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«No había dónde estudiar cómo se busca a un hijo y a un nieto»


Por Gabriela Calotti

«Como madres que no sabíamos cómo buscar a nuestros hijos nos íbamos contando qué habíamos hecho esa semana en la búsqueda. Yo sabía que había sido el Ejército. Algunas iban a la comisaría, otras al Ejército. No había dónde estudiar cómo se busca a un hijo y a un nieto», aseguró el martes Delia Giovanola. Se trata de una de las primeras madres que allá por 1977 empezó a acudir cada jueves a la histórica plaza y una de las fundadoras, al año siguiente, de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo.

«La Plaza de Mayo era un ir y venir de gente. Vimos dos o tres personas conversando y nos acercamos. Eran señoras de la edad nuestra. Una de ellas era Azucena Villaflor, que tenía en sus manos una carpeta del tamaño de hojas de oficio. Nos dimos a conocer. Azucena Villaflor anotó mi teléfono, el lugar de residencia, los nombres de Jorge y Stella y hablamos de mi caso y del caso de Adela [Atencio]. Charlamos hasta la hora de la ronda, las tres y media de la tarde», recordó Delia ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata. Allí se lleva adelante el juicio por los llamados Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús, de forma virtual debido a la pandemia.

Aquel sería «el primero de todos los jueves que se sucedieron. No nos conocíamos pero teníamos algo en común que nos unía y era muy fuerte. Eran los hijos y las hijas que nos habían llevado hasta allí», aseguró Delia, que hasta entonces había sido ama de casa y maestra y directora de escuela.
«Al jueves siguiente, de ser un grupito de cinco o seis, ya éramos ocho o nueve, y al otro jueves éramos más y ahí se aparecieron los guardias de la Casa Rosada y nos obligaron a caminar. No podíamos estar paradas hablando. Instintivamente nos tomamos del brazo, porque hablábamos en voz baja, y empezamos a caminar en contra del sentido de las agujas del reloj. Empezamos a girar alrededor del mástil de la plaza. Éramos muy poquitas. Íbamos de a dos. Y al otro jueves ese grupo había crecido», describió como si fuera una fotografía grabada en la retina.

Con impecable lucidez, Delia Giovanola habló del secuestro de su único hijo, Jorge, y de su nuera Stella Maris, quienes por entonces ya tenían a Virginia, de tres años. Stella Maris estaba embarazada de ocho meses. «Para comenzar quisiera aclararles que en estos momentos me siento acompañada por mi nieta Virginia Ogando, que fue una víctima más de este genocidio. Estuvo conmigo desde el 16 de octubre del 76. Estuvo conmigo durante 35 años», afirmó al iniciar su declaración testimonial Delia Giovanola. Virginia Ogando falleció en 2011.

Su hijo Jorge tenía veintinueve años y era empleado en el Banco Provincia. Su nuera, Stella Maris, tenía veintisiete años y era abogada. Fueron secuestrados en su departamento en La Plata el 16 de octubre de 1976. Ambos militaban en el PRT-ERP. Su hija, Virginia, «quedó solita durmiendo en la cuna», afirmó.
Cuando le avisaron a la dirección de la escuela lo que había ocurrido en La Plata recuerda que empezó a gritar «dónde está Virginia». «Yo no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo», confesó. Al día siguiente viajó a La Plata y encontró la casa de su hijo toda revuelta. La nena estaba con sus abuelos maternos, pero ya eran muy mayores.

«A partir de ese momento mi vida cambió totalmente», sostuvo Delia, que por entonces ya vivía en Villa Ballester. Días después se hizo cargo de su nieta. En ese momento empezó también «el calvario de Virginia de no hablar de su madre y su padre. Yo me encargué toda la vida de que ella tuviera conocimiento de lo que había pasado, pero recién pudo hablar de sus padres a los dieciocho años, cuando ella inicia la búsqueda» de su hermano nacido en cautiverio, precisó durante su declaración, guiada por la abogada querellante Colleen Torres.

