Pueden llamarme Felipe

Por Marcos Núñez y Lucas Del Bianco

Haber tenido preso a mi padre antes sirvió para aprender a sobrellevar su ausencia.

Puede ser invierno o verano, no importa. En los andenes del subte siempre es igual; una nube de calor espesa, seca, infinita, flota sobre las cabezas de los pasajeros y se corta con el chirrido del coche y el olor a acero y aceite quemado. Hay hombres de traje, chicos con uniforme escolar, dos o tres abuelos; todos pasan rápido, quieren subir, volver al mundo de arriba, al aire insípido de la ciudad negra.

Al lado de la escalera, que conduce a la salida por Avenida de Mayo, acaba de sentarse un linyera. El hombre debe contar unos 45 años, quizá 50; tiene un cuerpo fornido, mirada altiva, no es un pordiosero más, hay algo en él que parece confirmar que sólo está pasando por un mal trance, una mala racha.

Un nene se para frente a él y conversan, nadie escucha lo que dicen, a nadie le importa demasiado; se agacha y vuelca las primeras monedas en un sombrero marrón raído por fuera y con la funda interior nueva, reluciente. Antes de alejarse se dan la mano, él se lleva algo, algo parecido a un sobre; imposible saberlo porque, en ese momento, una mujer robusta se mete entre ellos y esconde sus movimientos.

La señora es su madre y ese chico es Felipe Bellingeri –en realidad, tampoco se llama Felipe, ese nombre le quedó de otra época, de una época mala–; en el sobre hay plata para sostener a la familia durante un tiempo. El hombre es su padre y vuelve a encontrarse con su hijo un mes después, abajo del reloj de Constitución, llevando una enorme valija de cuero vacía. Un mes después, arriba de un sulky, en el zoológico de Buenos Aires. Un mes después, le pierde el rastro.

Felipe lo espera, lo busca en estaciones de subte, en los parques, en las ferias. Se sobresalta con cada personaje raro que se cruza en la calle; en sus recuerdos, el padre siempre es un hombre distinto, se acostumbró a esos encuentros itinerantes, a esa vida errante, ficticia, casi circense. Es una mala época y las cosas se complican más.

Héctor Bellingeri fue fusilado en “La Capilla”, Marcos Paz, el 12 de junio de 1977. Felipe todavía lo busca.

***

Hay, en el prólogo precedente, una palabrita: circense. Tenían que estar de entrada los malabaristas, los disfraces, los artificios: el espectáculo itinerante, ambulante, que va de un lado a otro. Como Felipe y su familia con las mudanzas cuando él transitaba la primera infancia. Después de 10 minutos de conversación, ya mencionó tres locaciones: la casa de 28, entre 64 y 65, la de 44 entre 23 y 24 y el departamento de 14 entre 46 y 47. Aunque distantes en el mapa de la ciudad de La Plata, estas ubicaciones tenían –las dos primeras aún la conservan– una particularidad.

–Siempre vivimos en domicilios cuyas calles paralelas tenían la misma dirección de circulación: ese tipo de ubicaciones dificultaba más el seguimiento.

Un día lo agarraron y le dijeron: “No le tenés que decir al vecino que nos mudamos”.

–Y yo tenía muchas ganas de contarle, porque quería que siguiera siendo mi amigo, y no le pude decir nada; nos mudamos rápidamente, con mucha logística y gente trabajando en la mudanza. Esa era la dinámica, no podía durar más de 20 ó 30 minutos. Me encantaban las mudanzas. Mi mamá decía que la casa se desarmaba en 15 minutos; teníamos pocos muebles, entonces, era fácil. Tenía que ser así.

Aquella vez desembarcaron en una casa muy particular: tenían luz a kerosene y las paredes del exterior electrificadas. Por qué no tenían luz, hasta el día de hoy, no lo sabe. Lo que sí aprendió rápido fue a manejar el sistema de roldanas, disimulado por el cordel para colgar la ropa, para esconder los libros en el terreno lindero, si era necesario.

