Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

P.O.V. | Influencia

De las redes al estudio: cómo una generación de influencers se volvió musical

«The singer, not the song», cantaban los Rolling Stones en 1965. La frase, que en su momento hablaba de amores y desengaños, hoy podría leerse como una profecía de la era digital: importa más el cantante que la canción, más la figura que el mensaje, más la comunidad que el contenido. En tiempos de redes, el primer paso no es grabar un disco: es construir un fandom.

Instagram, YouTube y TikTok se convirtieron en verdaderos semilleros de artistas. Primero influencers, creadores de contenido o simples rostros virales, y luego cantantes, compositores o performers con presencia en festivales, playlists y entregas de premios. ¿Pérdida de mística o democratización del acceso? Lo cierto es que muchos músicos argentinos de la nueva generación dieron sus primeros pasos frente a la cámara del celular, y no en un escenario.

Maria Becerra, una de las máximas exponentes del pop urbano latino, inició su recorrido en YouTube, donde publicaba videos de humor, storytelling y algunos covers. Su comunidad virtual, que creció alrededor de su carisma adolescente, fue clave para el salto a la música. Su pasaje de youtuber a cantante profesional no solo fue natural: es parte de su relato de origen.

Algo similar ocurrió con FMK, que empezó como freestyler en YouTube y fue migrando hacia el pop melódico y colaboraciones mainstream. En ese mismo universo urbano, Ecko también supo construir su perfil desde los videos caseros improvisando en colectivos, plazas o cuartos compartidos. En ambos casos, la precariedad inicial funcionó como estética y prueba de autenticidad.

La historia se repite con Lit Killah, Rusherking o Tiago PZK: muchos de ellos primero fueron ídolos digitales de nicho, generando contenido directo con sus seguidores. El algoritmo les dio cancha antes que cualquier sello. El caso de Luck Ra es notable: desde Córdoba, compartía videos tipo “voz y guitarra” que alcanzaban millones de vistas. Su carisma de fogón actualizado fue la base de un camino que hoy fusiona cuarteto, pop y reggaetón.

Pero no todo es música urbana. Hay artistas que, sin encuadrarse en géneros populares, se hicieron visibles desde la performance digital. Taichu y Sassyggirl lo hicieron desde una mezcla de hyperpop, moda y cruce de lenguajes. Malena Villa o Angela Torres, conocidas por otros recorridos, supieron usar Instagram como transición hacia proyectos musicales más personales. Marti Benza, influencer teen y youtuber, se volcó a la música con un pop orientado al baile, mientras que Tuli Acosta, influencer vinculada al universo Bresh, combinó danza y canto en una apuesta performática.

La Chule (Chule Von Wernich) comenzó subiendo covers acústicos desde Pehuajó, con una estética prolija, voz afinada y tono pop-folk. Su cuenta de Instagram funcionó como vitrina personal hasta que su contenido fue compartido por celebridades.

El caso de Lisandro Askar representa una nueva oleada: comenzó generando contenido humorístico y queer-friendly en redes, ganó notoriedad con sus doblajes y sketches, y luego viró hacia una propuesta musical que mezcla ironía, sensibilidad y electrónica. Su presencia escénica y audiovisual es heredera directa del código de stories y reels: fragmentaria, filosa y emotiva.

Ya no se empieza grabando demos en cassettes sino subiendo videos en vertical. Hay un modo de mirar a cámara que precede al de mirar al público. Un lenguaje del algoritmo que después se traduce en canciones. Tal vez la clave esté en preguntarse qué buscan hacer con su música: si pretenden emocionar, entretener, confesar, habitar una estética o sostener una comunidad. Porque en esta era de pantallas y loops, la música no solo suena: se comporta, se mira y se comparte.