«Hay que detectar cuando se empieza a gestar el terror»

Por Gabriela Calotti

«Hay gente que inocula en el sentido común con comentarios fascistas, sin sancionar el negacionismo. Es más, tuvimos un expresidente que decía que teníamos que acabar con el curro de los derechos humanos […] Y el Estado tiene que velar» por los avances que en ese sentido ha hecho la sociedad argentina, sostuvo la testigo que declaró el martes ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata en la audiencia número 98 del juicio por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de la Policía bonaerense en Banfield, Quilmes y Lanús.

Al cumplirse 40 años de democracia, y este viernes 47 años de la tragedia desatada para miles y miles de familias a raíz del cruento golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, Vassena Zavalla llamó a «detectar tempranamente cuando se instala algo que puede dar lugar al horror que viene después».

«Hay que estar atentos. Es imprescindible que se siga investigando a los militares pero también a la pata civil y a la Iglesia», sostuvo. «Simplemente quiero decir que ‘nunca más sea nunca más'», afirmó al cabo de su declaración, en la cual contó lo poco que pudo reconstruir de forma casi «artesanal» sobre el secuestro y desaparición de su padre.

Laura reclamó al tribunal y a la Justicia por «la apertura de archivos para saber qué pasó, porque ‘esas lagunas’ son las que impiden que yo pueda» conocer lo ocurrido, enfatizó e inclusive puso como ejemplo el hecho de haberse enterado «hace 15 días […] que mi papá había estado no solo en el Vesubio (CCD) sino también en El Infierno, aún cuando está en el municipio de Avellaneda, que es donde resido».

«Acá va mi pobre caudal de información», dijo antes de brindar las pocas precisiones que pudo recoger en estos años, donde el silencio en el seno familiar, con sus hermanos, criados por sus abuelas maternas y paternas y una madre a la que culpaban por haber elegido a ese hombre, hizo el resto.

«Mi papá salió a arreglar una bicicleta el 22 de noviembre de 1976 y no volvió más. Ese fue el fin de la historia», dijo al tribunal, para resumir de alguna manera los pocos datos que tiene para armar el rompecabezas de aquel año, cuando ella solo tenía 3 años.

Raúl Félix Vassena vivía con su segunda pareja, Estela María Zavalla, con quien había tenido dos hijos. Tenía un hijo de un matrimonio anterior.

«Mi mamá estaba embarazada. Yo tenía 3 años cuando mi papá no volvió a los dos días, o día y medio o una semana […] Nos refugiamos en casa de alguien en Ramos Mejía, no conocido, porque ir a la casa de mis abuelos o amistades era peligroso», explicó. «Mi abuela materna la culpaba a mi mamá de lo ocurrido y de haber elegido a mi papá y a la lucha», contó.

Fue su mamá quien hizo la denuncia sobre la desaparición de Raúl ante la CONADEP. «Pasados 20 años me contactan del EAAF [Equipo Argentino de Antropología Forense] para ver si podíamos aportar algo para hacer un cruce. Mi mama había muerto hacía 6 años».

Fue así que tuvo acceso a la causa judicial abierta por los delitos perpetrados en el centro clandestino de tortura y exterminio El Vesubio. Allí «se relata algo más después de llevar a arreglar esa bicicleta», aseguró antes de precisar que su papá «era ingeniero químico. ¡Dicen que era un tipazo! Trabajó en Nobleza Picardo y sabemos que militó en la Juventud Peronista y en Montoneros», afirmó.

Laura Vassena Zavalla contó que nunca militó, ni se sumó a HIJOS, ni quiso ser querellante. Fue difícil reconstruir la historia personal. Sin embargo, el martes agradeció a las querellas y a la fiscalía por su trabajo de investigación y de búsqueda de familiares de víctimas del genocidio.

«Es importante para mí saber que hay un Estado, una red cuando los familiares no podemos y no queremos saber» lo ocurrido, agobiados por los miedos, bloqueos, temores y hasta problemas de salud, admitió.

