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Las cosas sin nombre

Por Juan Alonso

Los días pasan como las escaleras de las casas, se desgastan justo en el borde de granito, se van pulverizando los recuerdos y el porvenir anida en el brillo incandescente de los ojos. Los días pasan como los sueños fallidos, las victorias, los pequeños logros, los goles de la niñez, las páginas de los diarios usadas para el meo de los gatos.

Los días pasan para la posteridad en el núcleo de la tierra abonada con los insectos y animales muertos de la naturaleza. Así los días pasan con la música de los truenos y los rayos que están por llegar al reflejo de la ventana.

Ahora que el silencio es un arma. Un talismán en la mano de un general de la desesperación. Ahora que el silencio abre un surco en la brecha del río, que los pobres comen de los volquetes en fila perfectamente ordenada: hay tres cartones plegables para cada uno de ellos y pedazos de pan. Y el amarillo flamea su gran muro de sentido para lo que no tiene sentido ni explicación. Las voces de los esclavos se hacen sentir con el repiqueteo de las latas y los cucharones vacíos de la sopa.

Una cita para anudar el sol, otra por el gusto mismo del café. Los por qué no. Los sí pues. Risas, aplausos, canciones de la medianoche y botellas en las mesas. Ya lejos de los cuestionarios para llenar entre los enfermos de la guardia del hospital. Pacientes en sillas de ruedas con la mirada de un lenguado. El miedo en común como tarjeta de presentación, mientras un linyera borracho y psicótico grita desde su camastro que tiene hambre y solo quiere coger.

Los días pasan como la perseverancia de las médicas, que sonríen y responden que preferirían estar en una playa de Brasil o el Caribe. Brotan las palpitaciones de lo inevitable junto con las caricias, el agua mineral, y el consuelo amoroso de parientes, maridos, amigos y acompañantes. El reloj se hincha de algo que llamamos tiempo y todo está en el escenario de aquel cuadro de Dalí.

Pasan las horas de las redacciones, los debates televisados, las conversaciones sobre el destino. El precio del pan, el kilo de carne, la soda, el vino y la refrigeración. Pasan los instantes, los microsegundos en que se nos ocurre una idea brillante, pasan las palabras precisas, preciosas, anhelantes. Pasa el secreto del silencio y el pecho comprimido por la emoción. Pasa el mar y el sinuoso camino que serpentea la fórmula de este instante. El viaje de vivir.

Los animales son más simples. Duermen y comen, se pelean por el territorio. Mastican de la mano, corren, maúllan, ladran o cantan en la jaula. Hay quienes los observan en un mantra, porque son más nobles que los seres humanos; al menos no hablan ni complotan, evitan las guerras y no clavan puñales. Los días pasan para ellos enrollados en el sillón, famélicos de deseos primarios: el agua, la sed, la carne y la voluntad palpitante de la respiración.

Pasan los días por el viejo camino de las carretas hasta el arroyo de cemento donde hace dos siglos había no pocos caballos, vacas, pumas, jabalíes e indios. Lo que se ve es tan real como los árboles de 500 años a la vera de la barranca. La gente hace tajos con frases de amor en el viejo ombú y dibujos que el tiempo borra como las cicatrices. A un paso de los trenes que se detienen entre las cosas sin nombre.


 

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