Ahora, en el lugar donde trabaja, en la Dirección de Bibliotecas de la Provincia de Buenos Aires, probablemente hay más libros de los que podía disimular en los camiones de mudanzas. Hay cajas de libros por acá y por allá y, al fondo, largos mobiliarios atestados de libracos de inventarios y ediciones de cubiertas nobles; a un costado, sobre una pared, un gran cuadro con el retrato en sepia de Haroldo Conti que mira en lontananza.

Felipe nació en 1971, pero para cuando su padre pudo tenerlo por primera vez en brazos, él ya caminaba: fue en 1973, cuando volvió de Chile. “Soy casi huérfano de padre”, dice Felipe, y es que Héctor Bellingeri, después de haber caído preso en 1971, meses antes del nacimiento de su hijo, fue expulsado de la Argentina a Perú. Desde allí siguió un periplo vertiginoso. Bajó por Bolivia hasta Chile, donde participó de la Unidad Popular de Salvador Allende: “Como tornero, mi papá puso en marcha una fábrica donde hacían válvulas para motores y un arma, tipo bazooca liviana”. También estuvo en Cuba y en África, y finalmente volvió a Chile. Cruzó la cordillera recién en 1973, cuando Felipe tenía ya dos años.

–Del 73 al 76 vivimos juntos. Tengo recuerdos muy frescos de mi papá. Tal vez por ese shock de estar a veces, y a veces no. Pero el momento que estuvimos juntos fue muy intenso. Porque mi papá no era un tipo que salía a trabajar y volvía al final de la jornada, sino que trabajaba en casa; tengo recuerdos de mi papá atendiendo su negocio y yo jugando con unos amortiguadores; tengo recuerdos de mi papá cocinado. También, una escena con mi viejo en el lavadero quemando cosas…

–¿Qué cosas estaban quemando?

–Fotos y documentos. De cualquier manera, había poca documentación en mi casa, se trasladaba continuamente. Se la escondía en latas de tomate o durazno, se abrían las latas en la parte de abajo, se guardaban los documentos y se metían en la heladera; entonces, si vos abrías la heladera, la lata parecía cerrada pero, en realidad, estaba sin piso y los documentos quedaban entre la lata y los estantes. Tengo recuerdos, también, de mover armamento. Las armas se trasladaban en botas de caña alta, que son las que llegan casi hasta la ingle. Mi papá tenía una Ford Cheroke, las cargaba en la cajuela y salíamos con las botas salvadoras.

***

Los recuerdos no se mezclan en su memoria con aquello que le contaron sobre Héctor; tiene imágenes vivas porque abrazó su carne y bebió sus palabras. También escuchó historias de él, historias que le contaron sus hermanos, sin ir más lejos. Porque en todo este tiempo Felipe reconstruyó la historia de su padre, pero eso viene después. Todavía conserva recuerdos como la madrugada que se apoltronaron sobre el marco de la ventana, que daba a la Avenida 44, para ver cómo transportaban los autos que al otro día correrían el turismo carretera. Y la vez que se quedaron mirando una carrera de Fórmula 1 por televisión:

–Se ve que le gustaban mucho los fierros.

Hacia marzo de 1976, cuando estalló el golpe de estado, la familia de Felipe “levantó” el negocio y la casa de 44, y se instalaron en un departamento, al fondo de un pasillo sobre la calle 28.

–En ese momento, cambiamos el esquema familiar: lo que buscaban las fuerzas represivas era una pareja con tres niños hermanos. Nosotros rompimos esa composición; nuestra familia, externamente, pasó a ser una pareja con dos hijos y un primo. Para noviembre del 76, esa estructura se volvió a modificar; mi papá entró a una clandestinidad completa, no pudo volver a La Plata y los contactos con él pasaron a ser teatralizaciones en un contexto clandestino: desde encontrarnos en un andén de subte con mi viejo vestido de linyera hasta vernos abajo del reloj de Constitución o en una vuelta en sulky en el zoológico de Buenos Aires.

