Cataluña

Por Telma Luzzani

La escalada entre el gobierno catalán –integrado por una alianza independentista que entendió su triunfo en las elecciones como un mandato popular para llamar a un referendum– y el poder central ejercido por el derechista Partido Popular ha puesto al desnudo el resquebrajamiento de la componenda política conocida como Pacto de la Moncloa. El diseño con el que la España posfranquista buscó adaptar cuatro décadas de dictadura a un modelo monárquico-parlamentario democrático, echando un manto de olvido sobre crímenes, desapariciones y todas las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la Guerra Civil, está haciendo agua. Y es Cataluña la grieta con la que se ha iniciado ese terremoto.

La Constitución de 1978 es un ejemplo de este desfasaje que expresa hoy la crisis catalana. Y es que, como bien explica el politólogo catalán Vicenc Navarro, cuando se acuerda la transición posfranquista “la derecha controlaba el aparato del Estado y la mayoría de los medios de comunicación, mientras que la izquierda (que lideraban las fuerzas democráticas) tenía muy poca fuerza pues acababan de salir de la prisión y/o de la clandestinidad, y/o del exilio”. Esto permite entender los discursos monárquicos y las acciones dictatoriales que se vieron en las últimas semanas procedentes de Madrid.

La ideología que aún sigue viva en muchos estamentos de la sociedad española tiene varios puntos en común con la del franquismo, “tal como su nacionalismo extremo uninacional, de raíces imperialistas, de carácter religioso-militar, con gran componente cultural, étnico y racial”. Navarro agrega además un dato fundamental: la derecha española es equivalente a la ultraderecha en Europa. “Esta es la causa de que no haya un gran movimiento o partido de ultraderecha en España, pues tal movimiento está dentro del PP, representado por un gran número de sus dirigentes”, asegura.

Esto permite entender la intransigencia del poder central, comandado por el Partido Popular en la figura de Mariano Rajoy, pero sostenido por el espectro completo del establishment desde los partidos aliados, como el Partido Obrero Socialista Español (PSOE) y Ciudadanos, hasta el rey, las fuerzas armadas, la banca, el empresariado, los medios de comunicación y el Poder Judicial.

Por otra parte, aunque es indiscutible el derecho de los catalanes a decidir su futuro en un referendum, llama la atención cómo ha manejado la situación la coalición soberanista de la Generalitat de Cataluña –formada por un sector neoliberal y otro anticapitalista, unidos sólo y únicamente por su vocación de independencia–.

La Generalitat tuvo dos desaciertos irremontables. Primero, creer que la llamada “comunidad internacional” es sensible a la democracia y que, como Don Quijote, saldría sin vacilar a defender los derechos catalanes de expresarse en las urnas. Después de la represión ordenada por Rajoy el día del referendum, domingo 1º de octubre, los soberanistas esperaron, en vano, que la Europa civilizada se horrorizara ante la violencia y animara al gobierno derechista del PP a una salida dialogada. La idea de que Angela Merkel, Emanuel Macron y Donald Trump apoyarían la independencia de una región rica de España es tan descabellada que cuesta imaginar qué elementos de la realidad fueron tomados por arribar a esa conclusión.

La otra lectura política desatinada fue la de no calcular las consecuencias de las permanentes amenazas de Rajoy –subrayadas por Felipe VI– de que estaba dispuesto a todo, incluyendo lo que las voces independentistas llamaron “golpe de Estado”. El resultado es que los catalanes perdieron derechos, tienen sus medios de comunicación, sus instituciones y su economía intervenidos y serán gobernados hasta el 21 de diciembre por el Partido Popular, partido que en las elecciones generales obtuvo apenas el 8% de los votos en Cataluña. Aunque el presidente catalán, Carles Puigdemont, no se da por destituido, el gobierno central ha convocado a elecciones autonómicas para el jueves 21 de diciembre, cuando se cumple el plazo que dicta la ley.

La crisis que hasta el momento ha sido de enorme pérdida para los catalanes ha dado un enorme rédito a Rajoy y al Partido Popular. Y no sólo porque la mano dura ha fortalecido su imagen de estadista –se debe recordar que casi todo el año 2016 estuvieron sin poder formar gobierno dada la escasa cantidad de votos que habían obtenido en las elecciones–, sino porque, además, el tema Cataluña le ha servido para ocultar el mayor escándalo de corrupción que recuerde la historia española que involucra a la derecha española.

Rajoy es el primer presidente del país que ha tenido que presentarse ante los tribunales para responder si había recibido coimas o sobresueldos en el marco de lo que se conoce como el caso Gürtel. La idas y venidas independentistas han tapado a la perfección lo que en estos días arrojan diez años de investigaciones sobre malversaciones, sobornos y sobreprecios en las obras públicas que enchastran al PP y sus dirigentes.

Según la fiscal Concepción Sabadell, “hay sobrada prueba de que el PP se benefició de la actividad delictiva” como la famosa “caja B” o contabilidad en negro, alimentada con los sobres de banqueros y empresarios, dinero que se redistribuía en las campañas electorales y “sueldos” de dirigentes. En la lista figura Mariano Rajoy y un viejo conocido de Argentina, Rodrigo Rato, exdirector del FMI, exministro de gobierno, además de expresidente de Bankia, banco por el que tiene un proceso por estafa. El pasado lunes 23 de octubre, mientras en la ceremonia de entrega de los Premio Princesa de Asturias el rey Felipe VI retaba a Cataluña, sin nombrarla, la Fiscalía Anticorrupción exponía ante el tribunal de la Audiencia Nacional que la mencionada red corrupta era «una actividad duradera para delinquir».

En los días que vienen será también Cataluña el tema que permita a los medios de comunicación ningunear los informes finales sobre el caso Gürtel. El 10 de noviembre, cuando está prevista la sentencia para los reos, la corrupción competirá en los titulares con la campaña para las elecciones autonómicas. La pregunta es hasta cuándo el orden borbónico de derecha podrá evitar revisar un modelo que ya no responde a la España actual.


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