Por Carlos Vallina
El día 14 de septiembre del presente año, la senadora electa Cristina Fernández de Kirchner sorprendió a propios y extraños visitando los estudios del canal de la agencia informativa Infobae. Participó de sesiones fotográficas donde posó junto a los redactores, periodistas, editores, camarógrafos, en suma, trabajadores que se reunieron alrededor de ella con evidente simpatía, como preámbulo a la entrevista que desarrolló durante aproximadamente dos horas el conductor Luis Novaresio. Así, inició unas semanas en que continuó su campaña a través de diálogos con periodistas, conductores televisivos y radiales pertenecientes al amplio espectro de los medios concentrados.
En más de un sentido, el movimiento de la actual senadora por Unidad Ciudadana y presidenta de la nación por el periodo 2007-2014 parece haber instalado una escena profundamente polémica, incluso dentro de las propias fuerzas políticas que la acompañan, respecto del papel de los medios de comunicación masivos caracterizados luego de las elecciones de 2015 como los causantes principales de la derrota política.
Hoy, a pocos días del acto democrático de la elección del 22 de octubre, cabe preguntarse si no debemos, tal como indica la escena antes descripta, poner en tensión las perspectivas sobre los medios (en particular los audiovisuales, ya que incluso las entrevistas radiales fueron difundidas con imagen a partir de las redes sociales), y volver a entenderlos como enemigos en sus producciones ideológico-temáticas, pero no en sus especificidades tecnológicas y culturales que indican que la televisión aún hoy sigue siendo un medio masivo que articula a mayorías a través de su pantalla.
¿Cómo problematizar en el siglo XXI el criterio científico de las visiones funcionalistas de etapas culturales anteriores que demostraron su estrechez, mecanicismo y determinismo con una desconfianza casi ontológica en la conciencia social? ¿Cómo volver a confiar en el pueblo y en la imagen como lenguaje de la época más contemporánea?
En su conocido artículo “La obra de arte en la época de su reproductividad técnica”, Walter Benjamin dice: “Con las innovaciones en los mecanismos de transmisión, que permiten que el orador sea escuchado durante su discurso por un número ilimitado de auditores y que poco después sea visto por un número también ilimitado de espectadores, se convierte en primordial la presentación del hombre político ante esos aparatos”. Y continúa: “La función social del arte (y de la comunicación, decimos nosotros) en su conjunto se ha trastornado. En lugar de su fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a saber: en la política”.
En sentido contrario, un politólogo liberal como Giovanni Sartori, en su conocido Homo videns, cuyo subtítulo es “La sociedad teledirigida”, indica su visión negativa: “La cultura audiovisual es “inculta” y, por tanto, “no es cultura”. Sartori sostiene que “la fuerza arrolladora de la imagen rompe el sistema de reequilibrios y retroacciones múltiples que habían instituido progresivamente, durante casi dos siglos, los estados de opinión difusos, y que, desde el siglo XVIII en adelante, fueron denominados Opinión pública”.
El concepto de cultura antes mencionado parece ser la negación de la cultura de masas tal como la comprende Benjamin en la época de la “reproductibilidad técnica”.
Los sistemas comunicacionales actuales implican, en algún sentido, la digitalización de la vida bajo las formas reproducibles de celulares en manos de los sectores más populares, que con vocación impetuosa exhiben imágenes, conexiones y mensajes que debemos estudiar; entendiendo este régimen productivo y sus formas comunicacionales no como autoritarios, sino más bien como transformables por una consecuente lucha democrática que ocupa no sólo los escaños parlamentarios, sino también las funciones expresivas del mundo audiovisual.
Sería muy necio negar que la imagen hoy es sujeto de mercado, pero no podemos dejar de considerarla como un elemento de construcción política. Y es ahí, quizás, donde las fuerzas que intentamos generar una justicia social en la contemporaneidad deberíamos por lo menos permitirnos repensar la ira apocalíptica, o la creación de mundos paralelos, abandonando el terreno práctico de la lucha por la recuperación de los fundamentos saqueados de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
La decisión de Cristina Fernández de Kirchner de participar en un medio en principio hostil a sus concepciones pone en cuestión las visiones mencionadas. Abre una consideración que en el marco histórico revelaría que los dominios de la propiedad de los medios de producción, de la banca y de la mayor parte de la tierra siempre han tenido una influencia relativa en las construcciones políticas. El ejemplo más claro es el triunfo de Perón en 1945, que desmiente una escasa visión crítica entre los sectores populares, o mejor aún, el pueblo argentino negando en los hechos los discursos de los medios propiedad de las castas dominantes.
Sin duda la definición más compleja de nuestra historia es aquello que denominamos pueblo, pero podríamos acordar por unos instantes en definirlo como ese colectivo interesado en las banderas básicas de la soberanía, la justicia social y la independencia nacional cuyos años de resistencia son mayores que los de sujetos de derechos en nuestra historia joven aún de la democracia. Estamos en una nueva circunstancia de esa resistencia, en la que el crecimiento teórico de la etapa va de la mano de la intervención crítica y, sobre todo, de la organización de la cultura desde una praxis en la que lo intelectual ni se conforme ni se desespere.
Es ahí donde la expresidenta fue imagen en los medios hegemónicos, fue palabra, fue gesto, ícono reproducible en una circulación inédita, que indicó un nuevo tipo de diálogo, que desplaza el prejuicio contra la imagen apropiada por el dominio y las concepciones más conservadoras en relación con la conciencia posible de los pueblos.
Tenemos hoy el desafío de estudiar más que nunca todo aquello que nos rodea con su fuerza arrolladora de los monopolios y los intereses concentrados, pero sin perder nunca la fe popular, un sentimiento maravilloso que sólo comprendido en su totalidad, sin prejuicio conservado y con conciencia histórica puede transformarse en política.
Es así que tenemos la responsabilidad de concebir una imagen de la cultura popular que convoque a todos en sus propias prácticas, una imagen que es parte de la historia de la humanidad por la lucha de una identidad, por un reconocimiento que nos proponga luchar por un país más justo, que conmueva con la fuerza de la organización y la igualdad. Una imagen indeleble, como la de Cristina en sus debates televisivos.