A la pequeña «la anoté en un jardín de infantes en Villa Ballester rápidamente para mezclarle los recuerdos y borrarle un poco el desarraigo de su madre y de su padre», sostuvo Delia.

Una de las primeras acciones fue presentar un Hábeas Corpus por su hijo y por su nuera, que redactó el marido de una compañera que trabajaba en Tribunales. «Después presenté unos cuarenta Hábeas Corpus por mi hijo y por Stella. Nunca tuve ninguna respuesta, ni a favor ni en contra», aseveró.
«Hicimos cualquier cantidad de inventos para buscarlos. Cada una a su medida, cada una como pudo. Ninguna tuvimos resultados, pero buscábamos», afirmó antes de contar que, en una ocasión, Mirta Baravalle iba preguntando si había alguna madre o suegra de alguna chica embarazada. «Ahí salí. Ahí nací como Abuela de Plaza de Mayo», sostuvo.

«Fuimos a la casa cuna, a guarderías de bebés, a hospitales donde hubiera una maternidad para tratar de saber algo. Y claro, nuestras hijas o nueras habían parido en cautiverio, no en hospitales públicos. Terminamos presentando un Hábeas Corpus en tribunales de menores. Inventando la forma de buscar un nieto», explicó.

Una de las primeras decisiones de aquellas Madres fue «avisar al mundo sobre lo que estaba ocurriendo […] Nosotros no teníamos ninguna noticia acá adentro. Por la gente del exterior, de Francia, nos enteramos del espía que teníamos entre las Madres, era Astiz», aseguró Delia, quien describía a aquel joven que se había infiltrado diciendo que era hermano de un desaparecido de apellido Niño.

Astiz pertenecía en realidad al grupo de tareas 3.3.2 de la entonces Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) que secuestró, entre otras, a Azucena Villaflor y a las religiosas francesas Leonie Duquet y Alice Domon.

Delia Giovanela recordó las miles de cartas que empezaron a recibir aquellas doce abuelas fundadoras y comentó, por ejemplo, que en la puerta de las iglesias, en Canadá, figuraba la lista de abuelas argentinas y sus direcciones. Ella, que con los años se especializaría en bibliotecología porque necesitaba otro trabajo tras fallecer su esposo, se encargó de armar fichas con todas esas cartas que se conservan en la Casa de Abuelas.

Fue un año después de la fundación de Abuelas cuando tuvo la primera noticia sobre su nieto. Fue en 1978, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) visitó la Argentina. Ella iba hacia el lugar donde estaba la delegación para denunciar la desaparición de su hijo y de su nuera en Avenida de Mayo.

«Ese día llegué hasta la Plaza y crucé para ir a la CIDH. La cola era larguísima. Me llaman de la cola, me arrimo y era Erenia López Osorno, una directora de una escuela de La Plata que empieza a contarme sobre el nacimiento de mi nieto». Erenia le cuenta que a fines del 76 habían liberado a una chica, Alicia Carminatti, a la que habían secuestrado junto a su padre en su casa, a donde los represores habían ido a buscar a su hermano. Según supo, Alicia había estado con Stella en la misma celda en el Pozo de Banfield. Jorge había estado con el padre de Alicia.

«En la cola Erenia me cuenta que Martín nació el 5 de diciembre del 76 en el cautiverio de Stella. Me cuentan los primeros datos rápidos […] Que Stella lo tuvo con ella y después la devuelven a la celda sin Martin, con su cordón umbilical, y ella se lo hace llegar a Jorge. Me dijeron que era igualito a Virginia, rubio y de ojos celestes», contó.

Con Alicia Carminatti pudo sentarse a conversar varios años después, hacia 1981-1982, Delia le pidió a su hermana y cuñado que la acompañaran a esa confitería y que se sentaran cerca «porque había mucho miedo». «Yo llevaba conmigo una lista de preguntas y Alicia me decía ‘Delia, ¿realmente querés que yo te conteste esas cosas?’».

