Por Carolina Muzi
Peronizar-desperonizar. He ahí, finalmente, la sístole-diástole de los últimos setenta años de historia argentina. Y también la línea que tensa y agita Niebla, drama nativo, obra ganadora del Concurso TACEC 2018 que esta semana cerró su cuarta y (supuesta) última función en el Teatro Argentino de La Plata.
Porque, se sabe, como sucede en la entraña de la dicotomía que le da impulso… va a volver. Aunque eso suceda en La Plata, también se comenta que podría salir de gira.
Que vuelva sería lo más justicialista, dado el compromiso de dos años de investigación que llevó gestarla y el afinadísimo ensamble entre dramaturgia, dirección, música, actuación, escenografía y vestuario, tan bien fusionados que logran, a lo largo de una hora y cuarenta minutos, que el impacto extemporáneo de este tironeo histórico, p’alante y p’atrás, se sienta en el cuerpo. E identifique en la carne eso que el relato de los sucesos de la realidad arrolla y evapora, como si acaso la historia, más que atravesarnos, emergiera rodeándonos sutil y naturalmente. Niebla ingenua vs niebla genuina.
Por dónde empezar a desglosar esta fusión de teatro-danza con cabaret voltaire y circo criollo que, además, se monta sobre la obra del plástico platense Carlos Servat en tanto sus fotomontajes recortan (y refuerzan) la presencia de los cuerpos en la historia, más amiga de fluir tras los hechos que con el impacto que estos provocan en los cuerpos, que es distinto que decir en las personas. Y ahí un punto clave de este drama nativo: “Servat coloca los cuerpos en la historia, los desclasifica y desenfoca la lente de nuestra mirada. Una erección pudo haber decidido una batalla, ¿por qué no? La variable corporal es, en definitiva, la instancia a partir de la cual se desplegaron los hechos históricos. Y en ese plano, Servat lleva adelante una operación quirúrgica sin prejuicios”, observa el dramaturgo Nelson Malach, a cargo de la dirección acompañado por María Ibarlín.
Y resulta que su obra también es una operación desprejuiciada sobre la mitología en torno al mayor (y más emotivo) movimiento de masas argentino, sostenida por flejes y tensores que, no por oxidados o tambaleantes, dejan de estar unidos.
Como en esos cuadros del artista platense Servat, donde los colores se concentran en la acción (por caso, gauchaje con culito rojo de penetración sobre el pajonal), en Niebla la acción también arde bajo el amparo tranquilizador de un toldo, como cielo-humo de pampa en polvo. Si no fuera por la recurrencia de esa luz azulina (afinadísima la iluminación de Federico Genovés), hasta parecería que la obra transcurre en un picadero de arena.
Y sí, es posible desglosarla por el espacio, porque todo lo que sucede integra la escena y, a diferencia del andarivel histórico, acá contiene como un ring para los golpes de los sucesos en los cuerpos.
Con una suerte de división simétrica, a ambos lados hay músicos en vivo que harán las delicias sonoras marcando efectos y acentos, graves o agudos de los parlamentos a modo circense. También, al fondo, en cada rincón sendos percheros son asistidos por la dirección: Nelson Malach y María Ibarlín operan desde las bambalinas descubiertas, ataviados como viejos obreros de la revolución industrial, con guardapolvos grises por abajo de la rodilla; el director inclusive lleva una pichonera a tono, igual que los músicos. Cuelgan y descuelgan las prendas que se ponen y sacan los actores. También allí, al modo circense, la necesidad de zapatillas de baile está reforzada con rodilleras y elementos símil ortopédicos, que traen más aires de burlesque. Dos suertes de mangas campestres pero metálicas, cruza con escalinata de avión, y una mesa quirúrgica son los soportes móviles principales donde se desarrolla la acción.
Cada uno con su fuerte, los tres protagonistas (Rosario Alfaro, Blas Arrese Igor y Julieta Ranno) se despliegan a más no poder en cuerpo y alma, porque no hay en el conjunto más danza que actuación o vicevera, sino la vibra que emana del impacto físico, que aflora en ojos inyectados, en arqueos de espalda, en patadas rotulares, en pies en punta, movimientos reptantes, en parlamentos sacados, o en golpes de pelvis. Como lo que manda está en la cabeza, el acento del vestuario también: gorras de goma para salir de sí y pelucas, como de Playmobil, para entrar en la historia fueron el recurso que trabajó la escenógrafa y vestuarista María Oswald. Un compendio de investigación que tradujo a figurines con ayuda de su hijo dibujante: Iván Sarmiento, de diecisiete, autor de estas preciosas piezas que ilustran aquí.
