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Una pantalla tras otra y la batalla del movimiento

“La libertad es no tener miedo”. El Sensei, que es una mezcla de párroco y profesor de artes marciales de origen latino cuyo ringtone es la música de Rocky, es el único que no pierde la calma. El Estado imaginario o distópico de algún lugar de USA vive alterado, entre fuerzas policiales, migraciones, ejército y células revolucionarias. Encarnado por Benicio del Toro, esta suerte de Cliff Booth trascendental ofrece al descolocado y trémulo Bob  Ferguson (Leo Di Caprio) siempre una mano, un arma, un cargador para su celular viejo  o unas latas de cerveza. Aristóteles decía que una acción bien hecha es ella misma el fin. No sabemos qué piensa de la revolución ni del régimen fascista, pero ayuda a su comunidad (presumiblemente mexicanos) y organiza con templanza el éxodo cuando cae la redada.

Y rescata una vez más al ex revolucionario vestido de Gran Lebowski con bata y olor a sofá cannábico  para luego pedirle que se arroje del auto antes la persecución. “Como Tom Cruise”, suelta compinche y nos recuerda a “You  are Rick fucking Dalton, don`t you forget”.

Pero Bob no es ninguna estrella de Hollywood sino un hombre atrapado en una historia que no se sabe si eligió o le tocó. Este veterano de una revolución fallida solo está preocupado porque su hija no pague los costos de su pasado.  Quince años atrás (o dieciséis, que es lo que tienela adolescente) trataba de cambiar el mundo en la organización French 75…o solo seguía  a imponente Perfidia (Teyana Taylor).  Siempre corriendo detrás, esta amazona implacable y magnética pareciera haberlo involucrado en una lucha que lo excede.

Pero a ella también. Y es que esta bomba (en todo sentido), siempre está a punto de explotar. Ingobernable y amazona se muestra sumamente impermeable a cualquier orden por encima de ella…incluso un orden superior. O como se llame eso que entendemos  la vida. Por eso no le importa dejar a su pequeña hija o delatar a sus propios compañeros de guerrilla para fugarse a México, siempre escudada en su ideal de autonomía, más cerca de la individualidad que de la libertad.

Y la libertad -la hermana hermosa, el grito sagrado- es uno de los temas de “Una batalla tras otra”. Desde la absurda burocracia del comando revolucionario hasta los mesiánicos objetivos del reptiliano grupo de supremacistas Christmas Adventurers Club, que desde las sombras  buscan eliminar cualquier forma de mestizaje que altere la pureza nacional  de “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”.

Y al que quiere ingresar Lockjaw, este oscuro militar de andar raro, mórbido y enamorado secretamente de la morena Perfidia, contra sus propios “principios”. Al punto de negar a su propia hija, la notable Chase Infiniti que década y media después surge involuntariamente  como una John Connor  destinada a comandar una revolución eterna y a repetir una historia que parece moverse por inercia más que avanzar. Una historia donde todos se entregan a batallas pero mueren al abandonarlas y una guerra en la que mayoría no tarda en soltar un nombre. Donde al final la idea de libertad parece ser salvarse… Poner primero a los hombres y luego el movimiento. ¿La Patria? Vaya uno a saber.

Todo lo contrario a lo que ocurre con la película en sí, donde la acción  te sienta en tu butaca desde el primer minuto y a la vez saltar de ella a cada instante. Paul Thomas Anderson lo hace otra vez.  Ya inscripto entre los grandes nombres del séptimo arte, rompe cualquier estructura previsible y al a vez construye una pieza adictiva e impactante que empuja hasta al espectador menos avispado. Con un ritmo frenético pero jamás agotador combina  cine de acción, comedia, suspense, político, blaxploitation y existencial con un dominio superior del lenguaje. Cada personaje (maravillosamente interpretado por un reparto de ensueño) es profundamente humano y cada secuencia es vívida. Plagada de escenas memorables como la fuga a contraluz de los skaters en las terrazas o la monumental y ondulante persecución de automóviles (algo tan clásico pero difícil de hacer realmente bien como un solo de heavy metal), nos recuerda la potencia de un soporte cuya existencia parece estar amenazada paradójicamente por el abuso de pantallas.

Y es en tiempos de scrolleo, infinidad de opciones (¿es acaso eso libertad?) y narrativas sintéticas de auto afirmación,  el fucking PTA propone una metáfora que funciona en tantos niveles que se vuelve poderosamente actual y a la vez indeleble. Su amplitud de interpretaciones no solo radica en los tópicos (¿habla de los EE.UU. de Trump? Sí, también) sino en su mirada al respecto. Y es que no hay una línea abierta sobre la revolución ni sobre los métodos ni sobre qué debe hacerse o no. PTA es sumamente compasivo y humano con sus personajes, inclusive cuando les toma un poco el pelo. Entiende que corremos todo el tiempo entre una batalla y otra como como animales asustados o como si Sísifo no arrastrara una piedra sino balas y bolas de un pinball. En síntesis, que hacemos lo que podemos.

Y PTA- inspirado en “Vineland” de Thomas Pinchon- hace una película. Una gran película. Libre por donde se la mire (y se la escuche, con un soundtrack brillante). Desde lo formal pero también desde lo discursivo, difícilmente reductible a un concepto concreto. Este mismo texto es imprudente ante una obra que requiere procesarse e invita gustosamente a repetir la experiencia un par de veces más.

Por eso sobre el final hay una carta de la madre ausente a su hija  que pareciera no corresponder adrede  a la película y que intencionalmente nos ofreciera una síntesis abiertamente genérica o sintética. Como si las palabras no alcanzaran ni para definir el cine, ni la revolución ni el amor. Solo las acciones, como el Sensei. Como Tom Cruise.

La acción es movimiento y el cine es libertad en movimiento.  Lo otro es apenas scrolleo, una pantalla tras otra sin llegar a ningún lado.  Paul Thomas Anderson , en cambio, nos lleva al cine en estado puro. Todo un acto revolucionario. O aún más grande: un acto de amor.

Cinta abierta | Chabona

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