Charles Manson cortando el césped de los Jardines de Pedralbes

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Por Laureano Debat

El mismo día que en Internet circulaba una nueva noticia falsa sobre la confirmación de la libertad condicional de Charles Manson, buena parte de la casta catalana colmaba los Jardines de Pedralbes para ver el concierto de Zubin Mehta y la Orquesta del Maggio Musicale Florentino. Y yo formaba parte del séquito.

La situación cuadraba. Barcelona podría permitírsela. Charles Manson invitado a la ciudad por una ONG humanista para rehacer su vida, contratado como jardinero en el barrio rico de la ciudad. Charles Manson cortando el césped, desvariando minuto a minuto viendo pasar un desfile de señoras perfumadas con vestidos largos y caballeros con sacos al hombro. Un jardinero redimido luchando contra sus fantasías homicidas.

Hasta que llega una guapa promotora de Capríssimo y ella, tan condescendiente con el personal de mantenimiento, le regala una sonrisa con pote de helado de yogur griego. Y el mítico serial-killer que se llena la barba de crema, ese postre que enfría sus instintos animales. Ahora cree que puede rehacer su vida aquí. Decide que la gente rica no es tan mala como pensaba y que ya no pintará más “pigs” en las paredes con la sangre de nadie y que el olor del césped recién cortado es lo mejor que le ha pasado desde que salió de la cárcel y que quiere seguir así hasta el final de los tiempos, cortando el césped y sintiendo el olor satisfecho del trabajo recién acabado en los Jardines de Pedralbes.

En todo eso estoy pensando a los 10 minutos de haber entrado. En que me gustaría ver Manson deambulando por aquí, tratando de sacar partido de su pasado homicida para ver si puede cogerse a alguna MILF que tenga ganas de probar el sabor del mítico psicópata adorado por miles de outsiders norteamericanos.

Ya lo venía pensando mientras cruzaba la frontera en la Plaza Francesc Macià, esa rotonda transitada que no puede pisarse y donde acaban todas las posibilidades de la clase media para dar inicio al tranvía, a la expansión de la Diagonal, a los palacios, a los shoppings caros, a los a hoteles 5 estrellas, a las torres inteligentes, a los edificios con piscina, a los jardines coquetos.

Los Jardines de Pedralbes son una donación que hicieron los Güell (los del Parque, los mejores mecenas de Gaudí) a la Monarquía Española, en agradecimiento por haber recibido algunos títulos nobiliarios. Les hicieron algo así como un Pack Conde-Visconde-Barón para muchos herederos varones de la familia.

Estuvieron en manos de los republicanos y, tras ganar la Guerra Civil, Franco los tomó para inaugurar ahí dentro su residencia oficial en Barcelona (entre 1939 y 1977 sólo la utilizó unas 14 veces). En dos oportunidades, el Generalísimo hizo de anfitrión de visitas ilustres: Eva Perón en 1947 y Richard Nixon en 1963. Hoy pertenecen a la Generalitat de Catalunya, pero es muy posible que lo cedan para convertirlo en la sede de la Unión para el Mediterráneo, algo así como una Unión Europea ampliada en tolerancia que incluirá a la Liga Árabe y a Israel.

Aunque a nuestro amigo Manson todos estos datos no creo que le importen en absoluto. Si estuviese aquí ahora mismo,  lo que más le preocuparía sería ponerse a prueba. Obligarse a un reto de superación personal: resistir la tentación de acribillar a todo ese cardumen tan tentador que deambula por los senderos que se bifurcan. Y también, ya que está, ver el concierto de Zubin Mehta, que es un grande entre los grandes y que nuestro asesino seguro conoce muy bien, dada su antigua devoción por la composición de canciones, la grabación de algunos discos y la melomanía de coleccionista.

Hay un cuarteto de cuerdas montado sobre una glorieta. La gente pasea, observa, se detiene y se ríe con sus copas de cava Juvé & Camps. Algunos comen con voracidad  bocadillos de queso, nuez y manzana verde en panes de centeno. Los acomodadores visten camisa blanca, pantalones negros y tirantes rojos. Hay sillones y sillas y mesas sobre el césped, todo enfundado en telas blancas. Hay trajes y vestidos largos, gafas oscuras, cigarros pequeños de hoja, olor a hierba húmeda y frescor del cambio de aire que prescribe la noche. El clima es de agasajo palaciego. Los ánimos son de recreo imperial. Hasta los mosquitos tigre nos chupan la sangre con paciencia y desenfado.

Estamos rodeados por palmeras, cipreses, pinos, bambúes, eucaliptos, cedros y tilos. Los Jardines de Pedralbes son una orgía de la flora, una versatilidad que contrasta con lo homogéneo y previsible de las vestimentas. Entre la hierba se esconde una joyita de Gaudí, la Fuente de Hércules, que recupera una de las leyendas sobre la fundación de Barcelona que dice que el titán guío a los argonautas a las costas barcelonesas y los ayudó a construir los cimientos de la nueva ciudad.

