América Latina 2017: el retorno del ciclo represivo

Por Carlos Ciappina

En la historia latinoamericana contemporánea podemos distinguir diversos “ciclos” según el eje analítico que deseemos hacer: los ciclos económicos que oscilan entre las políticas económicas aperturistas, de endeudamiento externo y posicionamiento liberal, o las políticas neokeynesianas que intentan desarrollar la producción nacional, regular el mercado interno-externo y favorecer la integración regional latinoamericana productivista.

Otros ciclos están vinculados a la política: ciclos democráticos y ciclos dictatoriales. La dicotomía democracia/dictadura fue constitutiva de buena parte del siglo XX en América Latina: los procesos nacionalpopulares, movilizadores socialmente de las décadas de 1940-1960, fueron seguidos de un ciclo de veinte años de dictaduras cívico-militares que culminaron con las dictaduras genocidas al estilo de Stroessner en Paraguay, Videla, Massera y Agosti en la Argentina, Pinochet en Chile, Ríos Montt en Guatemala, Bordaberry en Uruguay, y la extensa dictadura brasileña inaugurada en 1964 hasta 1985.

En general, ambos ciclos se estructuraban del siguiente modo: los de movilización popular y democratización iban acompañados de unos de políticas neokeynesianas productivistas, industrialistas y de inclusión social.

A esos ciclos, y por presión de las élites hegemónicas latinoamericanas, aliadas al capital transnacional, les sucedía uno dictatorial militar, que se caracterizaba por una política económica aperturista, desindustrializadora, endeudadora y de exclusión social.

Así, los pares o díadas de ciclos se conformaban como procesos nacionalpopulares de democratización e industrialización seguidos de procesos profundamente represivos liderados por las Fuerzas Armadas en cada país.

Desestructurada la Unión Soviética (1992) y finalizada la lógica de la Guerra Fría que sostenía la Doctrina de la Seguridad Nacional y ese último ciclo de dictaduras que se produjo en casi toda América Latina, se despliega una nueva modalidad de economía liberal y desindustrializadora: esta vez, el proceso que se llamó de “apertura democrática” fue acompañado en casi todos los casos con un nuevo aditamento: un ciclo de políticas neoliberales que, por primera vez, se desplegaba fuera del ámbito de las dictaduras, por gobiernos que habían sido elegidos por el voto popular.

La década neoliberal de los años ochenta y noventa del siglo XX adelgazó de tal forma la vida económica y social (con los famosos planes de “ajuste” a gran escala) que no tardaron en aparecer las movilizaciones y estallidos sociales que pusieron en jaque a los propios gobiernos democráticos: tal fue el caso de Venezuela, el Caracazo (1989) y la emergencia del chavismo (1999), el estallido de 2001 en Argentina y la emergencia del kirchnerismo, la “guerra del agua” en Bolivia (2000) y el surgimiento del MAS, la crisis ecuatoriana y la llegada al poder de Correa (2007), la derrota de la derecha en Nicaragua y el retorno sandinista (2007), la crisis brasileña y el triunfo del Partido Trabahlista de Lula Da Silva (2003).

La respuesta popular latinoamericana al ajuste neoliberal en democracia (con todas las gradaciones formales que quisiéramos hacer) dio por resultado un nuevo ciclo de gobiernos con políticas neokeynesianas, intervencionista y reguladoras que permitieron una rápida recuperación económica, desendeudaron a las economías latinoamericanas y permitieron redireccionar recursos para disminuir sustancialmente los índices de indigencia y pobreza por primera vez en décadas.

Claro que las élites terratenientes, empresariales y financieras latinoamericanas resistieron este nuevo ciclo que inauguró Hugo Chávez en 1998 y se extendió hasta la derrota electoral del peronismo/kirchnerismo en Argentina (2015) junto a la ilegal destitución de Dilma Rousseff en Brasil (2016).

Pero, a diferencia de los ciclos “tradicionales” en que las élites latinoamericanas utilizaban a las Fuerzas Armadas como fuerza de choque para destituir a los gobiernos nacionalpopulares (Fuerzas Armadas que, luego de las dictaduras genocidas, quedaron desprestigiadas nacional e internacionalmente), en este nuevo ciclo las élites han elegido dar la batalla política dentro de las instituciones republicanas, pero en tres modalidades diferentes: desarrollando procesos destituyentes (no “golpes militares clásicos”) que den la idea de continuidad institucional (Brasil 2016, Paraguay 2013, Honduras 2008), ganando las elecciones (Argentina 2015, Chile 2017, Ecuador 2017) o apelando a desarrollar elecciones viciadas de fraude (Honduras 2017).

