Néstor Kirchner: a seis años de su muerte, presente como nunca

Por Carlos Ciappina

Pensamos el mundo en argentino, desde un modelo propio. Discurso de asunción a la presidencia (25/05/2003)

Uno de los rasgos más ricos e interesantes de la política latinoamericana es el rol que tienen los liderazgos en ella. En particular en los movimientos nacionalpopulares y democráticos, las y los líderes latinoamericanos se constituyen y constituyen –lejos de las caracterizaciones liberales y pseudodemocráticas de la cosmología política eurocéntrica– en actores clave de procesos de democratización y transformación que expresan profundos anhelos populares, muchas veces explicitados y otras ocultos pero presentes en los pueblos, a la espera de ese diálogo político que los haga realidad.

Néstor Kirchner era (y es, pues, como en los verdaderos liderazgos democráticos, su figura y su quehacer sólo crecen con el transcurso del tiempo) un constructor político con una enorme capacidad de liderazgo, de ese formato de liderazgo latinoamericano.

La Argentina del 25 de mayo de 2003 estaba en una situación de virtual crisis orgánica: después de casi treinta años de políticas neoliberales (inauguradas por la última dictadura cívico-militar y continuadas y profundizadas por el menemismo durante diez años y por el Gobierno de la Alianza), el Estado estaba colapsado, desfinanciado y organizado desde los dictados del FMI, el Banco Mundial y el BID; la política económica nacional no existía, pues el peso de la deuda externa había llevado, precisamente, al default más grande de nuestra historia y las variables de la economía las planteaban los famosos “enviados” del FMI, que sólo sabían proponer tres cosas: ajustar, privatizar y tomar más deuda.

En ese contexto, la tasa de desempleo superaba el 25%; el índice de pobreza se acercaba al 60%. Y las condiciones de vida de amplios sectores de las clases medias, ni que hablar de los sectores populares, se habían deteriorado hasta el punto de hacer confluir en la ocupación del espacio público a estos actores sociales que tradicionalmente recelaban profundamente uno del otro.

El sistema político estaba deshecho: la prédica y la práctica neoliberal habían vaciado a la política de todo sentido popular y altruista, transformando la mercantilización y la profesionalización de la política en la razón por la que amplísimos sectores de la población y en especial de la juventud se despolitizaran y abrazaran una consigna para profundizar el desastre: “que se vayan todos” (o sea, que se vaya la política). Al inicio del ciclo vital (la desnutrición, la mortalidad infantil y el desgranamiento escolar crecían exponencialmente) y al final (los jubilados, privados de sus recursos por la privatización menemista), las expectativas eran verdaderamente nefastas.

Para mejor analizar ese contexto (que el propio Néstor Kirchner llamó “el infierno”): se habían sucedido cinco presidentes en una semana; y el presidente electo por el Congreso, Eduardo Duhalde, tuvo que llamar a elecciones rápidamente luego de la masacre de Puente Pueyrredón, en donde quedó de manifiesto la incapacidad para pensar un modo de tratar con la justa protesta social sin apostar a la represión.

Es en ese contexto en el que Néstor Kirchner es derrotado en las elecciones (el 22% de los votos contra casi el 25% de Carlos Menem); y es en ese contexto en el que una derrota se vuelve una oportunidad única para iniciar un proceso de reconstrucción nacional. La negativa de Menem a participar en el balotaje (aviesa y pensada para quitarle aun más representatividad a Néstor Kirchner) deja al segundo candidato más votado en una posición de extrema fragilidad política.

En esa situación es donde la mayoría del pueblo argentino comienza a conocer a Néstor Carlos Kirchner.

Lejos, muy lejos de considerar la situación como casi imposible, Néstor Kirchner inició un proceso de reconstrucción nacional que tenía un nudo central: la primacía de la política con sentido nacional y popular.

Una política que se construyó anclada en los tradicionales (y recuperados) principios del peronismo, soberanía económica, independencia política y justicia social, pero que Néstor Kirchner militó enhebrando un gran frente nacional construido con amplios sectores del propio peronismo (sobre todo el de la militancia setentista, pero también de los peronismos tradicionales provinciales), con el diálogo y la articulación de los nuevos movimientos sociales surgidos en la resistencia al neoliberalismo y actores claves a partir del colapso de 2001, con los sindicatos y organizaciones sindicales (aun las más tradicionales), con los organismos de derechos Humanos (que seguían luchando pese a que el menemismo había vuelto a foja cero lo poco avanzado en materia de verdad, memoria y justicia desde el Estado), y con un llamado a la inclusión en ese frente a los partidos que tenían vocación popular aunque no la expresaran desde el peronismo: el radicalismo, el socialismo democrático, el partido comunista y aquellos partidos “de izquierdas” que quisieran sumarse.

