La revolución es un sweater blanco

Por Juan Russo

La valija no era tan grande y llevábamos lo justo. No había ni tejo, ni paletas, ni pelota, ni sombrilla, apenas asomaba una toalla, algunas camisas y los vestidos de mi vieja que se rotulaban de la siguiente manera: uno para el día y uno para la noche. Jamás “uno para el día” llegaba a la noche, jamás.

En el viaje nos cruzamos con algunos autos que iban hacia el mismo lado, nos tocaban bocina y nos saludaban efusivos. Yo, por más que buscara la respuesta, no podía entender por qué tanta gente iba para Villa Gesell si todavía no estábamos en temporada. Pero como me gustaba la idea de volver a encontrarme con el mar, no hacía muchas preguntas.

– Ya hablé con Andrés para ir a cenar después de la charla –le decía mi viejo con una sonrisa de oreja a oreja a mi vieja, que todavía tenía puesto su vestido de día.

– ¿Quién es Andrés? –pregunté asomando la cabeza mientras tapaba el espejo retrovisor.

– Un buen amigo –contestó el viejo.

El Encuentro Nacional de Narradores tenía apenas tres jornadas, era el año 1999 y la necesidad de juntarse entre escritores para empezar a armar un nuevo camino, discutir sobre la actualidad política que se nos caía encima aplastándonos las cabezas, resultaba cada vez más importante.

Ahí estaba la mayoría de los escritores del momento, lejos del mar y de la arena, metidos en un complejo discutiendo entre el humo de las pipas, los cigarrillos y los vasos de whisky que nunca estaban vacíos. Ahí también, lejos de la pelota y la sombrilla, estaba yo, mirándolos a todos con mis diez años sobre las rodillas.

Los tipos se peleaban, discutían y al rato estaban sirviéndose whisky los unos a los otros, no entendía mucho de qué se trataba todo eso, pero veía, desde mi sillita, que esos tipos, rodeados de libros, sabían muy bien usar las palabras.

En una de esas jornadas, agarrado del vestido de noche de mi vieja, veo que se acerca un tipo petiso, con el poco pelo que le quedaba de un color blanco brillante, con una bolsa color madera en una mano y en la otra mano, el hombro de mi viejo.

El tipo, que no necesitó agacharse demasiado para que quedemos a la par, soltando a mi viejo me tiende la mano y me dice “Que hacés Juan, soy Andrés”.

Ahí relacioné a Andrés con “el buen amigo” que se había nombrado en el viaje de ida y lo saludé como si también fuese mi amigo.

– Me gustaría regalarte esto, a mí me queda algo chico –me dijo el tipo, dándome la bolsa de papel madera.

La bolsa traía un sweater medio apolillado, algo apretado en el cuello y de un color blanco que el tiempo se había esmerado para transformar en amarillo. Un espanto, pensé. Puse mi mejor cara y le sonreí al viejo.

Muchos años después, el tiempo y la historia se encargaron de hacerme llegar el apellido de Andrés. Rivera, Andrés Rivera: el dueño del sweater que jamás usé. A medida que pasó el tiempo empecé a entender qué era lo que hacía Andrés. Me encontré con El Farmer, con La revolución es un sueño eterno, con Traslasierra, con El profundo sur, y muchas de sus novelas y cuentos que se transformaron en hitos de la literatura argentina. Sus palabras, su historia, sus libros recorrieron cada rincón del país, abriéndole los ojos a más de uno.

Hoy, a casi dieciocho años de ese sweater, de la bolsa de madera, de los encuentros de narradores, de la sonrisa de mi viejo, me encontré con la peor de las noticias. “Falleció Andrés”, me dijo el viejo vacío de palabras. En esta casa, Andrés siempre hubo uno solo, no hizo falta aclarar más.

Andrés Rivera entró a la historia como el obrero que encarnó con palabras la lucha de aquellos que aún las seguimos buscando. Su literatura será un sueño eterno para los que anhelamos alcanzarla con la punta de los dedos, pero sabemos que esa revolución nos despertó hace rato.


 

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