Delia supo que después de dar a luz, a Stella Maris la obligaron a limpiar el lugar, lo que le provocó una infección pos parto y su muerte. «Ella esperaba que lo entregaran a la familia, pero no fue así», lamentó, antes de asegurar que tras saber de aquellos hechos «bajé la cortina por muchísimos años».

Por aquellos años Abuelas de Plaza de Mayo se reuniría con el director del Buenos Aires Herald, Rober Cox. Ese diario escrito en inglés fue el primer medio que denunció el robo de bebés durante la dictadura cívico-militar.
«Nos dijo que le constaba que la suerte de las embarazadas estaba sellada desde el momento en que las llevaban. Que le constaba que en las tres fuerzas había listas de matrimonios sin hijos que esperaban el nacimiento de esos bebés. Eso nos dolió muchísimo, porque estábamos esperando que nos entregaran a los bebés. Ahí tuvimos conciencia de que se iban a apropiar de esos bebés», relató.

«Algunos fueron entregados a militares, a policías, y otros regalados a quienes conocieran y otros vendidos», sostuvo, y agregó que Cox «nos dio a entender que a las madres después de parir las mataban».

Años después, a través de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), recibió un «anónimo de un militar arrepentido», quien se identificó como «sargento Larrosa», que le decía que si le daban «garantías» diría dónde están enterrados su hijo Jorge y su nuera Stella Maris. Según él, «había víctimas enterradas en el predio de la estancia La Armonía en Arana, donde funcionaba el Regimiento VII de Infantería del Ejército».

«La CONADEP mandó gente al Regimiento VII en Arana y dijeron que las topadoras municipales no iban a poder dar vuelta ese campo, y se supone que han dinamitado la zona porque los antropólogos forenses también estuvieron, cavaron y encontraron restos irreconocibles».

Virginia y Martín

Recordó que cuando su nieta decidió empezar a buscar a su hermano, lo primero que le pidió fue ir al programa de televisión Gente que busca gente. Años después empezó a trabajar en el Banco Provincia, al que pudo ingresar ocupando la vacante de su papá. De esa época mostró los afiches con la foto de su hijo, su nuera y su nieta, que fueron colocados en todas las sucursales de esa entidad bancaria bonaerense. Virginia falleció sin poder conocer a su hermano, quien llegaría años después.

El 5 de noviembre de 2015, cuando iba camino a un acto en el Centro Cultural Kirchner (CCK), la llamaron de Abuelas para pedirle que se acercara a la asociación. Al llegar «estaba lleno de gente» y no entendía qué pasaba. Allí empezaron a gritar «encontramos a Martín». Los aplausos y vivas se mezclaron con la emoción, los nervios y aquella primera comunicación telefónica con ese nieto que llegó a los 39 años.

«Martín es el nieto 118», explicó y recordó que «los primeros festejos de Abuelas fueron en soledad, hasta que después todo el país festejaba el encuentro de un nieto».

«Nunca pensé que esto iba a ser para siempre. Pensé que por el estado de embarazo de Stella, que estaba de ocho meses, la iban a devolver enseguida», confesó Delia, que hace mucho dejó de ser aquella maestra incrédula.

«Pasaron 45 años y Jorge y Stella siguen estando desaparecidos. La situación de Jorge y Stella es exactamente la misma, sin un lugar donde la familia pueda llevarles una flor. Por eso seguimos pidiendo memoria, verdad y justicia y juicio y castigo a los culpables», sostuvo antes de insistir: «seguimos exigiendo justicia verdadera, real, porque nunca hubo arrepentimiento. La búsqueda de mi nieto costó la vida de mi nieta». Los acusados «no merecen estar en domiciliaria. Por los 30.000 tenemos que hacer justicia», enfatizó Delia.

Walter Docters, siete años privado de su libertad

Walter Docters, sobreviviente del Pozo de Quilmes que estuvo en total siete años privado de su libertad, concluyó en esta audiencia número 27 su exhaustivo testimonio que había comenzado el martes pasado.

