Piden justicia por dos desaparecidos y cárcel común para los represores

Por Gabriela Calotti

Dos sobrevivientes del genocidio, Olga Beatriz Miranda y Guillermo José Luis Cometti, contaron el martes ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata su secuestro. Estela Orfilia González relató el secuestro de su cuñada, Rosa Elena Vallejos, y de su marido, Jorge Omar Benvenutto. Una vez más, imágenes de allanamientos violentos, golpes, torturas y padecimientos volvieron a impregnar una nueva audiencia del juicio por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, con asiento en Avellaneda.

Rosa tenía 23 años y Jorge, 24. Ya tenían a Romina, de un año y medio (Eva Romina Benvenutto declaró en este juicio el 20 de abril de 2021). «Mi cuñado trabajaba haciendo fletes y Rosa había dejado de estudiar medicina para estar con la nena», contó el martes al tribunal la cuñada de ambos, Estela González, en el marco de la audiencia número 84. Ambos militaban en la Juventud Peronista.

«El 23 de julio de 1976, alrededor de la una de la madrugada `[…] se despiertan con ruidos de golpes, rompieron la puerta, entró un montón de gente, la nena se despierta. Se escuchaban gritos, insultos, golpes, llantos. Estuvieron ahí bastante tiempo», dijo según la reconstrucción hecha en función de los dichos de los vecinos. «Cuando se están por ir, le golpean a unos vecinos la puerta y les dicen que cuando escuchen que se van los vehículos abran la puerta y recojan a la nena. Ven que mi cuñado y Rosa iban terriblemente golpeados y se los llevan a la rastra».

Rosa y Jorge vivían en Villa Rubencito, en Punta Lara, partido de Ensenada.

La familia se enteró al otro día. Romina se quedó con sus suegros, que empezaron el interminable recorrido por comisarías, el Ministerio del Interior, el Consulado de Italia, Amnistía Internacional y otros organismos de derechos humanos. Inclusive fueron a la Unidad 9, infructuosamente.

Ya en los ochenta, «un día viene mi suegra a mi casa y me dice que ‘han encontrado a Rosa, que ha pasado al PEN. Está en la comisaría de Valentín Alsina’. Conseguimos la dirección y fui inmediatamente», explicó. Aunque no la pudo ver, sí fue posible intercambiar papelitos. «Me pidió que le lleve una foto de Romina y algunos enseres personales», contó emocionada. «Entre los papelitos, me pone ‘seguí buscándolo’», refiriéndose a Jorge, su marido.

Rosa fue trasladada poco después a la cárcel de Caseros, donde sus padres pudieron ir a verla con la nena. Mientras, Estela «seguía presentando cartas y habeas corpus en La Plata, en todos los juzgados federales y en el provincial. Siempre negativo». También recurrió a la Brigada de Infantería Mecanizada III, al Regimiento VII de Infantería y a la Curia. «Ellos no sabían nada tampoco», afirmó.

En todos esos recorrido «era hacer esas colas inmensas y escuchar los relatos de madres, padres, hermanos. Era tremendo, tremendo. No me parecía real. Horrible», sostuvo Estela, casada con un hermano de Jorge.

Su cuñada fue trasladada a la cárcel de Olmos. Sin poder precisar fechas con exactitud, Elena dijo que «en un momento sale y se va a casa de su madre, que vivía frente a la Unidad 9. Mis suegros le llevan a la nena», agregó. «Después de nueve meses de haber salido de la cárcel, falleció en un accidente de tránsito y Romina se queda otra vez sola», dijo sin poder evitar que se le quebrara la voz.

«Es muy fuerte recordarlo. Eran una pareja joven, que tenían un proyecto de vida, juntos los tres. Y se fue todo al diablo», lamentó la mujer, quien antes de concluir pidió decir algo más.

«Quiero decir que desde el fondo de mi corazón lo único que deseo es que esta gente que ha hecho tanto daño, tanto daño, muchísimo, son 30.000 personas, 30.000 almas, 30.000 hijos sin sus padres, 30.000 padres sin sus hijos. Pido para esta gente justicia […] que vayan a una cárcel común y que no porque tengan determinada edad puedan cumplir la pena en el domicilio. ¿Por qué en el domicilio? Los 30.000 que faltan, el padre de Romina no pudo ver crecer a su hija, y por qué ellos, el día que les toque partir de este mundo, estarán en su cama, arropados por su familia […] Que terminen sus días en la cárcel, sostuvo la mujer que recordó a su suegra, fallecida hace cuatro años, que le decía ‘yo lo sigo esperando’».

