Por Carlos Ciappina
La madrugada del 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe de Estado más anunciado de nuestra historia. Desde hacía meses la prensa hegemónica, los voceros de las Fuerzas Armadas, el establishment económico y de los partidos de derechas anunciaban la inminencia del golpe que, decían, vendría a poner “orden” y a garantizar “seguridad”.
Las tres fuerzas armadas bajo los nombres de los genocidas Jorge Rafael Videla, Eduardo Massera y Orlando Agosti se hicieron con el poder del Estado. En una muestra de un plan de larga elaboración, las FF.AA. desataron un enorme Plan Sistemático de represión que dividió el país en zonas represivas en donde todas las fuerzas del Estado se ponían bajo el comando de las FF.AA. Se prohibieron los partidos políticos, se clausuró el Congreso y las legislaturas provinciales, se declararon caducos los intendentes y los Concejos Deliberantes… Un oscuro manto de persecución y represión se apoderó del país. Se cerraron Universidades, se quemaron miles de libros, una férrea censura se estableció sobre cines, centros culturales, librerías, bibliotecas.
Pero el plan represivo tenía un componente más perverso aun: un completo plan de arrestos ilegales, asesinatos y desaparición forzada de personas que se desplegó en casas, barrios, fábricas, escuelas, Universidades, sindicatos y todo ámbito público o privado. Un plan sistemático que tenía centros clandestinos de detención, campos de concentración y campos de exterminio, que secuestró, asesinó y desapareció por igual a hombres, mujeres, niños/as, que se apropió de bebés, un plan que inundó de terror a la nación toda. Un plan nefasto que se ensañó con obreros/as, con trabajadores en general, con maestros/as, profesoras/es, con líderes sociales, sindicales y religiosos. ¿Era el accionar de seres desquiciados? ¿Era una búsqueda alocada del orden por el orden mismo?
La respuesta encierra un plan más allá del plan represivo. En el fondo del accionar del terrorismo de Estado había un proyecto fríamente pensado por las élites económicas y calculadamente ejecutado por las Fuerzas Armadas y sus asociados civiles: primero, congelar la movilización social, política y cultural que se había iniciado en los tiempos del primer peronismo y que se había visto in crescendo desde el golpe oligárquico de 1955. Esa movilización creciente se había profundizado en el período 1973-1976 con los aportes de la Juventud Peronista, los sindicatos combativos y los partidos de izquierdas. Segundo: desplegar un plan represivo que aniquilara (textualmente) toda resistencia al orden militar. Y tercero: reconfigurar la economía y la sociedad argentina toda bajo un patrón que permitiera desarticular las modalidades solidarias e incluyentes que se desplegaban desde el Estado y las organizaciones sociales y religiosas. Ese plan de reconfiguración de una matriz societal popular hacia una matriz societal elitista, individualista y antiestatal tuvo nombre y apellido y varios ejecutores civiles: José Alfredo Martínez de Hoz, la Sociedad Rural Argentina, el sistema financiero, el gran empresariado nacional y transnacional.
La dictadura cívico-militar llevó a cabo un plan económico y social que dejó al país endeudado, desindustrializado, empobrecido y sometido a las necesidades de la moneda extranjera (el dólar), las empresas y bancos privados. El gran capital se recompuso y, por primera vez desde 1955, comenzó a ser más importante el sistema financiero que el productivo.
El vasto proceso de reingeniería social sólo podía llevarse a cabo a través de un verdadero genocidio: 30.000 detenidos desaparecidos como víctimas directas del accionar represivo y muchos miles más de víctimas si incluimos a familiares, a los vejámenes cotidianos en micros, comisarías, en la propia vía pública.
Para cuando la dictadura agotó sus posibilidades políticas acorralada por la movilización de los organismos de derechos humanos (con las Madres como potencia luchadora iniciática), el movimiento obrero y la aventura (también criminal) sobre la justa causa de Malvinas, los grupos del poder económico de la Argentina habían conseguido su propósito: pauperización, reducción de los derechos laborales, enriquecimiento en moneda extranjera, fuga de capitales y estatización de la deuda privada.
La “transición a la democracia” cuestionaría así los rasgos políticos de la dictadura, pero el perfil socieconómico de la Argentina había quedado formateado para iniciar el camino de imposición de las políticas neoliberales.
La dictadura cívico-militar se constituyó así en una bisagra, un antes y un después en la vocación del pueblo argentino por querer una sociedad más justa e inclusiva.
Hoy, a 41 años del golpe, se han hecho cargo del Estado (aunque por vías legales) los herederos de aquellos beneficiados por la dictadura cívico-militar. En algunos casos (ingenio Ledesma, Grupo Clarín y La Nación, ministros de Economía y la propia primera magistratura del país) detentan el poder del Estado o tienen influencia sobre él los mismos beneficiarios directos de la dictadura cívico-militar.
Hoy a 41 años, un cada vez más profundo proceso de debilitamiento de la vida democrática, avasallamiento de los derechos individuales y sociales, presos/as políticos y desprecio por colectivos sociales que son íconos internacionales como Madres y Abuelas, nos muestra a las claras que esa vinculación directa entre la última dictadura cívico-militar no es una apreciación desmedida ni forzada.
Sin embargo, hay una diferencia relevante y esperanzadora: esta vez hay todo un pueblo crecientemente en las calles, a cada medida antipopular le sucede una movilización cada vez más multitudinaria. A 41 años del golpe toda una década de juicios y cárcel para los genocidas, de apoyo y trabajo junto a los organismos de derechos humanos y de expansión de los derechos individuales y sociales no han pasado en vano. Recordamos la dictadura desde el lugar en donde el Nunca Más se defiende en las calles.