En esta batalla política que se apoyó en la generación de “climas” de terror, temor y/u odio hacia los gobiernos populares legítimamente electos, seguidos de movilizaciones destituyentes y/o “golpes blandos”, se ha desplegado una nueva articulación de derechas: el poder mediático oligopólico (prácticamente desregulado en toda América Latina) y el Poder Judicial (tradicionalmente el poder más elitista y menos sujetos a cambios de corto o mediano plazo) se combinan con los partidos de derecha para socavar a los gobiernos nacionalpopulares y sostener a los nuevos gobiernos conservadores.

Asistimos así al retorno a la conducción del Estado de las mismas representaciones sociales e institucionales que convocaron a las dictaduras militares de los 1970 y 1980 del siglo XX, pero de la mano de procesos legales o semilegales. El proyecto económico es el tradicional de las élites latinoamericanas: apertura, endeudamiento y ganancias rápidas por medio de las exportaciones de materias primas y la financierización de la economía nacional. El proyecto social es también el conocido: reconstruir la pirámide social de base ancha, incremento de la indigencia y la pobreza, pauperización de los sectores medios y fortalecimiento de las élites terratenientes, empresariales monopólicas y financieras.

Pero dada la naturaleza predatoria de las derechas latinoamericanas y su proyecto económico-social, este nuevo ciclo de reinstalación neoliberal (aun en los marcos de apariencia republicana y democrática formal) encierra un riesgo cada vez más evidente: la reconstrucción de los sistemas represivos y la aplicación de la represión masiva con el fin de frenar la movilización social y política nacida y extendida durante los últimos gobiernos nacionalpopulares que resiste y lucha por no ver desaparecidas sus conquistas sociales y económicas.

Señalemos algunos casos recientes para entender de qué “riesgos” estamos hablando.

En la Argentina, la derecha logró articular una alianza electoral que desalojó del gobierno el ciclo de tres períodos kirchneristas (el mayor lapso de un gobierno nacionalpopular en la historia del país). El gobierno de la alianza PRO-Cambiemos -legítimo en su origen- ha desplegado una actividad represiva que tomó por sorpresa a la sociedad luego de más de una década de movilizaciones callejeras (a derecha e izquierda) y de los trabajadores. La figura de la prisión preventiva está siendo utilizada como instrumento de persecución política (generando inclusive la condena de organismos internacionales de derechos humanos); las movilizaciones y protestas de los pueblos originarios fueron ferozmente reprimidas: una desaparición forzada (caso Maldonado) y un asesinato por la espalda (caso Nahuel) en manos de las fuerzas federales; en la propia capital de la nación, manifestaciones tradicionales en plena Plaza de Mayo han sido brutalmente reprimidas con decenas de heridos, detenidos en marchas de protesta por los recortes jubilatorios y de salarios docentes. La inversión en equipamiento represivo callejero para las fuerzas de seguridad ha subido un 500% y las bien pertrechadas y súper sofisticadas fuerzas de gendarmería (armadas al estilo de las fuerzas antichoque israelíes y norteamericanas) contrastan con marchas civiles absolutamente pacíficas con la participación de familias, niños/as y ancianos/as. Se ha vuelto práctica común el cacheo en plena calle o en el transporte público y la irrupción de fuerzas de seguridad en ámbitos educativos como escuelas y Universidades.

En Brasil, el gobierno de Michel Temer carece de la legitimidad de origen de la derecha argentina, pero quizás por eso la política represiva ha sido terriblemente ampliada: en mayo de este año, en medio de una ola de protestas contra su gobierno (entre otras cosas, por la reforma laboral y jubilatoria que redujo derechos de décadas de los trabajadores brasileños), el presidente solicitó al Ejército que se encargue de la represión, algo que está expresamente vedado por la Constitución Brasileña. En el caso de las favelas de Rio de Janeiro, el presidente golpista autorizó en septiembre de este año la utilización de las fuerzas militares para combatir delitos comunes. La violencia en las zonas rurales –a manos de las fuerzas policiales estaduales junto a los terratenientes– ha recrudecido: según la Comisión Pastoral de la Tierra, la cifra de asesinatos del año 2016 fue de sesenta, y más de cuarenta en los primeros seis meses de 2017.

