Por Ramiro García Morete
“Siento crecer la fuerZa de este momento (sube otra vez) / ¿Es un viaje en el tiempo tal vez? / Y, si no hay tiempo, es el Poder de la Música / Círculos de energía que estallan / Renace la magia que nos lleva a la Libertad”. En ese universo tan axiomático como poético que es la matemática, la llamada serie de Fibonacci responde a una sucesión de números naturales donde cada término es la suma de los dos anteriores. En cierto modo -libre y ajeno al rigor de especialistas- escapa a una composición lineal sino más bien que se basa en cierta recurrencia. Lo cual no implica retroceso, sino otro modo de avanzar. Algo así como una figura espiralada que efectivamente se reproduce en estructuras biológicas como una piña, el tallo de una hoja, en un girasol. Como si todo se expandiera a partir de un círculo.
Quizá el círculo inicial fuera el hueco de esa criolla Fuente de Oro. Y es que su madre había sido nada menos que guitarrista de Las Estrellas del Ritmo, una banda pionera de mujeres haciendo cumbia a fines de los ´60. No sería hasta aquel viaje a Europa en el 2013 que dejaría de tomar prestado el instrumento, aunque ahora sea a su compañera Anita a quien le pide las seis cuerdas cuando surge una idea. Generalmente, fluyen un par de palabras amalgamadas a unos acordes. Otras veces, desde alguno de los cuadernos artesanales, cosidos y sin reglones donde también habitan dibujos.
Y es que incluso antes de tocar, ya escribía canciones. Como esa que recuerda haber compuesto alrededor de los once, sobre un encuentro con unas amigxs en una matinée. Por entonces estaba fascinado por una cinta de Rata Blanca, que gastaba en el Fisher doble cassetera. Aunque posiblemente otro círculo inicial fuera el de los vinilos que sonaba en la casa de Ringuelet: Virus, Charly, Spinetta.
Ya en los años de la 12 de Gonnet llegarían las primeras experiencias como Los Albañiles junto al inimitable Seba Rulli y Lucas Albarracín. Y luego los estudios y experiencias como tecladista o bajista o algún instrumento de viento o batería, sobre todo batería. No importa tanto la linealidad de los eventos como sí saber que desde hace una década se mueve en torno a La Freiza, esa banda donde suenan sus canciones y que a la vez inspira las que toca por fuera de ella.
Por eso es que a fines de 2019, al juntar quince canciones pensaría en un larga duración con la banda. Distintas circunstancias lo llevarían a emprender las grabaciones en plan solista… pero nunca solitario. Y es que no solo en la inclusión de invitadxs sino en la misma esencia de sus composiciones, las canciones pletóricas de frescura y urgencia se antojan como pequeños diálogos, contrapuntos y eslabones melódicos. Con un sonido orgánico, líricas existencialistas pero exentas de solemnidad, arreglos corales y coordenadas que podría ir de Elliot Smith a Beach Boys, la unión de partes y personas hacen “La Fuerza”. Como la carta de Tarot que justo llevaba Milena Harry de fondo de pantalla en su celular y que terminó de redondear la estética de este álbum producido por Lucas Marti. Y donde Damián Mole -el hombre detrás de Dama Mola- entiende que atravesar el tiempo como si fuera una línea recta haría de cada punto en el plano un lugar demasiado solitario.
“Es parte de un laburo que vengo enfocando no solo en las canciones sino en todo un concepto que es el de la música compartida -introduce Damián Mole-. Representa eso y todos mis años con la banda (La Freiza). Lo grabé solista pero tiene ese sentido de grupo”. Desde el contagioso y vertiginoso “Amanecer-Ocaso” que inicia el disco, se percibe ese espíritu plural en la estructura misma de las composiciones. “Justamente son como diálogos -asiente-. Siento que hay como una charla, una incógnita que se va tratando de develar y desentramar. Me pasa que estoy leyendo las letras de las canciones y puedo ver eso: que hay una construcción en la misma canción que son distintas voces que hablan ahí”.
Con el tiempo como tópico recurrente y sin temor a los grandes asuntos universales, la reflexión no exime en las líricas a ciertas pinceladas de humor o de imágenes coloquiales. “Hay bastante de eso. Son canciones que por momentos puede hablar de algo trivial, cotidiano, íntimo, concreto. Y por momentos es como algo más grandilocuente: del cosmos, de la vida, de una abstracción personal. Esos diálogos tratan de ejercitar esa práctica de ver las cosas con otro. Poder hablar desde esos lugares es parte de una forma de composición que me surge y que me entretiene más”. Pero todo ello carece de un esquema premeditado: “Nunca me pasó decir: en esta canción quiero hablar de tal cosa. Brotan y bueno: sigamos hablando de eso. Hay que saberlo llevar y ver para donde va brotando”.
Ese respeto por lo espontáneo se traslada al sonido orgánico que emula la vitalidad de la sala: “Son canciones que se pueden tocar con una guitarra y ya. Después fueron trabajadas más con formato banda. Que me vuelve a retrotraer a La FreiZa con esa búsqueda sonora, esos recursos y un poco el ensamble de batería, guitarra, bajo y sintetizadores”.
Sobre el cierre, asocia el mencionado Sentido Fibonacci que él mismo menciona en uno de sus temas con su propio recorrido o carrera: “Es girar en tu lugar y empezás a abrirte y no queda otra que interactuar. No tan enfocado en un punto fijo y avanzar, sino más como una danza que te hace girar y ser un poco más perceptivo de todo. De donde venís y hacia dónde vas. Es un avance también”. Y explicita: “Yo siento que soy bastante libre en como llevo las formas. Y esa libertad muchas veces es confusa. La banda toca las canciones que hago solo y no importa cómo y quién las hizo de cierta manera. Juego todo el tiempo con abrir y que el disfrute de ese camino esté presente no tanto ese objetivo. Estamos haciendo esto y eso es lo más real. Que fluya es lo primero».