«En Quilmes me dieron una bandeja de basura para que les dé de comer a mis compañeros»

Por Gabriela Calotti

Patricia Liliana Pozzo tenía 18 años y militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). El 29 de julio de 1976 fue una de las pibas arrancada de su casa en plena madrugada. Se llevaron también a su hermana Julia, a su cuñado y a un amigo, Fabián. De su hermana y su cuñado no supieron nunca más nada.

Siete meses antes, la CNU, brazo universitario de la Triple A, había secuestrado y asesinado a Patulo Rave, militante muy querido por sus compañeras y compañeros. La noche en que un grupo «fuertemente armado» irrumpió en la casa de Patricia, lo primero que hicieron fue llevarla aparte, cachetearla y preguntarle por Patulo. «Todo el mundo sabe que lo mataron», les respondió. Compartían la militancia pero también la adolescencia y el barrio, la esquina de 8 y 42, recordó el martes durante un aplastante testimonio ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata, que lleva adelante el juicio oral y público por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Banfield, Quilmes y El Infierno de Lanús, de forma virtual por la pandemia de covid-19.

El martes también prestaron su testimonio Juan Carlos Stremi y Mario Colonna, otros dos sobrevivientes del Pozo de Quilmes, que al igual que Patricia también padecieron la cárcel.

La pesadilla de Patricia comenzó esa noche en su casa. «A uno le decían ‘el coronel’, era más viejo y tenía bigotes». «Al primero que vi, me apuntó. Era alto, morocho, de cara triangular. Tenía una boina y una campera verde y armas largas. Después me pusieron un trapo en la cabeza». A los cuatro jóvenes los cargaron en un Ford Falcon con destino a Arana. Lo recuerda como un lugar descampado. «Había barro, después pasamos por debajo de un alambrado y nos metieron en un lugar donde había mucha gente», afirmó Patricia, en coincidencia con todos los testimonios de sobrevivientes de La Plata y alrededores cuyo primer lugar de secuestro y tortura fue esa casona en medio del campo, cerca de una vía del ferrocarril provincial.
«Ahí empiezo a escuchar los nombres de mi hermana, de Fabián, Alfredo Fernández y Juan Carlos Stremi. Después empezó la tortura. Luego nos llevan a otra pieza, donde yo estaba atada con mi hermana en una especie de cama de cemento con un colchón que venían a sacar para las sesiones de tortura».

En virtud del deber y el trabajo de memoria al que se han entregado muchísimos sobrevivientes, Patricia recordó entonces otros nombres o apodos de jóvenes mujeres y hombres allí secuestrados. «Había un chico al que le decían ‘El Paraguayo’ […] Supe que estuvo [Eduardo] Schaposnik, Tita Taverna, Cristina Rodríguez, Norma Rivero, María Rosa Elena Vallejos», entre otros.

Allí estuvo entre 14 y 20 días. Lamentó no recordar nombres o apodos de los agentes que los vigilaban, torturaban y maltrataban porque «cambiaban un montón», aseguró. Al cabo de ese lapso la separaron de su hermana y la subieron a un camión. Allí volvió a encontrarse con Carlos Stremi y Alfredo Fernández, «porque nos tuvimos de la mano».

Después de un cierto tiempo llegaron a lo que después supieron era el Pozo de Quilmes, en realidad la Brigada de Investigaciones de la Policía Bonaerense en esa localidad del sur del Conurbano. Recordó la misma escalera que otros sobrevivientes mencionaron a su llegada a ese centro clandestino de tortura y exterminio.

«Ahí nos dejaron. Queríamos ir al baño, nada, queríamos agua, nada, queríamos comida y nada. Pasó un día o dos, hasta que alguien vino al calabozo […] Supimos que era Quilmes porque pasaba un avión que decía ‘compre pizza en Quilmes’».

