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Élite argentina, elecciones, democracia y fraude: una historia nefasta

Por Carlos Ciappina

La historia, esa disciplina que mira hacia atrás y adelante al mismo tiempo, nunca se repite en modo idéntico. Pero tampoco es una sucesión de hechos inconexos que no arraigan en procesos anteriores.

No hay repetición idéntica pero sí recurrencias, respuestas similares frente a escenarios similares.

Entre agosto y octubre de 2019 se producirá en nuestro país un hecho inédito en toda su historia: los miembros de la élite oligárquica argentina (compuesta hoy por una articulación de empresarios vinculados a las finanzas internacionales, CEO de empresas y terratenientes junto a empresas de agronegocios) deberá garantizar por primera vez en su historia elecciones nacionales universales, limpias y transparentes.

Conviene respaldar la anterior afirmación.

Entre la batalla de Pavón (1861) y el golpe de Estado de 1930, la oligarquía argentina controló los procesos electorales en lo que denominaba una democracia: el voto era optativo, cantado (los que se animaban a votar contra los patrones lo tenían que anunciar a viva voz) y votaban sólo los varones. Una democracia basada en el voto de una pequeñísima porción de la población masculina, plagada además de fraude por la presión de los terratenientes y las fuerzas de seguridad sobre los votantes.

El primer partido popular con chances electorales (el radicalismo) comprendió rápidamente que sin un nuevo sistema electoral (con voto universal, obligatorio, secreto y sin fraud ) la oligarquía no podría ser desplazada del poder. Ante la negativa oligárquica por desarmar el sistema fraudulento de elecciones, apeló a tres intentos revolucionarios (1890, 1893 y 1905) con el objetivo de forzar una democracia real.

Las revoluciones radicales fueron sofocadas. La última fue verdaderamente masiva y contó con un apoyo importante de los sectores militares. Cientos de ciudadanos fueron exiliados y miles detenidos. Ante ese panorama de movilización política permanente y creciente por parte del partido radical, y frente a la amenaza de la movilización más radicalizada de socialistas, y sobre todo anarquistas, un sector de la oligarquía liderado por R. Saenz Peña y J. Cárcano propusieron acceder al sistema del voto universal (masculino), secreto y obligatorio basado en el padrón militar. La movilización popular había logrado su objetivo.

La Ley Saenz Peña se sancionó en 1912 y en 1916 –como era de esperarse–, sin el fraude, triunfó Hipólito Yrigoyen y accedió al poder el partido radical, quien, a diferencia de sus anteriores, se abocó a garantizar el funcionamiento de una democracia –masculina e incompleta, las mujeres no votaban– sin fraude. Las elecciones de 1922 volvieron a consagrar al radicalismo –al ala conservadora del mismo– con Carlos María de Alvear, y las de 1928 consagraron plebiscitariamente a Hipólito Yrigoyen.

Con la reelección del líder popular por cada vez mayor número de votos, la oligarquía decidió terminar con el experimento democrático: el golpe protofascista de Uriburu en 1930 retornó al país al sistema que mejor le sentaba a la oligarquía terrateniente de la época: el fraude y la proscripción –en esta caso, la del partido mayoritario, el radicalismo–. Entre 1931 y 1943, la oligarquía terrateniente y sus aliados empresariales británicos y norteamericanos gobernaron bajo la consigna del “fraude patriótico” que garantizaba la no presentación del radicalismo yrigoyenista.

Fueron los militares nacionalistas de inicios de la década del cuarenta –y no la oligarquía de la Década Infame– quienes decidieron instalar una democracia real sin fraude.

Ese es el origen de las elecciones de 1946. Las Fuerzas Armadas nacionalistas garantizaron los segundos comicios sin fraude de la historia argentina luego de los del radicalismo y, como era de esperarse, triunfó un nuevo representante de los intereses populares: Juan Domingo Perón.

Perón gobernó entre 1946 y 1955. En términos electorales respetó a rajatabla la transparencia de los comicios y, además, amplió significativamente el padrón electoral al habilitar el voto femenino, llegándose así al voto universal real en la Argentina.

El objetivo de la élite oligárquica de la época fue, desde el inicio del gobierno peronista, lograr quitarlo del poder con un golpe de Estado. Después de variados y criminales intentos, el golpe de setiembre de 1955 derrocó al gobierno popular. Con la excusa de la “democracia”, la élite oligárquica retornó al modo electoral que mejor le cuadra: el fraude y la proscripción. El llamado a elecciones de 1958 –tras tres años de cruel dictadura– tenía aditamentos muy particulares: no podía presentarse el peronismo –ni nombrarse a su líder, ni a su exesposa, ni los símbolos, ni la marcha, ni nada que recordara al líder exiliado–. O sea, el gobierno “democrático” elegido en 1958 llegaba al poder sin competir con el partido mayoritario. Extraña democracia.

Aún así, Frondizi fue expulsado del poder por un nuevo golpe de Estado y un nuevo llamado a “elecciones” –con la prohibición del peronismo y proscripción del propio Perón– que consagró a Arturo Illia. Ese gobierno radical se extendió entre 1963 y 1966. Un nuevo golpe de Estado promovido por la élite oligárquica desbarató hasta ese gobierno que había aceptado gobernar sin admitir al juego político al peronismo. Una nueva dictadura gobernaba en representación de la oligarquía de la mano del torpe general Onganía.

