En Contexto lamentamos la partida física de Eduardo Galeano, quien murió esta mañana en Montevideo, a los 74 años. Su aporte a la cultura popular de Latinoamérica vivirá a través de la vasta obra que logró darle palabra a las vivencias, sentimientos y percepciones de los pueblos. Su marca única como escritor, periodista comprometido e incansable luchador por los derechos humanos es el legado que nos deja a todos y todas para la posteridad.
Siempre estará con nosotros, con su Latinoamérica. Y, para que su voz nos siga arrullando, compartimos el discurso que pronunció el miércoles 22 de octubre de 2008 al recibir el Premio Rodolfo Walsh en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata:
Quiero recordar algo que me contó el Sultán de Persia. Me lo contó hace mil años, pero era una historia tan buena que nunca la olvidé. El Sultán me contó que él no conocía las berenjenas, nunca había probado una. Entonces alguien trajo esa novedad, y se hizo servir las berenjenas con hierbas. Al Sultán le encantaron las berenjenas, y exclamó “qué rico, qué rico”. En seguida, el poeta de la corte exaltó las virtudes de la berenjenas, que tanto bien hacen a la boca y que en el lecho operan prodigios, porque las proezas del amor –decía el poeta– la berenjena es mejor que el polvo de diente, de tigre o el cuerno del rinoceronte. El Sultán siguió comiendo bocados, dos, tres; y al cuarto ya no tenía la misma opinión. Dijo: “Qué porquería”. De inmediato, el poeta de la corte maldijo la berenjena. Dijo que, en efecto, la berenjena castigaba al estómago, llenaba la cabeza de malos pensamientos y empujaba a los hombres virtuosos a los abismos del delirio, la locura y la perdición. Entonces, se acercó un personaje de esos de mala leche y le susurró por lo bajo: “Oíme poeta, pero hace unos minutos llevaste la berenjena al paraíso y ahora la arrojás al infierno”. El poeta entonces dijo: “Es que yo soy cortesano del Sultán, y no de la berenjena”.
Estos premios, que nos reúnen con todos ustedes, son premios que llevan el mejor de los nombres posibles, porque llevan el nombre de un poeta que no fue cortesano de ningún sultán.
Porque además, creo, Walsh nos enseñó, no sólo que es posible desempeñar el oficio de escribir sin venderse ni alquilarse, sino que además nos enseñó otras dos cosas por lo menos que valen la pena recordar.
En primer lugar, nos enseñó a valorar el oficio periodístico. Es decir, el periodismo tradicionalmente despreciado por los literatos o por los teóricos de la literatura, ignorando que en América Latina muchos de los mejores escritores que hemos tenido han sido periodistas, como el propio Walsh, como Martí, como Quijano y muchos otros. La producción de libros siempre ha estado como en lo más alto del altar; en cambio el periodismo siempre estuvo maltratado, arrojado a los suburbios, habitando los bajos fondos de la literatura. En realidad, la literatura comprende el conjunto de todos los mensajes escritos que una sociedad emite, tengan la forma que tengan. A veces ocurre que cuando tienen forma periodística, brillan con más fulgor que cuando ocupan páginas y más páginas de los libros.
“Naides es más que naide”, como decían los gauchos de mi país. Y nadie tiene por qué sentirse besado por las hadas en su cuna por el hecho de practicar la literatura y no el periodismo, por la sencilla razón de que el periodismo escrito también es literatura. Tan digna de respeto como cualquier otra forma de expresión literaria que en el mundo haya sido horizonte.
Y Rodolfo lo enseñó porque lo practicó. Él practicó el periodismo escrito al más alto nivel, con el mismo cuidado que le ponía, línea tras línea, palabra tras palabra, en la elaboración de sus cuentos y relatos, muchos de los cuales se han incorporado a lo mejor de la literatura argentina y latinoamericana.
La segunda cosa que quisiera subrayar en la obra de Rodolfo, es ese íntimo respeto por la palabra. Él escribió palabras solidarias como un compromiso pero también como un desafío. Porque escribiendo por y para los humillados del mundo, él sintió que tenía que escribir mejor que nadie. Que en cada página se iba a jugar entero para probar que esa aventura valía la pena. Esa aventura de escribir fuera de las normas de la convivencia y el éxito aconsejan y, a veces, mandan.
Rodolfo logró escribir muy bellamente porque tuvo desde el principio y siempre clara conciencia de que la voluntad de belleza y la voluntad de justicia son hermanas siamesas. Que nacieron para vivir pegadas, espalda contra espalda. Muy mal hacen quienes cometen el crimen de despegarlas, de cortarlas en dos. Entonces, con una sonrisa prolongada dicen “bueno, este texto no está mal, en fin, pero está bien intencionado”, que es un elogio medio dudoso, parecido a la humillación. Que a veces tiene que ver con actos de irresponsabilidad, de quienes practican una literatura que en la intención se dirige a todos, pero que en realidad se dirige solamente a los convencidos. Y se parece, por lo tanto, más a la masturbación que al amor. Yo no tengo nada contra la masturbación pero, como decía un amigo mío hace años: hacer el amor es mejor porque uno conoce gente.
Lo mismo pasa en este oficio que compartimos todos los que estamos acá, el oficio de escribir. Que es doblemente hermoso, como exigencia, cuando quiere anunciar y denunciar. Cuando dice palabras que nacen de una impostergable necesidad de decir. No escribir por escribir, sino escribir palabras nacidas de la necesidad de decir. Palabras que quieren ser mejores que el silencio.
Y por eso, qué alegría. Recibir un premio que lleva el nombre de mi maestro Rodolfo Walsh. Averiguador de la vida y perseguidor de la esperanza, como quien dice perseguidor de la lluvia, en estos tiempos de sequía universal.
Gracias.