Pocas cosas están tan instaladas hoy como correr a comprar entradas apenas se habilita la preventa. Crisis económica, inflación, salarios licuados… y sin embargo: sold-out. Tan Bionica, Oasis o la banda indie de moda: el entusiasmo colectivo no se negocia. Lo llamativo es que esta urgencia por “estar ahí” no parece del todo explicable solo por la pasión musical. Hay algo más. Algo que pulsa entre las notificaciones, las historias de Instagram y el miedo ancestral a quedarse afuera.
La época tiene nombre para eso: FOMO, Fear of Missing Out. No es nuevo, pero sí se ha vuelto transversal. Lo que empezó como una ansiedad de redes ahora es casi una forma de vida. En Argentina, con la inestabilidad como banda sonora permanente, el FOMO adopta una forma más intensa, más dramática y, por supuesto, más creativa: el FOMO Argentum.
En un mundo donde todo se vive en tiempo real y se comparte en HD, perderse una experiencia implica, en algún punto, no existir en la conversación. Lo interesante —y lo inquietante— es cómo la tecnología convierte ese deseo en obligación. El filósofo francés Eric Sadin habla de una sociedad guiada por sistemas automatizados que dictan nuestras decisiones bajo la ilusión de libertad. Ya no elegimos, reaccionamos. La oferta nos elige antes.
El algoritmo detecta que te gustan dos canciones de un artista y, sin que lo pidas, te lanza a una preventa. Te recuerda que esa gira es “la última”, que el show es “único”, que los cupos son “limitados”. ¿Resultado? Una carrera contra el reloj por estar donde hay que estar. Y si no vas, al menos que se note que quisiste ir. Mucho antes de que existieran los celulares, Søren Kierkegaard describió la angustia como “el vértigo de la libertad”. Hoy, ese vértigo no se da por la posibilidad infinita de caminos, sino por la posibilidad de no estar eligiendo el correcto. ¿Qué pasa si todos están en un show y vos no? ¿Qué pasa si te lo perdés y al día siguiente no tenés ni una story para demostrar que estuviste? La angustia ya no viene del silencio existencial, sino del feed sin contenido.
Pero… ¿y la guita? Claro, todo esto sucede en un país donde llenar el changuito del súper cuesta lo mismo que una platea. Entonces, ¿cómo se explica esta inversión emocional y económica en eventos de un par de horas? Porque eso es justamente: una inversión. En pertenencia, en alegría instantánea, en recuerdos que puedan compartirse. También, en cierto sentido, en pausa. El show como excepción, como suspensión del contexto. Como un oasis emocional entre recortes, ajustes y malas noticias.
La ecuación puede parecer irracional, pero tiene lógica: el presente se percibe tan volátil que vale más una experiencia vivida hoy que una promesa de ahorro para mañana. Es el viejo “carpe diem”, pero con luces LED, merchandising y QR de entrada digital.
Lo curioso es que esta lógica no se queda en el mainstream. En el circuito independiente, alternativo o under, se reproduce con la misma intensidad. Hay fechas que se agotan en horas, ciclos que se vuelven “el lugar donde hay que estar”, artistas nuevos que se convierten en fenómeno viral por efecto del boca en feed. En estos espacios también opera el mandato de pertenecer, de no quedarse afuera, de “haber estado cuando arrancaban”. La concentración de público, las stories con estética vintage o la fila en la puerta del bar en Villa Crespo son la otra cara —más íntima, pero igual de activa— del mismo FOMO.
No se trata de juzgar a quienes compran, ni de romantizar el consumo, ni de despreciar el deseo de estar donde pasa algo. Se trata de observar cómo se mezclan los cables entre deseo, visibilidad y tecnología. Y cómo, en ese cruce, se generan nuevas formas de necesidad. El sistema nos dice: “si no estás, sos menos”. Y nosotros, con cierta lucidez pero también con ganas, respondemos: “bueno, pero dame dos entradas”.
FOMO hay en todos lados. Pero el FOMO Argentum tiene su propio pulso: urgente, pasional, creativo, contradictorio. Un fenómeno que, como el propio país, no siempre se entiende desde la lógica, pero que nunca deja de moverse.