Una medida básica del funcionamiento en la clandestinidad consistía en no dejar constancias burocráticas. La madre de Felipe empezó a trabajar limpiando casas sin registro laboral, su hermano dejó de estudiar y su hermana no ingresó a la universidad; consiguieron puestos de trabajo en negro: donde había registro se descartaba el laburo.

–No teníamos ubicación burocrática para el Estado. Con los alquileres era un tema: siempre alquilaba una tía para no dejar rastro administrativo, con un apellido que no era el que buscaban; o sea, los tipos tenían el apellido de mi papá, no el de mi mamá o sí. Sí, es probable que también tuvieran el apellido de mi mamá. Pero había una diferencia entre los apellidos: mi mamá tenía de apellido Loto y mi tía figuraba en su documento con doble te, Lotto. Esa anotación, quizá, nos pudo haber salvado.

–¿Qué otras pautas de seguridad manejaban?

–Elegíamos vivir siempre en pasillos y edificios para evitar el chequeo, teníamos movimientos muy rápidos en la calle, caminar siempre a contramano y cuidarnos de que nadie nos viera cuando entrábamos a la casa. Igual, yo tenía más libertad de movimiento, jugaba con los chicos del barrio, estaba con ellos pero, por ejemplo, nunca podía llevarlos a mi casa.

–Cada vez que te mudabas, te encontrabas con nuevos amigos, nuevos escenarios, ¿cómo era contar una historia a medias?

–Yo sabía qué podía contar y qué no; mi mamá era viuda, a veces podía pasar por mi abuela y de mi papá no hablaba, era un pibe sin papá. No sé bien cómo hacía. Me acuerdo, sí, que jugaba al tiroteo, poníamos una figura contra la pared y la picoteábamos; había una casa abandonada en el barrio de 14 y 47 que la llenamos de agujeros. Eso era una propuesta mía de juego con los vecinitos del barrio, no sé de dónde venía lo del tiroteo.

***

Es 1° de febrero de 1977. Cae la tarde cuando escuchan las corridas y los gritos marciales desde la cocina de la casa de calle 28: son ruidos de operativo. Héctor se acuclilla para que Felipe salte sobre su espalda y trepe a caballito; afuera sigue el traqueteo de las corridas, golpes sordos semejantes a los que suenan cuando Felipe corre descalzo por la casa, pero mucho más fuertes, desacompasados y sin alegría.

Salen a la intemperie fingiendo risotadas y enfilan para el almacén. Desde allí tendrán una mejor visión de lo que está pasando en la casa del matrimonio joven que hace unos meses llegó al barrio. A ellos también les tocó ser los nuevos.

–Dale, Feli –dice Héctor–. Dale.

Felipe entra a revolverle el pelo a su padre y a jugar con su nariz; Héctor lo contiene, aprieta con fiereza sus piernitas para que los bamboleos no lo arrojen al piso. Para Felipe, esa es una práctica habitual, ya la tiene asimilada. Gira sobre el cuello de su padre, le tapa los ojos, siempre sonriendo. Todas y cada una de las morisquetas borronean el rostro de su padre, es imposible que el oficial que está parado en la esquina del almacén con su fal reconozca una cara así.

Cuando llegan al almacén, se enteran de que están a punto de reventar la casa. Héctor pasa al fondo y sube por los techos. Sin embargo, ya no puede salvar a nadie, no esta vez.

Algunos días más tarde, un domingo, se les presenta la oportunidad. Camino a la casa de un tío atraviesan el parque San Martín, en cuyo centro se levanta la enorme carpa de un circo que hace poco llegó a la ciudad. Se demoran mirando un mono famélico y un elefante apenas un poco mejor alimentado; se acercan hasta una jaula más apartada donde encuentran un perro pequeño de ojos enormes. Héctor le toca el hombro a Felipe y le hace señas para que haga silencio; después levanta el pestillo de la jaula y se llevan al perro envuelto en un trapo sucio. 