La última vez que vio a ‘Juanjo’ fue en el Pozo de Quilmes

«Mi compañero Juan José Cerrudo y yo fuimos secuestrados el 30 de marzo de 1978. Entraron alrededor de las 4:30 o 5 de la mañana gente de civil, los que yo vi […] Fue como una explosión de cosas, de ruidos y de gente dentro de la casa. Primeramente lo sacan a Juanjo», relató Olga Beatriz Miranda. En ese momento, en la casa paterna de Ingeniero Budge estaban sus padres, ellos, su hermano mayor Antonio y el bebé, Sebastián, que tenía un mes y siete días. Lo primero que hizo fue agarrar en brazos al pequeño.

«A partir de ahí fue una vorágine de cosas», contó. «En un momento salgo hacia el comedor y escucho golpes, trompadas afuera. Les pedí que no le pegaran más. A la persona que estaba conmigo le decían ‘coronel de acá, coronel de allá’», aseguró, y recordó que inclusive «lo vi revisando la heladera».

«Mi mamá les preguntaba qué hacían ahí, que eran gente de trabajo», y respondían «‘no va a pasar nada si ustedes no tienen nada que ver’». Le dijeron que se vistiera, contó, y se le vino la imagen de su «mamá sentada en la cama con Sebastián en los brazos», sin poder evitar que se le anudara la garganta.

«Antes de salir, cuando me había terminado de vestir, veo una persona apoyada en el marco de la puerta. Era muy alto. De civil y con cara triste. Con los años reconocí que era al que le decían ‘el Turco Julián’», represor llamado Héctor Julio Simón.

Y aunque salió de su casa caminando con «dos personas al lado», a unas cuadras sintió que le golpeaban la cabeza y al levantarla «veo en la puerta de la casa de Juanjo una camioneta del Ejército».

Contó que la cargaron en un auto. «Anduvimos un par de minutos y sentía que me pasaban el caño de un arma por el cuello, el pelo, la cara», y «llegamos a un lugar que a la entrada había un garaje, porque tenía el riel de la puerta». Ahí siguieron las risas y los comentarios soeces. «Decían ‘yo me la quiero llevar a casa y después la traigo y te la llevas vos’. Y se reían». «Después vino uno, me sacó los anillos y me dijo ‘no los vas a necesitar porque vas a ir a la parrilla’».

Primero la llevaron a una oficina donde había dos mujeres jóvenes y un hombre de unos 30 años que la interrogaron y le dijeron «‘nosotros también somos detenidos, pero estamos colaborando para estar bien. Si vos colaborás, te vas a ir a tu casa'». Le ofrecieron mate cocido y le preguntaron si quería ir al baño. «Dije que sí y al lado, a mi derecha, había una puerta. Era cruzar la puerta. Ellos estaban como recién bañados. Estaban limpios. Entro a ese lugar, veo una ventanita y me asomo y miro hacia abajo y eran casitas como chalets con techos rojos», contó.

La sacaron de allí, la sentaron arriba de un cartón. «Se me pasó muy rápido el tiempo. Escuchaba llantos, súplicas, radio a mucho volumen, y sentía mi llanto… Pienso que estaban torturando. Gente pidiendo ‘basta’. No sé cuánto tiempo pasó», recordó antes de indicar que alguien vino a verla, «me pidió que me levante la remera para ver si estaba lastimada, me mira los pechos, la espalda y el abdomen y me dice ‘si te dieron picana, no pidas agua’».

Al día siguiente, «con más lucidez, empiezo a escuchar ruidos y voces y en una de esas escucho que me dicen ‘flaca, flaca’, y era la voz de Juanjo y me dice ‘estoy bien’». Juan José estaba con otros dos amigos, entre estos, Lorenzo Cáceres, quienes permanecen desaparecidos. Dijo que escuchó que a ellos se los llevaron y los volvieron a traer. Olga calculó que sería el sábado siguiente cuando le dicen que la van a dejar en libertad y le preguntan si se quiere despedir de su marido.

«Me doy vuelta y lo veo a Juanjo parado. Yo no me percaté que le habían abierto la puerta de la celda. Nos abrazamos, nos damos un beso. Yo convencida de que, así como yo me iba, mañana volvía a verlo. Y Juanjo me dice ‘flaqui, cuidate, y con lo que cobres del nacimiento comprale la sillita de paseo’. Fue como muy rápido. Y en la celda de al lado lo veo a Lorenzo. Todos se despidieron». «Cuando salgo, estaba convencida de que mañana o pasado nos veíamos», repitió acongojada.

A ella y a un muchacho más jovencito los dejaron en un descampado en Quilmes, donde se tomaron un colectivo para ir a Pompeya, a Lanús. Con el tiempo, atando cabos, supo que había estado en el centro clandestino conocido como Pozo de Quilmes, la Brigada de Investigaciones de la bonaerense en esa localidad.