«Comer basura, literalmente»

«Había maltrato psicológico. Había uno que tenía bigotes que decía que conocía todo nuestro espacio. Lo vi posteriormente porque un día me sacan las vendas para que les dé de comer a mis compañeros. Ahí me pusieron una bandeja de basura, era literalmente basura, huesos, cáscaras de naranja, y tenía que repartirlo. Y yo repartí esa basura», sostuvo ante el Tribunal con cierta vergüenza pero sabiendo que se jugaban la vida, que eso era parte de la humillación a la que eran sometidos.

«La imagen que me quedó era que todos estaban en mal estado, flacos, casi desnudos», y se refirió especialmente a Rosa. «Cuando le di el hueso y los desaté a todos, ella agarró el hueso y lo mojaba en el mate cocido como si fuera una medialuna. Me quedó esa imagen así, extraña», afirmó Patricia.
Esa vez también recuerda que estaba Mario Colonna, quien brindó un pormenorizado testimonio que continuará el martes próximo.

Después de unos 15 días en el Pozo de Quilmes la llevaron a la Comisaría 3ª de Lanús. Allí el comisario les dijo que «estábamos en depósito» hasta que los militares dieran una orden. De Lanús recuerda a una chica «misionera, que cantaba muy bien […] Un día dijeron que se iba en libertad pero nunca supe nada de ella».

«Nos metieron en calabozos separados en grupos», contó y dijo que algunos presos comunes se ofrecieron para avisar a sus familias. Y así hicieron, porque al tiempo sus familiares obtuvieron un «permiso de visita».
A mediados de octubre de 1976 la pusieron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y la trasladaron a la cárcel de mujeres de Olmos, donde estuvo a partir del 18 o el 22 de diciembre, y entre el 5 y el 10 de enero fue a Devoto, junto con Rosa Vallejos.

Sus padres lograron gestionarle una salida con opción del país hacia Suecia. «Me verduguearon bastante en el trayecto de Devoto a Ezeiza. Estaba esposada. Me dejaron ver a mis padres 10 minutos en una piecita», contó. La llevaron esposada hasta subirla al avión y hasta en ese último momento la crueldad era sistemática por parte de los verdugos: un policía aeronáutico le dijo ‘date vuelta y decile adiós a tus padres porque es la última vez que los ves’.

Al subir al avión, «todo el mundo me vio esposada», pero al rato se acercó «el comandante de SAS [línea aérea sueca], me dio un sobre marrón y me dijo ‘bienvenida a territorio libre’. En ese sobre estaba mi pasaporte», relató. A Suecia llegó en octubre o noviembre de 1979.

A su papá no lo volvió a ver con vida. Murió rápidamente. A su mamá la vio en 1983, con la vuelta de la democracia, aunque sólo pudo acompañarla un tiempo antes de que falleciera de cáncer.

Como en otras familias, la represión hizo estragos en la suya. Además de su hermana y su cuñado, su prima Adela Esther Fonrouge fue también víctima de la represión. «Los informes que tengo es que la mataron a palos en su casa, literal, y su compañero Juanjo había caído el día anterior», aunque «a ellos se los pudo identificar».

El asesinato de Patulo Rave: un antes y un después

El asesinato de Arturo «Patulo» Rave por parte de una patota de la banda paraestatal de ultraderecha peronista Concentración Nacional Universitaria (CNU), que sembró la violencia política en La Plata a partir de 1974, es decir dos años antes del golpe cívico-militar, marcó un punto de inflexión para la militancia de la ciudad.