Lo salvan. Ahora tienen un secreto.

Desandan el camino hasta su casa y dejan al perro para volver a lo del tío. Más tarde, cuando llegan, encuentran el vidrio roto; hay sangre entre las astillas del cristal y más sangre en las huellas que desaparecen en la vereda. 

Lo pierden. Ahora tienen una hazaña.

De casa al colegio, del colegio a casa

Cuando todavía no sabía leer las agujas del reloj, aprendió a soportar el peso demoledor de cada segundo, cada minuto de más que debía permanecer en el jardín de infantes. Era la hora de la salida y sus padres no llegaban porque estaban retrasados; buscaba las caras de sus compañeros que, ajenos a la situación, estaban absortos en algún juego. Solamente él era capaz de comprender que sus viejos podían haber caído. Las esperas en el jardín lo inquietaban.

De aquellos días sobrevive otro recuerdo, que más que un recuerdo es una imagen: él junto a sus padres en el umbral de la casa de 44. Acababan de cerrar el local, que estaba en frente, y comentaban: “Están haciendo un rastrillo”. Avanzaban ocupando manzanas y pasaron por la de enfrente.

–La nuestra no tocó, pero podríamos haber perdido mucho antes.

Desde que empezó a ir al colegio primario, se acostumbró a caminar solo la mayor parte del tiempo. Iba y volvía sin más compañía que el bolso en el que tenía algunas hojas desordenadas. Otras veces, hacía el trayecto acompañado de la vecina que lo cuidaba, o lo censuraba, o ambas cosas.

–Con la música era peligrosísimo, porque en mi casa se escuchaba –y se escuchaba muy bajito– la música prohibida, por ejemplo, Mercedes Sosa. Yo iba caminando a la escuela tarareando o silbando esas canciones y la vecina que me llevaba, más de una vez, me pedía que dejara de cantar. Era un peligro, porque yo silbaba mucho; iba silbando Como la cigarra por la calle y me hacían callar.

Cuando había reunión de padres, desde la dirección llamaban a todas las casas; su madre posponía unilateralmente el encuentro: si era un martes, decía que iba a ir el miércoles pero, en realidad, iba el jueves: “Para prevenir cualquier captura”.

–Como vos, que te ibas de un momento para otro, ¿recordás algún amigo que se haya ido de un momento para otro?

–Sí. Recuerdo una compañera que me llamó mucho la atención, que supuestamente venía con el circo. Estuvo cerca de dos meses y se fue. Pero el minuto del circo nunca me cerró; para mí era una compañera que venía circulando y… Gómez de apellido… Selva se llamaba, Selva Gómez. Hay que buscarla a ver si sigue en el circo –Felipe sonríe de manera cómplice y vuelve a pensar en su compañera. Ojalá ella también lo recuerde.

No era la única. En la escuela había, al menos, tres hijos clandestinos. Esto, claro, lo supo mucho tiempo después.

–Hacia el 79, tuvimos que atravesar por visitas del gabinete psicopedagógico, pero no estaba la psicopedagoga sino que nos encontrábamos con tres señores que nos hacían preguntas sobre nuestra familia y, especialmente, sobre si llegaba gente nueva. Supongo que estaban chequeando la contraofensiva. Íbamos los tres chicos de padres desaparecidos, pero entrábamos por separado. Era un interrogatorio, nosotros igual teníamos minuto para todo; yo decía que mi papá trabajaba en Florencio Varela, que mi mamá trabajaba en Gonnet. Eran todas mentiras, pero la clandestinidad siempre tiene ese minuto para zafar: la historia que inventás para encantar a la serpiente.

–¿Cómo fue asimilar esas mentiras o teatralizaciones como parte de tu historia?

