Serpenteando Bogotá en bici

Por Matías Kraber

En subidas y bajadas, la cuidad a veinte kilómetros por hora en un caballito de cromo a pedal. Me encanta zigzaguear por Bogotá como una culebra urbana mientras la vista alcanza a filmar sus calles o carreras con chuzos de Arepas en la esquinas o perros calientes que vienen con todo en el mismo tamaño del súperpancho. Pedalear y oír las músicas –folclor colombiano y mexicano– que se funden y confunden en un paisaje sonoro repleto de carros que no tienen pico y placa (esta medida de patentes pares e impares intercalando todos los días de semana). En Bogotá hay familias que tienen tres carros para omitir la medida del municipio en Cundinamarca de achicar el tráfico del hormigón cachaco al que se le notan las grietas, los pozos que ahora esquivo en la cicla mientras pasan busetas a toda velocidad, taxis amarillos, carros japoneses y otros tantos ciclistas como yo a través de una bici senda impecable que cruza los barrios por una pequeña ruta en medio de sus calles.

Pedaleo y percibo que los barrios se mimetizan en edificios de un color ladrillo sin persianas y con sus celadores al pie del cañón en las puertas haciendo gala del concepto foucaultiano «vigilar y castigar». Pero ahí ellos están frescos, con sus camisas celestes y algún amarillo flúor de seguridad, más un handy en la cintura por cualquier eventualidad. En Bogotá por zona norte los barrios parecen cerrados pero están abiertos. Hay algunas verjas en las calles hasta mitad de cuadra porque en algún momento se discutió por esta actitud privatista de los dueños de apartamentos. Nosotros con Fer pasamos en bicicleta y nadie nos dice nada. En esas calles hay un silencio de laguna. De pueblo. Pero no dejamos de estar en una ciudad que tiene casi nueve millones de habitantes y se extiende cada vez más hacia las montañas. El gris que le gana terreno a un verde increíble que sigue teniendo la transpiración del árbol, parques con pares de hectáreas verdes, las trochas de tierra y piedra por donde se asciende a los cerros hacia una vista panorámica natural de toda la city.

La guerra del capital contra la naturaleza tampoco es Bogotana. Es una realidad en Latinoamérica siempre cíclica en la dominación imperialista. Isagén –compañía eléctrica colombiana– que fue vendida a manos canadienses hace unos días y acá no se vio más que militancia virtual. Quejidos de izquierda por el computador. Parsimonia colombiana ante los atropellos de los recursos estratégicos, «una sociedad paralizada por miedos que no dejan de ser actuales por más que el conflicto esté más controlado», me dice un Parcero para poner un poco de diagnóstico al ciudadano común de Colombia. Casi que la misma semana la noticia de El Abrazo de La Serpiente como el primer filme colombiano nominado al Óscar canjeó orgullo por humo a la venta de la principal empresa energética del país a 22.700 millones de pesos por 54% de la empresa estatal a cambio de 4G para iPhones y Smartphones o carreteras más rápidas a Cartagena por un Río Magdalena seco que inaugurará el próximo presidente Vargaslleras para favorecer a socios amigos que serán los dueños de los peajes. «Y eso que no jugó la selección Colombia porque sino la gente incluso olvida más rápido», me comenta el mismo Parcero mientras atravesamos una ruta de Bogotá que se dirige hacia la zona de Boyacá: polo agropecuario importante de La tierrita donde se empieza a sentir la vida criolla de baqueanos de a caballo, asados y mucho campo. Un folclor hermoso sobre todo para apreciarlo con la puesta del sol mezclando colores para el archivo fotográfico del alma.

Seguimos en Bicicleta con Fer y llegamos a las zonas de las embajadas por el camino del Virrey . Mansiones de primer mundo con las banderas que flamean en lo alto con orgullo: Francia y Colombia, Alemania y Colombia, España y Colombia, Holanda y Colombia, y la embajada del Tío Sam es una de las más grandes que tienen en otros países del mundo pero queda en otro barrio un poco más alejado que veré otro día. Y al verla entiendo la importancia de Colombia para los gringos, la alianza clave para la dominación del Pacífico sudamericano empieza en este norte estratégico.

La bicicleta también nos muestra los estratos del 1 al 6. La opulencia en las calles. Del norte al sur que va a Soacha se puede hacer un viaje de status quo. De Bm a motos vieja o a un 4L destartalado, de la BBC (Bogotá Beer Company) a las tiendas de ramos generales donde toman trago en mesas de jardín lugareños y transeúntes al son de un ballenato que obliga a hablar a los gritos.

Dejamos la bici, tomamos el trans milenio y llegamos a la plaza bolívar que está poblada de palomas negras. Caminamos. Pasamos por el chorro de Quevedo que es un barrio bohemio con pasadizos donde suenan guitarras de pelados en parche. Grafitis en las paredes que siempre saben a surrealismo lisérgico y son como acupunturas de colores para el cerebro. Arte urbano que tiene un código en Bogotá y puede apreciarse en muchas paredes de cualquier barrio. El arte urbano sí que sabe ser transversal y unir carreras con estética callejera. Abajo de la autopista, en un parque, en una esquina cualquiera o en una casa abandonada. Hacer hablar al cemento o al hormigón con un arte que también reclama conciencia de una sociedad que se traga el verde con gris o pobres con whisky importado.

Vamos a Tonalá, este espacio de cine arte latinoamericano que se inventó en DF y tiene su sucursal en Palermo, Bogotá. Un barrio culturoso de casas inglesas que se transformó en un polo de arte importantísimo de la cuidad. Incluso con más proyección todavía. Barrios de casas con bares, cine, muestras de arte, gastronomía y música, galerías y rincones bacanos de la cultura entre emergente y shick. Una mezcla europea y latina en estas calles. Entramos con fer a mirar la película que -días después- sería nominada al Óscar, el abrazo de la serpiente. La película muestra a dos gringos alemanes llegando a la selva frondosa de Colombia en busca de plantas psicotrópicas sagradas para la cura de enfermedades. La película avanza tan lenta como el recorrido de ellos en la aguas de los ríos. Una balsa con maletas que buscan atesorar la información de los nativos. Lo científico en almacén de lo sagrado. El tener para saber, la obsesión de conseguirlo, la testarudez de pasar por arriba el permiso y el lenguaje de los indígenas que todo el tiempo saben que los blancos no entenderán nunca el valor de las plantas.

La película termina y queda un sabor agrio. Dos mundos irreconciliables, mientras caminamos por Bogotá en otra más de sus noches donde la farra sigue su curso normal: Isagen se privatiza y el mundo sagrado de los indígenas muestra la peor parábola de todas: que vuelven a ganar los blancos.


 

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