En numerosas ocasiones, Walter Docters habló de su madre, recordó los trámites que hacía para lograr su libertad, aun estando casada con un comisario de la Bonaerense, su padre, quien según sus propias palabras «conformaba un núcleo de discusión o de apoyo dentro de la DIPBA y dentro del aparato represivo de la policía de la provincia de Buenos Aires y particularmente de quien entonces se encargaba de esas tareas, que era el comisario Etchecolatz».

Walter Docters estaba a punto de cumplir veinte años cuando lo secuestraron. Era militante del PRT-ERP y gracias a los contactos de su padre había entrado a trabajar en la Escuela de Suboficiales de la Policía.

El lunes 20 de septiembre de 1976, cuando iba a su trabajo pese a un episodio ocurrido el viernes anterior tras el cual había sido arrestado, fue detenido junto a su primo de quince años cuando iban a la terminal de ómnibus de La Plata.

Dijo que por esos días estaba interesado en saber «cuál había sido el destino de Osvaldo Busetto, un ex policía de Bomberos que había sido baleado en Plaza San Martín y algunos entendíamos que continuaba con vida, pero no lo podíamos ubicar en ningún CCD».

A él y a su primo, también de nombre Walter, los metieron en dos autos y los llevaron a Arana. «Ahí mismo me desvistieron, abrieron la puerta y entré al destacamento por el costado. Lo primero que me golpeó fue el olor a sangre seca, a carne quemada, a los deshechos humanos, al vómito… Tuve poco tiempo para asimilarlo porque a tres pasos estaba una de las salas de tortura con picana eléctrica. Me acostaron y me ataron al camastro y empezaron a golpearme. Había una persona que se dedicaba específicamente a golpearme en la cara y en la boca, siempre repitiendo lo mismo: que yo era un traidor», relató Walter ante el tribunal sin obviar detalles respecto de la tortura padecida.

«También en Arana sufrimos submarino mojado hasta que se agota la respiración, el submarino seco con una bolsa de plástico y en una oportunidad nos tuvieron colgados a tres personas», explicó antes de indicar que estuvo dos veces en ese CCD.

Al igual que otros sobrevivientes, Docters contó que en una celda de 2,5 por 3,5 metros había unas quince o veinte personas. También torturaron a su primo adolescente.

La primera vez en Arana estuvo siete días. En esa ocasión «en Arana estuve con Daniel Alberto Racero, Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, Néstor Eduardo Silva, Pablo Díaz, Víctor Treviño, José María Schung, Emilce Moler, Patricia Miranda, Horacio Ungaro, Nora Ungaro, Gustavo Calotti, Osvaldo Busetto, Ana Teresa Diego, Marlene Kruger, Julio Vadel, Esteban Vadel y Norma del Missier», aseguró.

Al cabo de los primeros tres días lo limpiaron un poco, le cambiaron la venda y lo llevaron en auto. El trayecto duró unos veinte minutos. Frente a un «montón» de policías de civil lo hicieron entrar a una oficina amplia. Por la misma puerta ingresaron luego «mi madre, mi padre y mi hermano, que era oficial inspector de policía».

Por otra puerta «apareció el comisario Miguel Etchecolatz. Lo miró a mi padre y le dice ‘ahora me vas a dejar de joder que está vivo’». Su madre insistió en que se cambiara de ropa. «Le pedí a mi hermano que la hiciera dar vuelta. No quería que me viera porque estaba todo quemado».

De allí lo volvieron a llevar a Arana. «Me hicieron desvestir y me llevaron de nuevo a la sala de torturas. La misma persona que me había pegado me decía que era un canalla, un traidor. Esa persona era el comisario Héctor Vides», sostuvo.