El 24 de diciembre de 1975 Patulo Rave fue secuestrado de la casa de sus padres en pleno centro platense por una patota de la CNU, que para infundir terror acribillaba a sus víctimas y dejaba los cuerpos expuestos en lugares públicos. Su cuerpo apareció colgado de un puente en Elizalde, en las afueras de La Plata, también conocido como «Puente de Hierro».
Patricia había empezado a militar en 1973 junto con su hermana y su cuñado. En aquellos años de intenso debate político, donde la militancia juvenil estaba muy extendida, ella participaba de las reuniones de la UES, donde «Patulo era como responsable». Pero además de las charlas organizativas «nos hicimos muy amigos en realidad». Como no falta alguna anécdota que traiga una sonrisa a tan aciagos recuerdos, contó lo siguiente: «En ese momento nadie decía su dirección y un día salgo de mi casa y justo pasan cuatro o cinco de la UES… y entonces todos venían a mi casa».
«La última vez que vi a Patulo antes de que lo maten, vino a mi casa. Me dijo que había pasado a otro barrio, a Berisso, y que estaba esperando un bebé. Después estuve preguntando y parece que no ha tenido bebé», contó antes de hacer silencio.

De esos días recuerda a Inés Raverta, a Andrea Lebrini. «Dejé de militar cuando mataron a Patulo, para mí hubo un antes y un después y me di cuenta de que todo era muy terrible».

También recordó a un hombre al que identificó como Carlos Álvarez, «que decían que era de la CNU», que los acosaba en el barrio. «Nos ponían excrementos en el picaporte, nos aterrorizaban detrás de las persianas» y a los Rave inclusive les pusieron una bomba en la entrada de la casa. «Había otro que le decían ‘Safi’ y que era del Colegio Nacional».

La vida en el exilio

Para Patricia su «gran venganza» y su «gran revancha» tras su secuestro y sus días en la cárcel fue haber tenido «cuatro hijos divinos» y dos sobrinas a las que adora. «Después me llevó la vida hacer el duelo», dijo con la voz quebrada.

Secuelas psicológicas, físicas, porque le rompieron los dientes y por problemas en las cervicales, por ejemplo… «Pero traté de hacer una vida lo mejor posible», aunque «siempre extrañando a mi familia, a mi hermana, siempre con esa nostalgia. Esa pérdida que nunca la voy a superar. Aprendí a vivir con ella».

«Hasta ahora la piloteo bien. Y así traté de vivir gracias a mis hijos. Son mi cable a tierra y también mis sobrinas, las hijas de mi prima y de mi hermana. Gracias a esos afectos me he podido construir», concluyó Patricia Liliana Pozzo.

Secuestros en el barrio

Juan Carlos Stremi tenía 17 años. Vivía en 8 entre 41 y 42. Ante el Tribunal narró cómo fue su secuestro. «Alrededor de la una de la madrugada con gente de civil empezaron a golpear la puerta. Fue mi padre, lo pusieron boca abajo con una pistola en la cabeza. Se metieron en mi habitación y me apuntaron con un arma larga. Rompieron una sábana, me vendaron, me ataron las manos atrás y me llevaron».

«Entraron identificándose como policías», dijo durante su testimonio, interrogado por una de las abogadas querellantes. «Por abajo [de la venda] vi un pantalón azul y zapatos negros que usaba la policía, pero la mayoría vestía de civil».

Esa misma noche secuestraron a Patricia y a Alfredo Fernández. Como a ellos y a los cientos de jóvenes secuestrados en La Plata y aledaños, los llevaban primero a Arana, lo que confirma que había un plan sistemático de exterminio.

«Ahí estuve 10 días más o menos. Había mucha gente. Había compañeros míos, Alfredo Fernández, Patricia Pozzo, esa gente sigue viva, estaba Julia Pozzo y Roberto Castañé… ahí hubo tortura, violaciones a las mujeres, simulacros de fusilamiento. Eso era todos los días».

De allí los trasladaron en un camión celular de la policía a la Brigada de Quilmes, una madrugada. Pero en Arana «quedaron la hermana de Patricia, el marido y este chico Vigo que no lo vimos más».

Golpes y patadas es lo que recuerda de su llegada al Pozo de Quilmes, donde los encerraron en una celda. «Después de no sé cuántos días nos dieron de comer y pudimos tomar agua. Íbamos al baño vendados y atados atrás. Yo seguía con la misma venda. En un momento determinado se escuchaban gritos. Uno estando tan mal no podía identificar de dónde venían… pero era de ahí», relató.

