The Walking Conurban o el realismo maravilloso hecho en el Gran Buenos Aires

El Gran Buenos Aires es, en palabras de Leopoldo Marcehal, un «peligro que florece», y la gente de The Walking Conurban parece tenerlo en claro. Entre castillos de terror envueltos en yuyo y flores, ovnis estacionados en la terraza de una abuela y superhéroes tomando mate en una esquina de Quilmes, este chiste compartido entre cuatro amigos de Berazategui se convirtió en un sitio de culto para miles de fans que siguen la página de imágenes del conurbano bonaerense sacadas de La Dimensión Desconocida.

Un repaso: TWC inició casi tres años atrás como una broma dentro de un grupo de WhatsApp de muchachos de la zona de Berazategui, que luego se hizo pública y empezó a viralizarse en las redes sociales. Un buen día, la humorista Malena Pichot compartió una de sus fotos en su cuenta personal y, de la noche a la mañana, el espacio virtual pasó de 10.000 a 25.000 seguidores. De pronto, miles de personas de todo el país se preguntaban de dónde diablos salían esas fotos mezcla de ciencia ficción distópica, edificios estilo soviético a medio derrumbar, pirámides egipcias y mística arrabalera bonaerense.

En medio de unas breves vacaciones que se tomó el sitio para descansar, Diego Flores, uno de los mentores de TWC, conversó con Contexto sobre esa idea delirante que ahora goza de 120.000 seguidores en Instagram, los límites del humor y los prejuicios, y las complejidades de ese hecho maldito del país porteñocentrista que es el conurbano bonaerense.

¿Hay un culto especial sobre «el conurbano», así a secas, o con lo bonaerense, que incluso pega en cualquier parte del país? ¿De dónde viene esa fascinación?

Hay cosas que llaman la atención. Hay gente del interior y de la provincia de Buenos Aires, de ciudades como Mar del Plata, de Córdoba, Rosario, que nos mandan fotos y nos dicen «che, en Mar del Plata también hay conurbano». Hay una configuración de cosas que está asociada con el conurbano, que conjugan elementos que se representan en varios lugares. Cosas que tienen que ver con lo exótico, lo bizarro, lo llamativo, lo sorpresivo. También pasa que hay una nostalgia de gente que está en el extranjero, quien te dice «cómo extraño las tardes en la estación de Bernal».

¿Cómo se llevan con los prejuicios alrededor de eso, con ese límite entre lo bizarro, lo gracioso y lo que puede ser «ofensivo» respecto de la mirada sobre ciertas cosas?

Muchas veces nos preguntamos y repreguntamos eso. Tratamos de consultarnos entre nosotros cuando vemos alguna foto que está en ese límite. La idea no es hacer del conurbano un espectáculo grotesco.

En ciertos ámbitos de los medios es un negocio redituable vender ese espectáculo grotesco…

Pasan varias cosas. La mayor crítica que nos encontramos es por el lado de la romantización. «No romanticen», lo cual ya es casi un cliché. Los medios hegemónicos generalmente muestran al conurbano como un lugar de conflicto, de pobreza, de violencia. Uno ve los discursos televisivos y es siempre un paisaje de noche, peligroso, donde se pelean bandas. Queremos salir de eso y mostrar que, a pesar de las desigualdades, de la pobreza que existe, del delito, también hay espacios para el goce, el deseo, para resignificarlos y hacerlos propios y lúdicos. Si no, el conurbano queda encallado en ese lugar de la carencia, de gente que sufre. Es más complejo que eso.

Los usuarios en las redes suelen ser muy localistas respecto del «barrio», pelean por adivinar de dónde es cada foto. ¿Es conflictivo meterse con la «identidad» bonaerense?

Hace un tiempo charlamos sobre eso con Pedro Saborido -guionista de Peter Capusotto y sus videos, quien sacó un libro sobre el conurbano bonaerense-. Esa cosa de decir de dónde sos y no decir «soy del conurbano»; decís «soy de Berazategui». Y si hablás con alguien de Berazategui te aclara incluso «soy del barrio El Sol, de Berazategui». Hay como microidentidades que tienen que ver con centro y periferia. Se da todo el tiempo. Me voy a ir un poco a la goma, pero creo que tiene que ver con una cosa posmoderna de una crisis de las identidades y no poder identificarse con los grandes relatos de lo nacional.

En las fotos de TWC hay algo muy recurrente, que es esa convivencia entre lo viejo y deteriorado y la cosa pop comercial. Un Mickey sentado al costado de un monoblock abandonado de la década del sesenta. ¿Por qué llaman tanto la atención esas cosas, más allá del «chiste»?

Tiene que ver con muchas cosas. Rastros de períodos históricos que han quedado a su suerte. Se generan espacios que llaman la atención porque son cosas del siglo XIX que están ahí tiradas. Esas cosas de una construcción FONAVI, terrible conglomerado de hormigón, una pelopincho, un auto de alta gama y un chabón vestido de Mickey andando en bici, todo en la misma foto. Hay una condensación muy tensa de mundos que uno creería que deberían estar separados y están todos en un mismo lugar. Es parte del encanto, creo.

Hay algo muy particular con las construcciones, la estética de palacios históricos o de bailantas con decorados súper pretenciosos.

Hace poco recordaba las torres de cristal del boliche Club XXI, en Quilmes. Hay como una transpolación medio faraónica a la arquitectura. En otro boliche había una especie de Buda gigante en la entrada. Son rastros de lo que se hizo, lo que pudo ser, lo que se intentó y lo que hacemos ahora con eso. Andá a saber qué pensaba el tipo que quiso poner una Estatua de la Libertad en la entrada del boliche. «Yo quiero que acá la gente flashée que está en Nueva York», muy del imaginario noventoso. En Plátanos hay un castillo de principios del siglo XX que está detonado, eso si lo cuidás te hacés un pequeño Versalles.

¿Con qué tiene que ver ese exotismo?, ¿de dónde sale?

Una vez vi una casa con un tanque de agua con forma de pava. Otro que construye un avión arriba del techo como si estuviera estacionado. Hay una impresión del deseo, «yo lo quiero así, por más que sea engorroso, por más que sea caro, yo lo hago igual». Haciendo un poco de filosofía barata, hay como una cosa de trascendencia del ser, de dejar algo en el barrio, en la propia casa. Algo que la posmodernidad tiende a barrer. Ahora todo es durlock, todo igual, cuadrado, edificio para arriba y dale que va. Mi propio abuelo le puso nombre a su casa, le clavó una virgen gigante en la entrada.


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