–Sabía que estaba en riesgo, era consciente de ese riesgo permanente. Por ejemplo, si nos paraba la policía, yo sabía que tenía que ponerme denso: llorar, insistir “vamos, vamos, vamos. Dele, señor, cuándo nos vamos”; generar un clima insoportable. Una vuelta nos pararon en el colectivo; empecé a hacerme el descompuesto y nos despacharon rápido; sin embargo, nos requisaron y palparon de armas a todos. Fue la única requisa que pasamos. Íbamos en el 508 y nos pararon en 44 y 28; mi mamá me tocó la mano y yo supe que tenía que actuar. No hacía falta que me dijera nada.

El padre, Hebe y los vecinos

La madrugada del 12 de junio de 1977 cayó la quinta de Marcos Paz donde estaba guarecido Héctor. El Partido Revolucionario de los Obreros Argentinos (PROA) había desprendido a sus militantes de superficie y conservaba un núcleo inicial compuesto por una treintena de hombres y mujeres, la mayoría de los cuales murieron asesinados aquella noche. Todo esto, por cierto, es parte de la reconstrucción histórica.

–¿Cuándo y cómo te enteraste que cayó tu viejo?

–Básicamente, porque nos quedamos sin recursos para el alquiler. Todos los meses nos encontrábamos en Capital; la última vez fue en abril o mayo del 77. En mayo reventaron una cárcel del pueblo que tenía el ERP en Marcos Paz; creo que la información que surgió de ese operativo terminó con la caída del PROA. A partir de eso, supimos que algo había pasado; podía ser que hubieran salido del país, que hubieran sido capturados, que hubieran muerto en su defensa.

Algo de eso había pasado, pero Felipe no lo supo hasta 1984, cuando Eduardo Luis Duhalde volvió al país y le contó de la quinta del PROA en Marcos Paz, del operativo militar, de la larga resistencia y la caída.

–Fuimos hasta el lugar y nos encontramos con esa casa tiroteada, siguió intacta hasta el 97 ó 98.

–Cuando se enteran de eso, ¿cómo es terminar de asimilar la ausencia?

–No había ausencia todavía. Nosotros, hasta ese momento, creíamos que podían estar vivos; más allá de la información que teníamos de los presos políticos. Sabíamos de la existencia de la isla del Tigre; creíamos que podían tener un contingente importante de compañeros y que los iban a ir liberando de a poco. Pero pasaron los primeros meses del alfonsinismo y nos dimos cuenta que no había sobrevivientes. Ya habíamos incorporado la palabra desaparecidos, la consigna era “con vida los llevaron, con vida los queremos”.

–¿Qué significaba para vos hacer esa reconstrucción?

–Juntar pruebas para presentarlas en la justicia, nada más que eso.

***

Cuando tenía entre 8 y 9 años, una vez instalados en el departamento de calle 14, su madre comenzó a establecer contacto con la Cruz Roja para saber qué había sido de Héctor. Las respuestas eran desalentadoras, porque no aparecía por ninguna parte.

–Yo pregunté si lo buscaban casa por casa y me dijeron: “No. Lo buscamos en las cárceles”. Era la confirmación de un riesgo, de un miedo. Hasta ese momento no se sabía lo que la desaparición significaba; se creía que podían estar vivos, en centros de recuperación que le llamaban. Después empezamos a recibir noticias de los prisioneros que habían sido liberados, que existían campos de concentración.

En esa época nació el encuentro con las Madres y Abuelas, con familiares de desaparecidos; esa comunión se empezó a fraguar en los encuentros que llevaron adelante en la Mutual Docente que había en 14 entre 46 y 47.

–Llegaban las Madres a nuestro departamento y de ahí nos íbamos; pasaban por casa y salían de a tres hasta la mutual. Había toda una codificación de timbres. Después, más o menos en el 79, las Madres armaron una especie de colonia de vacaciones, un espacio de contención. Estaba Hebe [de Bonafini] y estaban las demás madres; algunas se quedaban a cuidarnos y las demás salían a laburar la denuncia, a la Cadu (Comisión Argentina de Derechos Humanos), a Naciones Unidas y la Cruz Roja.