Cuando la contactaron desde la fiscalía y de los equipos de acompañamiento, «me pregunté para qué querían que fuera testigo». «Sí tuve una infancia fea, de mierda», afirmó. «¿Cuándo se decreta que una persona murió? ¿Cuándo mi mamá decidió que mi papá no iba a volver, que no estaba trabajando lejos?», agregó, recordando aquellas reflexiones movidas por la angustia de la infancia y la adolescencia.

El dolor de la hermana secuestrada frente a sus ojos

Silvia Fernanda Gallart tenía 25 años, estudiaba Letras en la UBA y militaba en la Juventud Peronista. Fue secuestrada el 3 de julio de 1976 a las tres de la tarde en la casa familiar, tipo casa quinta, ubicada en las afueras de General Rodríguez. Del secuestro fueron testigos Ana Gallart, que tenía 18 años, y su segunda hermana, Mónica, de 22.

Esa tarde estaban las tres hermanas en la casa y la empleada de la casa. Sus padres habían salido. Les llamó la atención la irrupción de un auto del que bajaron cuatro hombres vestidos de civil, con pañuelos en la cara, borceguíes de tipo militar y armas largas.

«Rompieron la cerradura a los golpes. Era el terror […] Nos preguntaron los nombres. Me pusieron un arma que tiene como un cuchillo en la punta, me lo pusieron en la garganta. Sentía que la estaba denunciando al decir mi nombre», contó el martes Ana al tribunal, con la voz entrecortada por la angustia del recuerdo.

Escuchó cuando lastimaron al perro que intentó cuidar a su hermana Fernanda y «lo último que escuché fueron los gritos de Fernanda cuando se la llevaban, gritando ‘mamá'», aseguró antes de reflexionar en voz alta sobre los «extraños mecanismos de la memoria».

Contó entonces que hacía hace un tiempo la contactaron del equipo de acompañamiento, pensó que esta declaración sería «un trámite que iba a poder hacer», pero «aunque hayan pasado más de 47 años, la emoción vuelve. Yo tenía 18 años», dijo y agregó: «Es más larga la ausencia que la vida de mi hermana».

Tras la llegada de sus padres aquella tarde, su madre sentenció: «Yo a mi hija no la veo más». Como el padre de la familia Gallart era gerente de la empresa láctea Mastellone, cuando vino la policía pensaban que era un secuestro económico o un robo.

«Ese día a la noche mis padres se enteraron de que no había sido un secuestro común», recordó antes de asegurar que la familia Mastellone «siempre estuvo a disposición nuestra».

Y aunque ella pudo salir de su casa para seguir estudiando, situación que la ayudaba emocionalmente, «lo más terrible fue el dolor de mis padres. El llanto de mi madre todas las mañanas», agregó.

Las visitas quincenales al Ministerio del Interior y hasta una a la casa del titular de esa cartera, Albano Harguindeguy, fueron en vano.

«Pasaron los meses, los años, la vida de cada uno como pudo. Mi padre murió a los 10 años exactamente de la desaparición de Fernanda. Mi padre murió de tristeza y mi madre tuvo más fortaleza, pero a los 65 años inició la enfermedad de Alzheimer y nunca más recordó. Murió a los 84 años. Nunca más la nombró, nunca más la recordó», insistió.

Por charlas con el fallecido Emilio Fermín Mignone, uno de los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), supieron que quizá Fernanda podía haber muerto en unos acontecimientos ocurridos cerca de Escobar.

Por triste que parezca, el único «consuelo» de la familia era saber que al ser epiléptica, «era muy difícil que [Fernanda] hubiera resistido una tortura eléctrica», según les explicaba el neurólogo.

Blanquita

«Blanquita era buena hija, buena hermana, buena cuñada. Se preocupaba mucho por los alumnos que tenía donde era maestra. Era una piba genial, genial. Ayudaba mucho a su madre porque tenía hermanos mellizos. Los padres eran españoles y estaban solos acá. Eran de Vitoria [País Vasco]. Ella trabajaba en una escuela en Villa España», así describió Mónica Beribey a su cuñada, Blanca Ortiz de Murua, secuestrada el 28 de octubre de 1976 en su casa materna en Berzategui.

Se habían conocido cuando Mónica se puso de novia con Santiago, uno de los hermanos de Blanquita, allá por 1974.

