La lucha por el relato y la herencia de los gobiernos populares

Por Josefina Bolis

La victoria electoral de la derecha puso en relieve en pocos días la especial preocupación del proyecto neoconservador por lo que han bautizado “el relato”, más precisamente, por generar un nuevo relato reemplazando los íconos y referentes del proyecto nacional y popular. La virtual paradoja es que ello se realiza mientras se denosta el edificio simbólico erigido por los gobiernos populares de la región señalándolo como “mero discurso”, a su entender, como narraciones sin referente material producidas con el fin de engañar a la población.

Sin prejuicio de que cada grupo o sector social pretenda universalizar la matriz de sentido que responda a sus intereses la definición clásica de construcción hegemónica en sentido gramsciano, sí es preciso para los propósitos de este escrito resaltar el lugar primordial que la propuesta comunicacional posee para imponer un orden de cosas un orden indefectiblemente material, incluso para sus detractores. ¿Por qué, sino, se empecinarían en bajar cuadros? ¿Cuál sería el sentido de reprimir expresiones culturales?

Incluso el ensañamiento por perseguir a militantes y encarcelar dirigentes políticos se explica en su inconfesable obsesión por controlar el relato. El relato se descubre, entonces, en su carácter performativo: interpela nuestra comprensión histórica, la interpretación del presente y la capacidad de imaginar proyectos colectivos futuros; es el discurso el que permite dar sentido a lo público y a la vida común, el que ordena la grilla de nuestras identificaciones y diferenciaciones. El poder simbólico ese que los medios hegemónicos concentran con recelo, ese poder de hacer cosas con palabras, es la capacidad de darle sentido a la comunidad en la que vivimos.

Incluso el ensañamiento por perseguir a militantes y encarcelar dirigentes políticos se explica en su inconfesable obsesión por controlar el relato.

Contra la concentración

Los Gobiernos populares de la región han vislumbrado que las riquezas que era necesario redistribuir no eran solamente las materiales. Por eso han apuntado contra la concentración simbólica, haciendo énfasis en la democratización de la palabra y la voz. Estos procesos se han institucionalizado en leyes y políticas públicas cuya vigencia hoy está en riesgo; aunque quizás su trascendencia radique fundamentalmente en cómo esta demanda ha atravesado el discurso público.

Por supuesto que esto no significa que haya que bajar la guardia en la defensa de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. No sólo porque la normativa ha sido vanguardia en el ordenamiento del sistema mediático en el mundo tanto por los modos en los que ha sido construida e institucionalizada, como por su espíritu pluralista y democrático, sino porque la ley es una trinchera fundamental para seguir reclamando el efectivo cumplimiento del derecho a la comunicación como derecho humano.

Al punto que quiero llegar aquí es que, mientras se desprestigia el orden social (y simbólico) sostenido por más de una década alegando que se trata de una “ficción insostenible”, y que existe algo así como una realidad subyacente que hay que “sincerar” (así se “sinceran” precios, se “sinceran” tarifas y se pretende “sincerar” el salario), lo que sucede es que se está construyendo otro relato y otro orden social. Es un relato/orden en el que los precios no deben controlarse, el país debe endeudarse, los salarios son un costo muy alto y la comunicación es una mercancía más de libre competencia en el mercado. Frente a ello, es necesario seguir nombrando las cosas desde otro lugar: ajuste, tarifazo, represión, injusticia. Porque sabemos no sólo por convicción sino por experiencia que otro orden es posible.

Demos otro ejemplo: cuando desde la derecha se dice que el problema de los argentinos es “la grieta” y que la unidad debe reemplazar al conflicto, debemos preguntarnos ¿a quiénes conviene tapar la grieta? ¿A quiénes beneficia invisibilizar y silenciar que hay diferentes intereses en disputa en la sociedad? Si algo hemos comprendido en una década de politización y movilización creciente es que el conflicto es irresoluble. Por supuesto, que la armonía sea imposible no infiere agresividad en el enfrentamiento. Pero, en tanto haya opresión, invisibilizar el conflicto sólo puede favorecer a los opresores.

Dependerá del campo popular, de las organizaciones sociales y políticas, de la ciudadanía empoderada seguir señalando dónde están las grietas irreconciliables.

Si no hay grieta que nos indique que del otro lado está quién nos domina y nos explota, no significa que desaparezca la dominación y la explotación. Para cerrar, mencionaré un eje discursivo más con el que opera la derecha neoconservadora que es urgente resignificar: la “herencia”.

Se justifican todos los ajustes que paga el pueblo, los retrocesos en los derechos sociales y políticos, el endeudamiento y la pérdida de soberanía, por una supuesta herencia de los gobiernos populares enquistada en el Estado. Pero la herencia es justamente que no se puede volver atrás. Y aunque haya retrocesos en ámbitos concretos, no pasarán inadvertidos. Porque la herencia es la percepción de que hay derechos que no se pueden avasallar, que hay una vida digna que defender, que hay sentidos de lo justo/injusto innegociables. No se puede cambiar un relato por otro sin más: hay memoria, hay verdades construidas colectivamente.

Dependerá del campo popular, de las organizaciones sociales y políticas, de la ciudadanía empoderada seguir señalando dónde están las grietas irreconciliables; seguir manteniendo viva en la memoria la herencia de los Gobiernos populares; y, frente a la idea de verdad única que siempre los poderosos quisieron imponer para que no haya luchas, seguir construyendo el relato otro que nos recuerde que otro mundo es posible.


 

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