¿De qué nos hablan los fusilamientos de José León Suárez hoy?

Por Manuel Protto Baglione

Esta es una historia que ha sido contada muchas veces. Es, además, el tema del libro más importante del periodismo latinoamericano de todos los tiempos, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. De modo que, ¿qué podríamos decir de nuevo al respecto? Y, sin embargo, sentimos ganas y necesidad de contarla una vez más, porque esa historia nos muestra parte de la genética de la represión argentina y, por ello, nos habla sobre el presente.

Repasemos. El 9 de junio de 1956 la dictadura cívico-militar de Pedro Eugenio Aramburu sometió a un fusilamiento a doce personas, de las cuales fallecieron siete, como parte de la represión de los movimientos de la resistencia peronista encabezada por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco.

Hay un hilo que une los asesinatos producidos hace 64 años en un helado basural del conurbano bonaerense con el de Santiago Maldonado en 2017, pasando en el medio claramente por el genocidio de la dictadura de 1976. En todas esas ocasiones, la defensa de los privilegios de las élites nacionales tuvo mucho más valor que la vida de las personas.

Ese vínculo entre hechos históricos separados por seis décadas también se observa en los protagonistas. En las cínicas declaraciones de Jorge Rafael Videla sobre la no existencia de los desaparecidos se escucha el eco de la respuesta que obtuvo la hija de Valle al pedir una y otra vez a Aramburu por la vida de su padre: «El general está durmiendo», contestaba su edecán. O, como dijo Patricia Bullrich cuando aún era ministra de Seguridad: «Nosotros tenemos que animarnos, estar convencidos de lo que hacemos y jugarnos por lo que hacemos, a mí me machacaron durante 78 días con el Maldonado». Los reclamos de las víctimas son, para estos oscuros personajes, un fastidio propio de quien piensa que no debe rendir cuentas de sus actos. En ese sentido, aún hoy las ejecuciones en José León Suárez permanecen impunes: los victimarios nunca fueron enjuiciados y los familiares de las víctimas apenas tuvieron acceso a una reparación económica en 2001.

Se parecen los verdugos y también los masacrados. La represión siempre es políticamente dirigida, pero a su vez es relativamente arbitraria: lo que la derecha llama excesos o daño colateral son una constante, y la muerte de civiles sin vinculaciones políticas, un patrón repetido. En la noche que cuenta Walsh, algunos de los fusilados eran simples vecinos que se acercaron a una reunión donde coincidieron con militantes peronistas de la resistencia para mirar una pelea de boxeo. Son todas «víctimas inocentes», aceptables, razonables, y en virtud de ello sus ejecutores montan campañas de desprestigio para disputar esos sentidos que son claves en la elaboración que la sociedad hace de la violencia institucional.

Es común que al pensar en la derecha vernácula nos encontremos con opiniones que resaltan su carácter torpe y brutal, como la célebre anécdota de la quema de libros sobre cubas hidroeléctricas durante la dictadura de Videla. El punto es que los perros de guerra siempre son brutales, pero la decisión de soltarlos nunca es torpe, sino fría y calculada.

Quienes justifican y encubren las represiones de ayer y hoy están entre nosotros tienen bancas en las legislaturas y hablan en la televisión. Como sociedad, no debemos olvidar esto, y estas historias necesitan ser contadas una y otra vez para que no vuelvan a ocurrir jamás.


 

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