«Yo estaba con ese tapado acampanado con hilos marrones y amarillos y de sandalias. Y me sentía con olor», dijo luego de contar que cuando subieron al micro sintieron las miradas.

De Villa Fiorito, donde estaba la casa de ese chico cuyo nombre no recordó, este y otro amigo la acompañaron caminando hasta cerca de su casa.

Juan José era metalúrgico, matricero de oficio. Con el padre de Juanjo fueron a la empresa, una fábrica en Pompeya, a reclamar el sueldo y el bono por nacimiento. «Nos atendió alguien y nos dijo que tenía que venir él, y nos indagaba». «El papá de Juanjo no quiso decir que estaba desaparecido. Dijimos que no estaba en condiciones de venir. Y la persona nos dijo ‘no, no, no, tiene que venir él a cobrar’. Cuando salimos del lugar yo sentía que algún empleado nos miraba como si nos quisiera ayudar. Y los dos pensamos que quizá habían ido ahí también a buscarlo», concluyó.

Tras recuperar la libertad, junto con Susana Olivera, esposa de Lorenzo Cáceres, hicieron numerosas gestiones para dar con el paradero de sus maridos. Comisarías, habeas corpus, cuarteles, juzgados, y por supuesto, el obispado de Lomas de Zamora. «El obispo nunca me atendió», aclaró la sobreviviente.

Después de aquello, «la vida fue muy dura […] Era no saber dónde estoy, qué hacemos, qué nos deparaba la vida. No tenía futuro […] En aquel momento no había horizonte», afirmó.

Del Sindicato de la Carne en Zárate al padecimiento del secuestro

Guillermo José Luis Cometti tenía 27 años y era integrante del Sindicato de la Carne en Zárate. Los días previos al 24 de marzo de 1976 había estado haciendo gestiones para que la Federación de la Carne y la mutual les entregaran útiles escolares y ropa. El mismo día del golpe cívico-militar fue secuestrado en un control policial cuando el chofer de una ambulancia del Policlínico de la Carne lo estaba llevando hasta su casa.

Con lujo de detalles, Cometti relató lo que vivió a partir de esa noche, «cuando a las 23 horas y 30 o 40 minutos, en un puesto de patrulla, soy detenido, introducido a un Torino y ahí me llevan a la Comisaria 1ª de Zárate».

Ya en dependencias del comisario lo empiezan a interrogar sobre su actividad sindical, lo amenazan y lo golpean. Cometti relató luego los traslados a diversas dependencias militares convertidas en centros clandestinos de la zona norte, como el Arsenal de Artillería (actual Base Naval), la Fábrica Militar de Tolueno (donde la tortura con picana eléctrica fue reiterada, aseguró) y el Tiro Federal. En este último lugar les dieron ropa y de ahí los llevaron a la Comisaría 1ª de Moreno, «donde nos dan de comer». De allí fue trasladado a la Unidad 9 de La Plata, de donde salió en libertad el 19 de agosto de 1978, aunque su nombre salió publicado en las listas de liberados el día 12.

A partir de allí «estaba abocado al trabajo, a la familia y a olvidarme de todo eso», confesó el martes. Muchos «compañeros míos fueron al reconocimiento del Tiro Federal, del Murature, de la Casa de Piedra, del Arsenal, el chalet de Guerci y la Prefectura», dijo Cometti enumerando centros clandestinos de la zona de Zárate.

Él participó en el reconocimiento del Arsenal, de la Comisaría 1ª de Moreno y de la colocación de una placa en la Comisaría 1ª de Zárate. Cometti, quien el jueves cumplirá 74 años, aclaró que «quizás he olvidado de algo», pero «han transcurrido muchos años».

Un cuarto testigo que pidió que su declaración no fuera hecha pública participó en la audiencia 84.

El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, conocida como El Infierno, con asiento en Avellaneda, es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo quince imputados y apenas uno de ellos en la cárcel, Jorge Di Pasquale. Inicialmente eran dieciocho los imputados, pero desde el inicio del juicio, el 27 de octubre de 2020, fallecieron tres: Miguel Ángel Ferreyro, Emilio Alberto Herrero Anzorena y Miguel Osvaldo Etchecolatz, símbolo de la brutal represión en La Plata y en la provincia de Buenos Aires.

Este debate oral y público por los delitos cometidos en las tres Brigadas, que se desarrolló básicamente de forma virtual debido a la pandemia, ha incorporado en los últimos meses algunas audiencias semipresenciales.

Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio. El tribunal está integrado por los jueces Ricardo Basílico, que ejerce la presidencia, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Fernando Canero.

Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.

La próxima audiencia está prevista para el martes 25 de octubre a las 8:30 hs.


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