9 de octubre: el Che, un habitante de los absolutos

Por Carlos Ciappina

Hace 51 años, el 8 de octubre de 1967, un cuerpo especial del ejército boliviano, entrenado y apoyado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana, capturaba al Che Guevara en el combate de la quebrada del Yuro.

¿Qué más podría decirse sobre el Che? ¿Qué nuevos recorridos de su vida podrían volverse a recorrer? Propongo aquí repensarlo desde el hoy. En el contexto de su muerte, desde el hoy. 

El Che habitaba –hace apenas medio siglo– el mundo de los absolutos: un mundo donde frente a la opulencia, el despilfarro y la insensibilidad capitalista se proponía un futuro socialista en el sentido profundo del término: un mundo donde los seres humanos estuvieran liberados –finalmente– de las ataduras más perversas que genera la sociedad del capital: el egoísmo individual, el afán de acumulación por la acumulación misma, el goce en el ejercicio despiadado del poder.

El Che habitaba el mundo que buscaba la igualdad –no la equidad, la inclusión o la reducción de la pobreza, fines que hoy ocupan aquel lugar de la igualdad–. La igualdad de todos y todas en el reparto del poder, de los recursos, de la cultura, en fin, de la vida. En el mundo del Che, el objetivo no era reducir la pobreza sino erradicarla; el objetivo no era reducir la desigualdad sino extirparla como una rémora del pasado de la infancia de la humanidad. 

En el mundo del Che no existía lo políticamente correcto y, menos aún, el doble estándar: para el Che toda explotación del hombre por el hombre era condenable y así lo hizo cuando posó su mirada sobre el capitalismo –con el que fue despiadado y tajante–, pero también con el socialismo “realmente existente” cuando reproducía las formas del poder de manera similar al orden capitalista –sobre todo el imperialismo–.

En el mundo del Che se respiraba la Revolución –así, con mayúsculas–, porque todo debía y podía ser cambiado de raíz. Nada que atara a la sociedad al viejo y perimido sistema de la renta y propiedad individual y la explotación entre seres humanos debía quedar en pié. 

En el mundo del Che, el hombre nuevo –y la mujer, no había lenguaje inclusivo en ese mundo– se liberaría finalmente de la mochila que las fuerzas de un capital desbocado habían colocado sobre sus espaldas. No era sólo cuestión de terminar con el capitalismo, era cuestión de terminar con todas las opresiones que le habían dado posibilidad y forma: y para eso era necesario –¿deconstruir, diríamos hoy?– un enorme esfuerzo individual y colectivo. Cambiar las motivaciones a la acción de cada uno/a de nosotros/as del interés individual a las necesidades colectivas, de la cultura del consumo al disfrute de los bienes sin privilegios, del trabajo como obligación individual al trabajo como necesidad social, del poder como dominio al poder como liberación, del arte como negocio al arte como realización individual-colectiva, de los países imperialistas a la comunidad de naciones.

El mundo del Che era también el mundo de la violencia. La violencia permanente y cotidiana del capital: la violencia que obligaba a los/as niños/as del “Tercer Mundo” a morirse de hambre y enfermedades, la violencia del analfabetismo, de la explotación laboral, de la vejez sin certezas, la violencia cotidiana de quienes gozan de todos los bienes y oportunidades frente a un mar de desposeídos. La violencia interminable del capital. A esa violencia sistémica, enorme, permanente y mortal, el Che le oponía una violencia razonada, equilibrada y consciente de su rol liberador. Pero sobre todo una violencia limitada al tiempo que llevara construir un mundo nuevo. 

Finalmente, en el mundo del Che la realidad se revolucionaba desde el cuerpo, desde los cuerpos. El Che no mandaba a hacer la zafra, iba también él, no proponía luchar por la revolución sino que la hacía junto a los/as otros/as. 

En el mundo del Che, todo el pensar y la acción se sostenían en una convicción profunda: el sistema capitalista estaba condenado al fracaso y no había duda alguna de que sería sustituido por una sociedad igualitaria. Ese era el absoluto final del Che y por eso lo encontró la muerte en la Quebrada del Yuro. 

¿Se equivocó? ¿Debió quedarse en Cuba? ¿No debió pensar que en Bolivia no sería acompañado por los campesinos? ¿Era la violencia el camino? Esas preguntas que hoy nos hacemos son quizás las de quienes habitamos la sociedad de los relativos, la sociedad de la corrección política.  

Hay unas fotos del Che, tomadas por sus captores, que aparecieron en 1991. Son del primer momento de su captura. El Che está herido, desgreñado, maniatado y de pie. Sus captores lo miran como sin entender del todo aún a quién han capturado: uno adivina entre satisfacción y temor en esos rostros que también son jóvenes. El Che, en cambio, en ese momento en donde sabe que su vida será terminada, mira fijo a la cámara. No hay más lugar que para una mirada totalmente seria y desafiante, una mirada despreocupada del destino individual, una mirada convencida: la mirada de los que habitan el mundo de los absolutos.


 

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