La noche del secuestro ella y Santiago ya estaban casados y esperaban su primer hijo. Esa noche había un partido entre Argentina y Perú, pero pese a la costumbre de verlo en la casa donde vivían Blanca y sus padres, se quedaron en el centro de Berazategui.

Sus suegros les contarían al día siguiente que entrada la noche habían escuchado ruidos de coches. Que Blanquita «saltó un tapial y después otro», que estuvo un rato en la casa de un vecino pero cuando salió a un pasillo del barrio de dúplex «la agarraron y la metieron en un coche». Al día siguiente, «unas vecinas me dijeron que había tres coches Falcon y que la metieron en el del medio, en el piso, y que después subieron tres hombres en el asiento de atrás».

Ante el tribunal, Mónica, al igual que otros testigos en audiencias anteriores, confirmaron que Blanca estaba de novia con Luciano Cayetano Scimia, con quien tenían previsto casarse. Pero al mes del secuestro Lucho corrió la misma suerte.

El hermano de Blanca, José Santiago Ortiz de Murua, también declaró el martes.

Dos sobrevivientes

Juan Velázquez Rosano, nacido en Montevideo (Uruguay), fue secuestrado el 18 de febrero de 1977 a la madrugada de su casa de Florencio Varela, donde vivía con su mujer y sus cuatro hijos, Celia Lucía (13 años), Juan Fabián (8), Verónica Daniela (5) y Silvina (un mes).

Unos doce militares, diciendo ser del Ejército, «entraron a la casa, rompieron la puerta, la ventana, empezaron a golpearme para que prendiera la luz. Fue un desconcierto total», aseguró.

Se lo llevaron a él y a su esposa, Elba Lucía Gándara, quien permanece desaparecida. También secuestraron a su sobrino, Eduardo Oley Velázquez. A ella la soltaron. Al chico lo asesinaron, según supo.

«Nos empezaron a interrogar para saber si pertenecíamos al grupo según ellos de los Tupamaros o de los Montoneros. Yo nunca estuve relacionado. No los conocía», aseguró este hombre.

Recordó que lo subieron en el baúl de un Ford Falcon y lo llevaron «a un campo de concentración que le llamaban El Infierno». Lo golpearon varios días. A ella la mojaban y la torturaban.

Al cabo de dos semanas, lo trasladaron a Puente 12, en Camino de Cintura y Ricchieri, donde estuvo dos meses. Nunca más supo nada de su esposa ni de su sobrino.

Raúl Esteban Santos fue secuestrado en el bar en el que trabajaba. El martes no recordó ni la fecha ni el año, 1976 o 1977. «Yo tendría treinta y algo de años», dijo, antes de afirmar que militaba en la Juventud Peronista.

Estuvo allí diecisiete días. Junto con otros dos muchachos, los iban a trasladar al Pozo de Banfield, pero al parecer estaba «sobrecargado». Entonces los liberaron. A las otras dos víctimas las identificó como Mugica y Pablo Quiroz.

Después de aquel secuestro se escondió en Córdoba.

«Cuando volví, tuve que cerrar la boca», sostuvo de forma concluyente sobre el temor que se cernía sobre buena parte de la sociedad.

El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, conocida como El Infierno, con asiento en Avellaneda, es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo quince imputados y apenas uno de ellos en la cárcel, Jorge Di Pasquale. Inicialmente eran dieciocho los imputados, pero desde el inicio del juicio, el 27 de octubre de 2020, fallecieron tres: Miguel Ángel Ferreyro, Emilio Alberto Herrero Anzorena y Miguel Osvaldo Etchecolatz, símbolo de la brutal represión en La Plata y en la provincia de Buenos Aires.

Este debate oral y público por los delitos cometidos en las tres Brigadas, que se desarrolló básicamente de forma virtual debido a la pandemia, ha incorporado en los últimos meses algunas audiencias semipresenciales.

Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio. El tribunal está integrado por los jueces Ricardo Basílico, que ejerce la presidencia, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Fernando Canero.

Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.

La próxima audiencia, en formato virtual, se realizará el martes 28 de marzo a las 8:30.


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