Entre tanto lo llevaron al Pozo de Banfield, pero lo volvieron a traer a Arana. La segunda vez allí, en las afueras de La Plata, se dio cuenta de que ahí ya estaba Osvaldo Busetto, que había sido operado en el Hospital Naval en El Dique. «Uno lo escuchaba pensando que si lo habían operado y si le habían puesto un clavo de platino era porque iba a quedar con vida. Y bueno, no, no. Permanece detenido-desaparecido», afirmó Docters. Allí en Arana, además de Busetto, estuvo con los hermanos Julio y Esteban Vadel, que trabajaban en la jefatura de Policía.

A Esteban, a Osvaldo y a él los tuvieron entonces colgados de los brazos en Arana. A Esteban «lo ahorcaron» en Arana, afirmó. «A Julio lo tiraron desde el tercer piso» de la jefatura. En Arana también estuvieron José María Schultz y Marlene Kruger, con quienes se ensañaron «bestialmente». Durante una sesión de tortura lo obligaron a firmar su renuncia a la policía.

De allí lo trasladaron a la Brigada de Investigaciones de Quilmes. «Ya era octubre. A los chicos de lo que conocemos como ‘La Noche de los Lápices’ ya los habían trasladado. A nosotros nos trasladan a Quilmes vendados y con las manos atadas», contó Docters.

Recordó que «nuestra gran desesperación era pensar que tal vez alguien se pudiera salvar y avisar a la familia». En Quilmes «yo no sufrí picana eléctrica», pero sí alguna paliza bestial, como luego de que le cantaran el feliz cumpleaños. De su paso por esa Brigada recordó a «Víctor Treviño, Emilce Moler, Patricia Miranda, Ángela López Martín, Ana Teresa Diego, Gustavo Calotti, José María Noviello, Marta Enrique de Galván, Miguel Galván, Nora Ungaro, Santiago Servin y Osvaldo Busetto».

En Quilmes «un compañero nos enseñó a hablar con las manos, la comunicación nos daba cierta esperanza de denuncia», aseguró. También era una forma de «ensimismarse uno en sus pensamientos».

En Arana casi no comían. En Quilmes sí. «Subían la comida en un tacho de pintura de veinte litros y repartían», afirmó Docters.

Sus padres lo pudieron visitar una vez en Quilmes. Para Docters hijo estaba claro que lugares como ese «le servían a la dictadura como depósito de gente. Nosotros estábamos ahí guardados. Ante un hecho, un levantamiento, una bandera en una cancha de fútbol, que la hubo, ante una huelga obrera, sacaban a veinte compañeros, diez compañeros, cinco compañeros y los fusilaban y los hacían aparecer como muertos en enfrentamiento».

«Tenían la maldad, la sagacidad y la lucidez suficiente… porque para ir al baño nos daban papel de diario y nosotros tratábamos de ver si decía algo de la situación en general, y siempre que había muertos en un enfrentamiento ese pedazo de noticia siempre estaba», explicó.

En Quilmes estuvo del 5 de octubre de 1976 hasta el 23 de diciembre de 1976. «En determinado momento a algunas personas nos sacaron de Quilmes, nos tiraron en una camioneta: Emilce Moler, Patricia Miranda, Gustavo Calotti y Marta Enríquez, que estaba embarazada, atados, amordazados, vendados, y nos llevaron a lo que ese día sabría yo que era la Comisaría 3ª de Valentín Alsina». Allí un tal comisario Piri les dijo que «los habían detenido en la esquina durante un operativo» y para ratificar lo que había dicho «nos preguntó si le habíamos visto la cara a alguien».

Un sistema cómplice

«Esto lo digo para plantear la complicidad del sistema represivo, en el cual no había nadie que no supiera lo que estaba ocurriendo. Sí había personas que optaban por mirar para el costado», aseveró Docters, antes de indicar que allí había otros dos detenidos, «Rubén Schaposnik y Néstor, un médico que nos ayudó mucho».

Las familias fueron avisadas. «Mis padres fueron para la comisaría de Valentín Alsina. Mi madre hizo una ‘semimudanza’ con ropa, alimentos».
A principios de enero de 1977, junto con Gustavo Calotti, Docters fue trasladado a la Unidad 9 de La Plata. «Tanto la subida como la bajada era a los empujones y los golpes. Pero cuando bajamos además hubo una paliza regular. Creo que era de recibimiento», comentó con sarcasmo.