Luego de dieciocho años de proscripción ilegal y de exilio, todavía en las elecciones de marzo de 1973, la élite oligárquica que gobernaba a través de la dictadura de Lanusse se las arregló para mantener la proscripción en el sistema democrático: Perón no pudo ser candidato por una cláusula de residencia. O sea que recién con la llegada de Hector J. Cámpora pudo organizarse nuevamente una elección democrática sin proscripciones y sin fraude –habían pasado veinte largos años–.

La dictadura cívico-militar-clerical iniciada en 1976 –apoyada por los sectores económico-sociales que hoy poseen el Estado de la mano de la alianza PRO-Cambiemos– arrasó nuevamente con el sistema democrático y garantizó un cambio de correlación de fuerzas económicas y sociales que aún hoy muestra sus huellas.

Fueron las fuerzas populares –centralmente, peronismo y radicalismo, junto a las fuerzas sindicales, los organismos de derechos humanos y partidos de izquierdas– quienes en 1983 reclamaron la instalación de una democracia sin fraude. Podría decirse que entre 1983 y 2019, el sistema electoral ha funcionado de un modo aceptable en los términos de garantizar que no haya proscripciones políticas, fraude electoral y controles mutuos sobre el proceso electoral.

Pero los partidos que gobernaron entre 1983 y 2015 provenían todos de las tradiciones democrático-populares –aunque no lo demostraran siempre en sus medidas de gestión–. Partidos comprometidos con el funcionamiento más o menos prolijo del sistema electoral y dispuestos a dejar el poder si perdían las elecciones.

El actual gobierno PRO-Cambiemos es heredero precisamente de las tradiciones proscriptivas, fraudulentas y golpistas de la historia política argentina. Confundir la naturaleza de esta “nueva derecha” sería fatal para todos/as aquellos/as que pretenden luchar por un proceso político democrático y popular: los que han accedido al poder en 2015, en las elecciones transparentes y democráticas garantizadas por el kirchnerismo, no son políticos, son CEO y empresarios. Su compromiso con la democracia sólo se sostiene si esta favorece sus intereses económico-empresariales.

Por primera vez en toda nuestra historia como nación gobierna el capital sin mediación política. Los CEO y dueños de empresas y latifundios están a cargo del Estado nacional.

¿Podemos esperar elecciones transparentes sin fraude? ¿Podemos creer que no habrá proscripciones ni exclusiones? ¿Esperamos que dueños de conglomerados de empresas nacionales y transnacionales que han hecho fortunas incalculables en estos tres años y medio por tener en sus manos el Estado lo entreguen porque perdieron las elecciones?

No deberíamos ser optimistas al respecto. No por un prejuicio, sino porque la historia argentina nos muestra todo lo contrario a una alternancia democrática si la disputa es con la oligarquía: las oligarquías de turno nunca sostuvieron elecciones verdaderamente universales, democráticas y sin fraude y proscripciones. ¿Por qué lo harían ahora, cuando además se juegan el control del Estado y la fabulosa rentabilidad de sus empresas y la bicicleta financiera? El contexto internacional latinoamericano los acompaña: basta con ver el desenlace del golpe a Lugo en Paraguay, a Dilma en Brasil, la prisión inventada de Lula y las presiones antidemocráticas sobre Venezuela.

En mi humilde opinión, los partidos de carácter popular –nacional-populares y de izquierdas– no están –quizás acostumbrados a estos inusuales 36 años con elecciones democráticas– prestándole la debida atención a este punto. Enfrascados en interminables disputas por las candidaturas, han dejado en un plano invisible el tratamiento político de un peligro real: el fraude, las proscripciones político-judiciales y/o la suspensión de las elecciones.

Toda la paleta antidemocrática está disponible con la oligarquía controlando el Estado. Este gobierno oligárquico tiene presos políticos desde su inicio, intentó nombrar jueces en la Corte Suprema por decreto, cambia leyes nacionales con Decretos de Necesidad y Urgencia, se entromete descaradamente en los juzgados, nombra jueces adictos y expulsa a los díscolos, reprime marchas pacíficas y co-gobierna con los monopolios mediáticos hegemónicos –sin contar el decidido apoyo de la embajada norteamericana–.

¿De verdad dejarán que los/as candidatos/as populares que pueden ganar se presenten? Y si se presentan y pierden, ¿se irán los CEO y terratenientes a sus casas luego de entregar el gobierno que por primera vez en 73 años tienen totalmente en sus manos sin mediación política o militar?

Estamos a escasos pocos meses de las elecciones nacionales y las posibilidades de proscripción y fraude quizás no estén siendo evaluadas en toda su dimensión. Se requiere, además de un frente electoral nacional-popular-democrático que triunfe, un acuerdo de todas las fuerzas político-sociales democráticas que trabaje todo el tiempo para impedir –por la vía de la movilización social y popular– la proscripción y el fraude.