A partir de 1980 la situación cambió, “la seguridad se empezó a desblindar”. Una nueva mudanza los llevó hasta la casa de la calle 119 entre 37 y 38; Felipe, cada vez más ducho en la sintonización de la onda corta, se adueñaba de las perillas de la pequeña radio de cuatro frecuencias en la que escuchaban la frecuencia policial y noticias del exterior. Hoy, muchos años después, Felipe se ve espejado en el personaje de ficción radioaficionado compuesto por Raquel Robles en Pequeños Combatientes.

Aunque siempre con reparos, iniciaron una etapa de militancia más formal, por ejemplo, con la vinculación de su hermano a Intransigencia y Movilización Peronista, la nueva cara del peronismo montonero. La casa de 119 empezó a funcionar como centro de recepción de ex presos políticos liberados y militantes que ingresaban al país para la llamada Segunda Contraofensiva.

Al poco tiempo de haberse instalado, junto a su casa abrió una veterinaria. Hoy sabe que desde allí operaba un hombre de inteligencia del Batallón 601, de las filas del Destacamento de Inteligencia 101, delegación La Plata. A pesar de ello, “nunca sufrimos ningún tipo de allanamientos, nunca nos reventaron la casa”.

Felipe rozaba la década de vida y asumía responsabilidades:

–Como era más grande participaba del esquema de seguridad; salía a andar en bicicleta, daba vueltas a la manzana y me fijaba si había autos con más de tres o cuatro personas adentro. Jugaba a la pelota en la calle y miraba, un día le rompí el vidrio a mi vecino de enfrente y todavía me lo reclama. Esa fue la última casa, donde además nos quedamos.

–Y los vecinos, ¿cómo los miraban a ustedes?

–En 119 y 37 éramos una familia normal y era un barrio obrero, donde la gente trabajaba; un barrio común, con mucho movimiento. Cuando llegamos había un paro, represión… estaba todo el barrio gaseado, corridas, tiroteo, postas de goma. Nuestro vecino cayó preso, con un brazo quebrado. En el medio de todo eso llegó un familia, la nuestra, en una camioneta e hizo la mudanza… siempre en el medio del quilombo, nosotros mudándonos, sacando libros. Pero eso sirvió, ese hecho sirvió para sondear el barrio, era un barrio que le hacía un paro a la dictadura. Debió ser uno de los primeros paros que se le hizo a la dictadura, finales del 79, principios del 80.

–¿Cómo se aprendían esas normas de seguridad?

–Era un gran entrenamiento familiar.

–Y esa rutina, que nunca era rutina porque siempre cambiaba, ¿por qué podía quebrase, alterarse?

–Lo único que podía quebrar la rutina era una caída o una casa reventada.

El protagonista de esta historia clandestina prefiere hablar en otros términos, prefiere referirse a aquellos días como un período de semi-clandestinidad.

–Vos hablás de una semi-clandestinidad.

–Sí, no fue una clandestinidad plena; nunca tuvimos documentos falsos, aunque sí falseé mi identidad; fui siempre sobrino en esa estructura familiar, me hacía llamar Felipe y eso persiste hasta la actualidad. Pero no era una clandestinidad de Orga, no era esa clandestinidad casi esquizofrénica que tenía Montoneros; nuestra clandestinidad se reducía a ciertas normas de seguridad, la clandestinidad de la Organización implicaba otras cosas, implicaba la logística de dónde guardar material bibliográfico, dónde guardar material militar, tener distintas casas para resguardarse, tener documentación. La clandestinidad era la logística que te daba una organización guerrillera, nosotros no tuvimos esa logística, sí resguardos de seguridad.

–Sin embargo, más allá de lo que significa la clandestinidad como logística para operar política y militarmente, la clandestinidad es un cierto destierro de tu propia identidad, de tu realidad más inmediata, de lo que vos podrías llegar a ser.

–Sí, llamémoslo así.

Los hijos

Por un momento, Felipe calla, se queda sumido en sus pensamientos; retira la silla del escritorio y escruta una pared, la que tiene el cuadro de Haroldo Conti, pero no lo mira.