Este armado político trabajoso, con recelos, con idas y vueltas, comenzó a concretizarse cuando el presidente electo fue cumpliendo una a una las promesas de su discurso de asunción, que ha quedado como una pieza única de compromiso con la política y la verdad.

La renovación transparente de la Corte Suprema de Justicia (la vieja y nefasta mayoría automática menemista); el acuerdo de quita de la deuda externa de más del 75% con los acreedores externos; el acuerdo de pago con el FMI y, por primera vez desde 1956, su exclusión de la toma de decisiones en política económica nacional; la recuperación de las reservas nacionales; el inicio de una profunda reactivación industrial, protegiendo el trabajo y la producción argentina; la derogación de la Ley de Flexibilización Laboral de De la Rúa y la iniciación de paritarias obligatorias para sostener y mejorar el salario; la reactivación del Plan Nuclear y Tecnológico argentino.

Al mismo tiempo, las políticas sociales en sentido amplio (salud, educación, vivienda trabajo) se vieron desplegadas y aun gestionadas junto al Estado por las organizaciones y movimientos sociales, los que por primera vez en décadas veían en el Estado no un enemigo del cual recelar, sino una herramienta para mejorar las condiciones de vida y, por qué no, seguir construyendo políticamente. La política educativa tuvo un vuelco estratégico: por impulso de Néstor Kirchner se sancionó la Ley de Financiamiento educativo, que sancionaba un incremento paulatino del presupuesto educativo hasta llevarlo a casi el 7% en relación con el PBI, el presupuesto más alto de América Latina y de muchos países considerados “desarrollados”. En política universitaria, la transformación no fue menos: el presupuesto de la Universidad Pública que se moría languideciendo por los ajustes se cuadruplicó en cuatro años, alcanzando en 2007 el 1% del total del PBI.

Cada una de estas decisiones y medidas requería de una potente voluntad política y de un incesante diálogo y construcción política, aun con actores sociales y políticos que provenían de otros campos de acción y que recelaron inicialmente de las políticas del nuevo presidente.

El 24 de marzo del año 2004 (a escasos diez meses de asumir en las condiciones que hemos detallado), el presidente Kirchner le pidió perdón a los familiares de las víctimas de la represión ilegal y al pueblo todo en nombre del Estado y prometió allí, frente a una multitud, llevar adelante una política que hiciera realidad la consigna Memoria, Verdad y Justicia.

Después de casi treinta años de políticas de derechos humanos débiles y zigzagueantes, cuando no francamente prodictatoriales, Néstor Kirchner inició una política de enjuiciamiento a los represores, de acompañamiento a los organismos de derechos humanos y a los familiares, que ha hecho de Argentina un ejemplo para el mundo y que sumó a ese gran frente nacional a organismos y familiares que tradicionalmente se mantenían aparte y recelosos (con total justificación) de las políticas públicas.

Podríamos seguir con decenas de temas (todos relevantes), como Malvinas, la política internacional antiimperialista, el NO al ALCA, la creación de la UNASUR, el fortalecimiento del MERCOSUR, la alianza estratégica con Lula y Chávez. Pero todo nos servirá para señalar un hecho central de la figura de Néstor Kirchner: nunca nadie transformó una derrota electoral en un proceso político-social tan contundente, nadie pasó de un segundo puesto en una elección a conformar un frente nacional y popular que llegara cuatro años después al 46% de los votos.

Y si todo eso fue posible, lo fue por el profundo convencimiento de que la construcción política debía partir de las convicciones y que todas/os aquellas/os que tenían convicciones comunes podían sumarse al frente común. También, que la construcción política no podía ser sólo una expresión de buenos deseos sino una propuesta para el hacer, para concretar soluciones y acciones. Y allí la militancia adquiere toda su dimensión.

Porque Néstor Kirchner fue toda su vida (y cuando ejercía la presidencia aun más) un militante político.

En todo este relato que lo recuerda, hemos dejado para el final, adrede, uno de los logros más importantes de aquel presidente flaco, desgarbado y chistoso que jugaba con el bastón de mando como diciendo «¿Y qué hago con este palito?»: Néstor Kirchner incluyo en ese frente nacional a la juventud. Luego de la persecución de la dictadura, de las desazones de los ochenta y de la desmovilización y descreimiento menemista, los jóvenes vieron y sintieron que la política era un camino para orientar la vida individual y colectiva.

Juventud y militancia, juventud y política, fueron, recobraron, a partir de Néstor Kirchner, toda su dimensión profundamente transformadora. “Que florezcan mil flores” fue su consigna en ese sentido, y por eso hoy, a seis años de su muerte, no nos encuentra desesperanzados sino confiados en que esas flores darán fruto tarde o temprano.


 

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