Aires, en 1812, por caso, Martín de Álzaga fue acusado de complotar contra el Gobierno revolucionario por su esclavo “el negro Ventura”, quien por su acción fue liberado y premiado por “fiel a la Patria”. Para los esclavos, los sectores populares enrolados en los ejércitos, los dirigentes de la élite criolla educados en las Universidades de Córdoba o Charcas, para los gauchos y los indios que luchaban junto a Güemes, el término Patria se fue convirtiendo en los años que van de la Revolución de mayo a la declaración de la Independencia en el nombre de la causa colectiva y motor de la voluntad y la identidad política.
En aquel desastroso año 1816, sólo en la diagonal que corría desde Buenos Aires al altiplano sobrevivían la Patria y la causa americana. El absolutismo había sido restaurado en España y los movimientos independentistas aplastados en todo el resto del continente; el tan mentado Fernando VII, al que se le juró fidelidad mientras estuvo preso, ahora volvía dispuesto a recuperar con ferocidad todo aquello que creía propio. Una flota con 10.000 hombres cruzó el océano rumbo al Río de la Plata para aplastar a los sediciosos que se autodenominaban patriotas, aunque a última hora decidió recalar en Venezuela.
La situación local no era mejor: las diferencias regionales expresadas en proyectos políticos contrapuestos amenazaban la unidad territorial. De hecho, Los Pueblos Libres liderados por Artigas no participaron del Congreso, que fue convocado en Tucumán justamente para disimular las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires, pero también por la amenaza de una invasión de los portugueses al Río de la Plata.
En el norte sólo Güemes y su convicción separaban al ejército español de Tucumán y del Congreso que el 24 de marzo comenzó a sesionar. En abril, José de San Martín le escribía así al diputado Godoy Cruz:
“Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia. ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender, cuando estamos a pupilo? […] Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas.»
El 9 de julio, una treintena de hombres reunidos en el corazón de América del Sur, en un San Miguel de Tucumán que no llegaba a los 5.000 habitantes y cuyas calles eran todas de tierra, escribieron:
“Nos los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia, que regla nuestros votos, declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli.”
Una semana más tarde le fue debidamente agregado «y de toda otra dominación extranjera” y se mandaron a imprimir 1.500 copias en castellano, 1.000 en quechua y 500 en aymara.
San Martín, que entendía por Patria a la América toda, festejó esta declaración desde Cuyo, donde organizaba el Ejercito de los Andes, que ahora representaba legítimamente al Gobierno de una nación soberana, punto de partida necesario para liberar la Patria Grande.