En el caso de México, las fuerzas militares participan de lo que se denominó “guerra al narcotráfico” desde el año 2006; pero el presidente Peña Nieto ha presentado un proyecto de ley (aprobado por ambas Cámaras recientemente) en donde se autoriza al Ejército a desplegarse en todo el ámbito del país en los casos “en que se amenace la Seguridad Interna”, y lo autoriza a realizar tareas de inteligencia interna y a utilizar “cualquier método de extracción de información dentro del marco legal”.

En Honduras, las consecuencias de la interrupción democrática del gobierno de Manuel Zelaya –que había intentado un acercamiento con los gobiernos nacionalpopulares de América del Sur– en una alianza entre la Corte Suprema de Justicia y los partidos de derecha, se prolongaron hasta las recientes elecciones, en donde el candidato de derecha (Juan Orlando) llevó adelante un fraude tan escandaloso que hasta la propia OEA declaró que debía realizarse nuevamente el escrutinio. Las protestas callejeras fueron brutalmente reprimidas y el fraude va camino a consolidarse con el reconocimiento del gobierno “electo” por parte de los Estados Unidos.

En Paraguay, el golpe institucional de 2012 destituyó (en una modalidad similar a la de Brasil, pero “exprés”) al presidente legal y legítimo Fernando Lugo y dejó en el gobierno a su vicepresidente conservador Duarte Frutos. La derecha ni siquiera pudo aguantar las tibias reformas sociales de Lugo y devolvió en las elecciones de 2013 el poder al Partido Colorado, de la mano de Horacio Cartés. Cartés tiene un perfil similar al de Mauricio Macri: de una familia de empresarios con negocios legales y otros cuestionados por la Justicia, proviene del mundo del fútbol como dirigente y cree firmemente en las políticas promercado. Desde 2013 a la fecha, la represión –especialmente contra los campesinos y las colonias que buscan instalarse en tierras públicas– ha crecido considerablemente, al mismo tiempo que la presencia de terratenientes brasileños sojeros amplía su esfera de influencia y fuerza a una política rural cada vez más represiva.

En Guatemala las elecciones de 2015 le dieron la presidencia al actor cómico y empresario Jimmy Morales por una confluencia de derechas (con base en el partido fundado por los exmilitares genocidas de los años ochenta) llamada Frente de Convergencia Nacional (FCN). Durante 2017 se produjeron doce desalojos de comunidades campesinas indígenas, un total de 1.016 personas desalojadas por las fuerzas militares y las guardias privadas. El gobierno propuso una ley que califica como actos terroristas las marchas y movilizaciones sociales, y también un decreto-ley para amnistiar los crímenes de guerra de las Fuerzas Armadas guatemaltecas; los golpes, maltratos y hasta asesinatos de líderes campesinos y sociales han recrudecido en el país que es el primero en seguir la política norteamericana en Medio Oriente.

Un “clima de época” represivo ha retornado a América Latina. En ninguno de los casos señalados (seis países) gobiernan fuerzas militares, y en todos ellos (con sus más y sus menos) funcionan las instituciones republicanas (es decir, en las formas hay elecciones, un Congreso y funcionarios civiles).

¿Dónde encontrar la razón común por la que todos estos gobiernos profundicen sus organizaciones, leyes y acciones represivas? En todos los casos, son gobiernos de derecha que impulsan el despliegue del modelo neoliberal. Allí está la raíz del nuevo ciclo represivo: las políticas neoliberales son incompatibles con la pervivencia de una democracia con inclusión política creciente y políticas públicas progresivas: necesitados de profundizar la apropiación del excedente económico para los terratenientes, los grandes industriales locales y transnacionales y las demandas de los grupos financieros locales y transnacionales, inevitablemente los gobiernos de derecha deben afectar los intereses y logros de los trabajadores industriales, de los campesinos y sus comunidades, de los pueblos originarios y sus tierras, de los trabajadores estatales y de los servicios educativos, sanitarios y sociales que el Estado brinda o puede brindar.

Llevar adelante ese programa “en democracia” implica tener que lidiar con una movilización y una protesta social crecientes. Allí, en la respuesta a la movilización social creciente, radica el corazón de este nuevo ciclo represivo. También es necesario decir de cara a 2018 que es en América Latina en donde aún hoy se resiste profundamente al neoliberalismo.

La historia nunca está cerrada y es de imaginar que las experiencias populares de los primeros años del siglo XXI hayan dejado su siembra para pasar de un ciclo de derecha represiva a la reconstrucción de democracias populares e inclusivas.


 

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