Talentosa mano la de Oswald para componer un clima de fusión desde distintas expresiones visuales: hay cartelismo cegetista que grita en diagonal al modo Rodchenko, pero con colores de acá. Hay época rescatada en prendas clave, a través de lo que se adivina una buena arqueología indumentaria en tándem con el trabajo de los talleres del Teatro Argentino; hay iconografía peronista puesta en soportes útiles y en hitos de la industria argentina (barriles con el logo de YPF, siambretta adaptada a pistas). Y hay cuerpos bombardeados por la historia: las partes diezmadas del 55 abonan el suelo alrededor de la santa que se hizo millones. Imperdible el momento caniche, con Tinolita y Monito discutiendo de una jaula a la otra su destino.
“La idea original que primó fue la de poder transmitir la monumentalidad peronista destrozada, a la vez de poder generar distintos espacios como aparecían en la obra escrita, como ser la nave insignia 17 de Octubre (que luego fue el General Belgrano hundido en Malvinas), la cañonera paraguaya donde escapa Perón, la bombardeada Plaza de Mayo, el asilo de niñas meretrices San José, un cabaret en Panamá (por eso la canción ‘Papers Papers’ –que canta Isabelita cuando entra con su valijita–, compuesta ad hoc por Juan Pablo Petorutti)”, explica Oswald.
Si “el cuerpo del peronismo se traduce en la multitud movilizada y el peronismo requiere de las multitudes para estar vivo, la premisa de la multitud nos interpela”, como señala Malach, la tríada física Arrese-Ranno-Alfaro concentra a la multitud tanto que puede parecer una plaza llena. “Si uno es muchos, ese mucho es la acumulación y de la acumulación resulta una multitud transformadora”, argumenta el director. Y funciona en obra, comprobado.
En la atmósfera de circo criollo freak, con los personajes entrándole a la historia de pechito como si efectivamente se tratara de números circenses, un golpe como de fusta ecuestre sobresalta al público. Proviene de un telón que cae al fondo, dividido en tramos: un mural blanco y negro de Servat que permanecía enrollado a lo alto, detrás de escena.
Según explica Malach, “de los tres montajes circunscritos al peronismo en la obra exquisita de Servat, recortamos una microsecuencia temática que incluye los desnudos de Isabelita, el contraalmirante Rojas, Nelly Rivas e Inacayal y el disfraz de Perón. Secuencia que volvemos a recortar, a desnudar, a vestir, porque entendemos el teatro como intranquilidad, como un plató de debate a filo de espada. Servat nos interpela como seres políticos. Porque en realidad hay mucho de esos cuerpos en el nuestro, hay mucha huella, marca, herida en nuestra desnudez, en nuestra instancia íntima”.
Irá al hueso de la cuestión el director: “Desde los indios a los desaparecidos hay un arco de elisión de cuerpos. En el medio, los negros de ascendencia africana, aquellos que bailaban en la quinta de Palermo para el contento de Rosas. Negros, indios, desaparecidos son formas del cuerpo desbocado, no domesticado, suprimido. El peronismo también fue suprimido. Hay un empeño histórico en recluir, en subordinar lo corporal. Y ese ejercicio siempre estuvo efectuado por los mismos”.
Por eso, los gritos enwhiskados de Rojas se mueven como tenias saginatas entre el público y los mechones arrancados a la madre de Nelly Rojas duelen en el cuero propio. Visto en sala: mucha gente se movía y acompañaba con su propio cuerpo la escena. La música en vivo de Juan Pablo Petorutti, interpretada por Santiago Espele (bajo), Federico Jaureguiberry (saxo) y, tratándose de un movimiento bombodependiente, del atareado Sebastián Piatti en percusión, resultan un puente clave de estímulo corporal entre actores y público.
“Hablar del periodo que va desde 1955 a 1973 implica calcar otras épocas pasadas y futuras –cierra su texto–. Finalmente, la obra supone un cruce de disciplinas que implica un acto de traducción, una écfrasis, esa figura retórica que transforma una representación visual en verbal. Se postula como una hija deforme de la obra de Servat, un apéndice monstruoso, un retorno anacrónico al picadero originario. Niebla podría entenderse como una continuidad que suma lecturas, heridas, miedos, luchas e imposibilidades. No hay novedad. Sólo pasado, memoria y presente.”
Pero qué liberador resulta poner el propio cuerpo espectador como filtro de lo que se sabe por colectivo. No es ninguna risa que te quiebren la mano y te enyesen con los dos dedos en V, pero logra catarsis en estos tiempos de marcha de la bronca.