“Era obvio, está hasta en la sopa”, “¿cómo llegó ahí?”, “¿quién la puso?”. Con la publicación del lineup del Lollapalooza Argentina 2026, no fueron pocos los comentarios en redes que se detuvieron —casi por reflejo— en Yami Safdie, la joven cantante que se convirtió en trending topic más por su presencia en el cartel que por sus canciones.
Pero más allá de las burlas, la indignación tuitera y los remates ingeniosos, el caso expone algo mayor: el modo en que la industria musical contemporánea elige a sus protagonistas no por lo que representan en términos artísticos, sino por el combo exacto entre imagen, seguimiento digital, proyección y adaptabilidad mediática. No es un secreto; es casi un algoritmo de programación curatorial. Y Yami Safdie, lejos de ser la única, es apenas el rostro visible de una fórmula que se repite festival tras festival.
Safdie, que firmó este año con Warner Music Latina bajo una alianza con ambiciones globales, tiene una carrera tan prolífica como cuestionada. Se formó en el under musical, participó en shows de talentos, grabó con artistas del momento, fue telonera de figuras internacionales y supo viralizar sus canciones en TikTok. Y, aunque todo eso pueda parecer meritorio, su figura genera escozor en una parte del público. ¿Por qué? Tal vez porque se la ve en todos lados. Porque hay un halo de “campaña” que la rodea. Porque su aparición constante en festivales, medios y playlists responde más a un plan de marketing que a una pulsión popular.
Y sin embargo, la pregunta no debería ser “¿quién la puso?” sino “¿por qué el sistema pone siempre a las mismas personas?”. Como si en la ruleta de los festivales no existiera azar ni descubrimiento, sino un criterio claro: quien suma clics, sube al escenario.
Hoy los lineups no se definen solo por trayectoria, ni por venta de entradas, ni por lo disruptivo de un sonido, sino por cuánto ruido hace un nombre antes de subirse al escenario. Artistas como Yami, con buena prensa, números digitales sólidos y presencia transversal en medios, encajan perfecto en el molde. Y la industria lo sabe: cada contrato firmado, cada presentación pactada, cada colaboración estratégica, va dibujando un mapa de visibilidad que después se traslada al vivo.
Mientras tanto, muchísimos artistas con una obra singular, con una voz propia, con circuitos alternativos, siguen quedando al margen. Porque en el ecosistema de los festivales masivos, el riesgo no es negocio. Lo es la previsibilidad, el algoritmo, el engagement.
¿Significa eso que artistas como Safdie no tienen talento? Para nada. Pero sí señala que su ascenso no ocurre aislado, sino acompañado por una maquinaria que hace de la visibilidad un capital. En otras épocas se hablaba de “estar acomodado”; hoy alcanza con estar optimizado para el feed.
Y como toda figura visible, también le toca el lugar de chivo expiatorio. Porque el enojo no recae en quienes organizan los festivales ni en los criterios opacos con los que se curan los carteles, sino en quien —como Yami— aparece ahí con insistencia, muchas veces sin que la audiencia lo haya pedido.
La paradoja es evidente: se le exige a una artista joven que sea disruptiva, popular, auténtica y comercial al mismo tiempo, y se la castiga por haberlo logrado a través de los caminos que hoy el sistema ofrece.
¿Y entonces? Entonces nada. Entonces todo. Que Safdie esté en el Lolla no es el problema. El problema es que al final de día escuchemos música no como queremos sino como nos la venden.