Allí tuvo visitas de sus padres una vez por semana. «Mi padre tenía un estado de pertenencia a la estructura de la dictadura cívico-militar. Mi madre era todo lo contrario, era un familiar abocado a la denuncia. Ahí empezó a relacionarse, a activar, a solidarizarse con otros familiares que venían de afuera de La Plata», narró Docters.

Estando en la Unidad 9 denunció lo ocurrido ante la Cruz Roja Internacional. En el 79 lo trasladaron a la cárcel de Caseros, una torre donde las celdas tenían rejas de los dos lados y los presos eran vigilados de forma constante. «Era una cárcel terrible», aseguró. En esa cárcel con luz artificial estuvo un año y medio.

En 1980 lo trasladaron otra vez a la Unidad 9 y a los dos años lo llevaron a la cárcel de Devoto. En el 82 le dieron la libertad vigilada. «Mi madre me esperó en el bar de enfrente tres días seguidos», contó. Al cuarto salió de la cárcel. Ya le habían negado la salida del país.

«Cuando salí de Devoto me encontré con un mundo que no conocía», sostuvo Docters. «Ya habían pasado siete años. Era un mundo que no tenía nada que ver con el que había dejado», aseguró.

Bajo el régimen de libertad vigilada tenía que ir cada 48 horas a una dependencia de la DIPBA para firmar y contar lo que había hecho en ese lapso. «Creo que el sentido fundamental era el acoso. De la cárcel uno salía a otra cárcel. El país estaba convertido en una cárcel», resumió.

El 18 de octubre de 1983 y «ante el advenimiento de las elecciones generales para restituir la democracia, me fue otorgada la libertad», relató, antes de subrayar que a partir de allí tuvo que «empezar una vida en libertad que me costó mucho». Ya tenía veintisiete años.

«Mi vida después fue como pude. Cargado de contradicciones. Peleando cada vez que uno ve una injusticia. Preocupándome mucho por la salud de mi madre», respondió interrogado por Pía Garralda, una de las abogadas querellantes. «No sé si de todos los que estuvimos presos hay alguno que haya salido bien. A todos un cable no nos hace contacto. Yo hablo por mí», precisó y contó por ejemplo que cuando va al baño nunca cierra la puerta.

Tras concluir su relato, Walter Docters pidió hacer una pregunta, a modo de reflexión, al Tribunal, al Poder Judicial y a la sociedad. «¿Hasta cuándo nosotros vamos a permitir como sociedad que esta gente que está siendo juzgada, que comete delitos todos los días cuando nos deja morir a los familiares, que comete delitos cuando no dicen dónde están los restos? ¿No podemos hacer nada para que esta gente esté en la cárcel común, perpetua y efectiva?», se preguntó Docters en voz alta, tras recordar la desaparición durante un juicio de Jorge Julio López o el fallecimiento antes de este juicio de sobrevivientes como Nilda Eloy o Adriana Calvo. El presidente del Tribunal, el juez Ricardo Basílico, se limitó a decir: «sería imprudente responder».

El presente juicio por los llamados Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús es resultado de tres causas unificadas elevadas a juicio hace años, con solo dieciocho imputados y con apenas dos de ellos en la cárcel, Miguel Osvaldo Etchecolatz y Jorge Di Pasquale. El resto está en sus casas. Comenzó el 27 de octubre de 2020.

Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos están previstos en este juicio oral y público que debido a la pandemia se realiza de forma virtual ante un tribunal de jueces subrogantes integrado por Ricardo Basílico, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditi y el cuarto juez, Fernando Canero.

Basílico expresó un «reconocimiento especial del tribunal a los equipos de acompañamiento» de testigos.

Las audiencias pueden seguirse en vivo por diversas plataformas: La Retaguardia y el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria.

La próxima audiencia será el martes 1° de junio a las 9:30.