«Alguna compañera nos daba a veces las sobras de ellos para comer», comentó, en coincidencia con el duro relato de Patricia. De allí también fue a la Comisaría 3ª de Lanús y allí se encontró con Shaposnik, con Tonil, Taverna y Alfredo Fernández. «Nos sacaron las vendas y nos desataron. Ahí nos pudieron visitar y llevar comida», contó, sin olvidarse que «estaba descalzo desde el día de su detención».

Trasladados a la Unidad 9 de La Plata, fueron recibidos a los golpes por el personal penitenciario. «Dos por tres te llevaban al ‘buzón’, que era un calabozo de castigo», explicó. «Allí había tortura por parte de la gente de penitenciaría», hasta que llegó la Cruz Roja Internacional y la cosa cambió un poco. «Pero siempre existía el maltrato por cualquier cosita […] la pasé muy mal», sostuvo.

También se acuerda de que en algún momento decían que sacaban gente en libertad y luego se enteraban que habían muerto en un «enfrentamiento». Carlos Stremi estuvo cuatro años en la U9 hasta que le dieron la libertad vigilada.

La militancia y la vida como sobreviviente

Carlos había empezado a militar en 1972 en el Movimiento de Estudiantes Secundarios (MES) que luego fue la UES. Pero «en el 75 dejamos de militar con un grupo de compañeros». También se acordó de Patulo Rave, con quien militaban «hasta que lo asesinaron».

«Me acuerdo que fue para una Noche Buena o Navidad. Estaba en mi casa. Al otro día me enteré de que lo fueron a buscar y se lo llevaron. Después nos enteramos de que lo habían torturado y fusilado en un puente de hierro que está en La Plata por 137 y 90. Patulo tendría 18 o 19 años».

Para él también el asesinato de Patulo Rave fue un punto de inflexión. «Cada uno hacía sus cosas, trabajaba, estudiaba». La familia de Patulo se fue de la ciudad.

«¿Y cómo fue tu vida después de tu liberación?», le preguntó a Stremi una de las abogadas querellantes. «Ehhh, y fue en un momento difícil. Tenía miedo. Después de salir no sabía qué iba a pasar. Encima con libertad vigilada no me podía mover mucho», contó. Tuvo muchas pesadillas pero igual tenía que reincorporarse a una vida activa. Fue así que empezó a trabajar con su papá en la conocida Cervecería Alemana. Formó una familia, tiene tres hijas «y un montón de nietos», precisó.

Los asesinatos perpetrados por la CNU-Triple A en La Plata siguen impunes. En 2017 sólo dos miembros de la CNU, Carlos Ernesto «El Indio» Castillo, jefe operativo de la banda, y su ladero Juan José «Pipi» Pomares, cuya pertenencia a la CNU, que no ocultaban, era vox pópuli, fueron juzgados. Castillo fue condenado a perpetua pero Pomares fue absuelto, aunque las querellas recurrieron esa decisión de los jueces Germán Castelli, Pablo Vega y Alejandro Esmoris y la Cámara de Casación Penal ordenó a ese Tribunal que vuelva a dictar sentencia en el caso Pomares.

El juicio por los delitos perpetrados en los Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús comenzó el 27 de octubre de 2020, 45 años después de aquel horror. El proceso llegó a juicio unificando varias causas que suman 442 casos. Se esperan 481 testimonios de sobrevivientes y familiares. Por estos crímenes aberrantes sólo hay 18 imputados, de los cuales apenas dos están en la cárcel, Miguel Osvaldo Etchecolatz, mano derecha de Camps, y Jorge Di Pasquale. El resto están cómodamente en domiciliaria.

De los imputados casi ninguno asiste virtualmente a las audiencias. El martes pudo verse a Juan Miguel Wolk, responsable del Pozo de Banfield.

La audiencia puede seguirse en vivo por diversas plataformas, entre ellas el canal de YouTube de La Retaguardia y el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. La próxima audiencia será el martes 20 de abril a las 9:00.

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