–Nosotros nunca dijimos que éramos hijos de desaparecidos. En los ámbitos públicos, no hablábamos de lo que nos pasaba. Eso se rompió en el 95, con HIJOS. Pero tuvimos experiencias previas a HIJOS como la quinta de Hernández, con Hebe, y el Taller de la amistad, que fue un taller para hijos de desaparecidos que funcionaba los fines de semana y que contenía a hijos de desaparecidos y ex presos políticos. A partir de 1986, también me incorporé a la Unión de Estudiantes Secundarios y empecé a tener contacto con otro tipo de compañeros, sobrevivientes de los centros clandestinos y los que volvían del exterior.

–Dijiste que no hablaban como hijos de desaparecidos. Ese silenciamiento personal, ¿a qué creés que se debió?

–¿A qué se debió? A las leyes de Obediencia debida y Punto final. Nosotros éramos los hijos de los subversivos. Peor, ni siquiera de los subversivos, de los terroristas. Digo: la teoría de los dos demonios; si está desaparecido, por algo será… Entonces, creo que fue una manera de protegernos de la agresión. Me pasó en la escuela secundaria, donde me enfrenté con dos profesores: uno fue Berosch, represor de la noche de los lápices, ex CNU; y otro, un tipo de carpintería, que hasta el día de hoy no sé ni el nombre ni el apellido. Ése empezó a decir que nuestros padres ponían bombas, que hacían atentados… por ahí, no le erró tanto, pero no era contra la población civil sino contra objetivos concretos. Me decían “vos sos hijo de terroristas”. Había como una saña, ¿no? Yo decía que era militante de la UES y era un subversivo; Berosch me decía: “Usted tiene aserrín mojado en la cabeza”. Eso lo sufrimos bastante. En el último año de la escuela primaria, alguien habló de los desaparecidos, una profesora que se llamaba Gisela, y yo ahí hablé con algunos compañeros de la desaparición de mi padre. Año 83. Se había ido el peligro.

–Esa primera vez que hablaste fue una reivindicación personal, íntima…

–No, no sé, ahí hubo una ruptura, un poder decir. En algún momento lo tenía que decir, eran mis compañeros, con los que había compartido desde el jardín hasta terminar la primaria. No fue una reivindicación, fue poder decir, romper ese silencio.

***

A mediados de la década del 90 comenzó a tomar forma Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.). Felipe fue parte de la agrupación desde su fundación, nacida al calor de encuentros ocasionales hasta que se propagó por todo el país. Ese camino de reconstrucción, reivindicación y restitución estuvo sembrado de maleza, no fue un camino fácil. Pero era todo lo que tenían: caminar acompañados.

Con las leyes de impunidad y los indultos de finales de los 80 y principio de los 90, HIJOS buscó alternativas.

–Le pusimos mucho… sobre todo con los escraches. Yo tenía un vínculo casi de hermandad con Mariano Robles, que fue quien propuso el escrache en la ciudad de Cabalango, en Córdoba. Cuando empezamos ahí, se armó una estructurita “clandestina”. Una estructura que buscaba información de los milicos, tratábamos de ubicarlos, de tomar contacto con los tipos y, sobre todo, saber el domicilio, el teléfono y la forma de sacarle fotos.

–Ustedes eran hijos de una sociedad que había callado…

–Sí, ahí salimos a discutir con la sociedad. Íbamos al programa de Grondona y discutíamos con Grondona; nos ponía enfrente a los genocidas y asesinos de nuestros padres. Nos encontrábamos con esas cosas. Chequeábamos mucho que no tuvieran hijos, que no tuvieran hijos en la franja de riesgo. Donde descubríamos que tenían hijos se los pasábamos a Abuelas.

–En ese momento, bien entrados los 90, cuando empezaron a discutir la memoria histórica. ¿Cómo fue, al mismo tiempo, construir la historia familiar, la historia personal?