Descartadas todas las posibilidades de ver a Charles Manson en la previa, me meto con la manada en uno de los caminos que conducen al escenario principal, montado a los pies del palacio, bajo las columnas toscanas y los arcos de medio punto. Las luces proyectadas sobre la fachada convierten la pintura amarilla en anaranjada, que luego se tornará azul y que acabará en violeta. Los músicos empiezan a colmar el escenario, toman posición, acomodan sus partituras y se preparan para recibir al maestro.

Martín Pérez, el organizador del Festival, inicia la sesión con un discurso en catalán, orgulloso por tener a Zubin Mehta entre nosotros, luego de que haya estado en Nueva York, Paris y Londres. Barcelona también puede, cómo no. La cuarta ciudad europea más visitada por el turismo no quiere quedarse afuera de nada, lo quiere tener todo. Por eso, tal vez, la primera pieza con la que Zubin Mehta comienza su concierto es la Obertura de la ópera La Fuerza del Destino de Verdi, escrita por el compositor italiano durante su estancia en San Petersburgo y estrenada en 1862, momento en el que la ciudad de los zares quería ser la Venecia del Este Europeo y abría canales, construía palacetes barrocos e invitaba ser parte de semejante aventura a los arquitectos, escultores y músicos italianos de moda.

Le siguen dos sinfonías de Beethoven. La guerrera Sinfonía Número 7 en La Mayor, Opus 92, estrenada en Viena en 1813 en homenaje a los soldados caídos de la batalla de Hanau (una de las tantas derrotas que empezaron a derrumbar a Napoleón). Y la épica Número 6 en Fa Mayor, Pastoralopus 68 dedicada a la vida campestre, con los instrumentos emulando sonidos del viento y del agua y de los trabajos rurales.

Zubin Mehta es la gran celebrity de la música clásica. Porque en este ambiente también existe el canon y este director extrovertido y exuberante se lleva el primer puesto desde hace muchos años. La mayoría de los expertos coinciden en que el indio, nacido en Bombay en 1936, es el mejor. Ha dirigido a todas las orquestas más importantes del mundo, en todos los continentes. Y no ha escatimado en colaboraciones: su escala va desde los teatros más clásicos del mundo hasta su trabajo en óperas con La Fura dels Baus.

Pero esta noche está serio, muy solemne. En cada entrada saluda con desdén al público, abre grande los ojos y pone rígida su expresión, como con desprecio. Apenas sonríe. Cuesta reconocer al carismático y simpático indio. Entonces, se me ocurre que, tal vez, el querido Manson haya aprovechado su media hora de descanso para ir al baño de hombres (montado especialmente para este concierto sobre un complejo sistema de espejos, luces de colores, secadores de manos y floreros) y se haya afeitado por completo su barba mesiánica y haya tomado el papel del director para vaya a saber qué plan maligno.

Entonces, imagino un final perfecto. Efectivamente, el director es Charles Manson disfrazado, pero no ha matado a Zubin Mehta sino que se ha confabulado con él para prepararnos una sorpresa especial a todos los asistentes. Mientras Manson dirige la batuta, Mehta aparece desde el cielo montado una grúa con un grupo de acróbatas semidesnudos que tiran pintura que parece sangre y que nos lanzan vísceras de goma. Lo que era música clásica de pronto se convierte en tecno post-industrial. El barroco se llena de óxido y la performance “La Familia 3.0” recupera el mito de la secta de Charles Manson el día que se inaugura el Festival más caro y distinguido de Barcelona.

La gente huye despavorida, como puede. Las mujeres se quitan los tacones y corren descalzas. Los maridos intentan hacerse los héroes pero el baño visceral de cotillón los tapa y tienen que escapar. Como cierre, la proclama que concluye la intervención furera: la lectura de un fragmento de El jardín de los senderos que se bifurcan, el cuento de Borges en el que un astrólogo chino se propone el doble trabajo de construir el laberinto más complejo del mundo y de escribir una novela interminable que se titula como el cuento. Al final del relato, se descubre que todo se trataba de una misma tarea: el laberinto es el libro, el jardín es la imagen inconclusa del universo.

Pero nada de eso sucede. Me tengo que conformar con unas flores para el director, que sí era el mismísimo Zubin Mehta, y muchos aplausos debajo del escenario. Un final tan igual a tantos.  Y un obsequio de Capríssimo para refrescar el largo camino de regreso a casa: un pote de helado de durazno que devoro con una cuchara de plástico mientras vuelvo sobre mis pasos por la diagonal de la ciudad que se bifurca.

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