–Iban simultáneamente, porque en la reconstrucción de la memoria vas buscando a tu viejo. Entonces, buscás lo afectivo. Y en otro plano buscás los lazos afectivos que tenía tu padre en la clandestinidad. Hasta el día de hoy sigo encontrando amigos de mi viejo que no conocía. Hace una semana me contacté con un compañero radicado en México, que había vivido con mi papá en Santiago de Chile.

La reconstrucción de la historia de Héctor fue ardua, porque los vecinos de la quinta de Marcos Paz eran reticentes, les echaban la culpa por lo que había pasado. El tiempo los fue ablandando y la investigación avanzó; un vecino le soltó un dato y después otro, y otro. Felipe dio con quienes habían trasladado el cadáver de su padre y por un momento creyó tener el lugar donde habían enterrado sus huesos. Sin embargo, esa posibilidad se hizo tierra, y la tierra, barro.

A las 5 de la madrugada del 12 de junio de 1977, comenzó un tiroteo intenso que duró hasta el mediodía, primero sobre la casa en la que estaban guarecidos los militantes del PROA y después se extendió a todo el pueblo. Muchos de los compañeros cayeron en el perímetro de la quinta y muchos otros más lejos aún; los fueron matando a medida que se acercaban.

Felipe sigue yendo a Marcos Paz para levantar data, porque siempre aparece un vecino nuevo que todavía no habló o porque autorizan una exhumación en el cementerio.

–Y en la búsqueda de tu padre, de la historia de tu padre, ¿hay una suerte de reencuentro, de reconciliación? Personalmente, ¿qué significa?

–Sí, yo lo encuentro todo el tiempo a mi papá. Lo encuentro en mi militancia. Cada vez que voy al barrio Romero, donde trabajo socialmente, me encuentro con él. Cuando reconstruyo, también me encuentro con mi papá combatiente. Yo nunca tuve sensación de abandono, nunca reproché su elección porque creo que nos enseñó mucho; en la pérdida también nos siguió enseñando. La reconstrucción… Tus padres son los compañeros de tu papá. Eduardo Luis Duhalde fue el tío que no tuve. Fue el hermano que mi papá eligió.

–¿Sentís que te queda alguna deuda con tu viejo?

–Sí, deudas sí: me queda liberar la patria. Estamos en un proceso que es reformista, no es revolucionario; en algún momento, o tal vez nunca, pueda liberarse este país. La única deuda. Y, después, encontrar los huesitos, en algún momento. Aunque ya lo descarto. Es probable que lo hayan tirado al mar. Tengo la idea de que no los voy a encontrar nunca.

Epílogo

–Se rompió todo el lazo familiar. Se rompió todo. Salvo mi tía Negra que fue una masa, todos los demás una cadorcha. Y la vieja, que por su dinámica, de la clandestinidad habla poco. Mi mamá.

–¿Abuelos?

–Abuelos no. En el 71 sí, tuve una abuela que parece que fue graciosa en el momento del allanamiento. Mi abuela era una mujer italiana, gorda, que vivía con nosotros. Y aparentemente era una mujer muy prolija con la ropa. Entonces, cuando revientan la casa, golpean, y la tana va y pregunta: “Ma, ¿quién é?”. “La policía”, le responden. “Pregunté quién é, no de qué trabaja…” y la pasaron por arriba. Fueron a su habitación y ella decía: “No me toquen la ropa, no me toquen la ropa” y atrás de la ropa había un arsenal. Le tocaron la ropa, le revolearon todo… pero después se murió la abuela. Yo creo que murió de… era una mujer grande. El allanamiento fue en noviembre del 71. La noticia salió en el diario El día, 11 ó 18 de noviembre de 1971. Tenía toda la ropa prolijita en el placard y atrás del placard había un arsenal. No me toquen la ropa, decía, no me toquen la ropa, porque ahí no hay nada. Y atrás había…

–El clásico embute…

–Era un embute, sí. Eran especialistas en hacer embutes. Especialistas.


 

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