Jóvenes de vidas llorables y gobierno negligente

En la mañana del 1º de Enero conocimos la trágica muerte de Yésica Emilia Uscamayta Curí, que fue encontrada aparentemente en las afueras de una casa quinta en la que se realizó una fiesta sin habilitación pero con la venia municipal, luego de que personas aún sin identificar la retiraran de una pileta en estado de inconciencia y con la cara ensangrentada.

Son muchos los pormenores de la situación, ya que la fiesta, si bien no contaba con habilitación, fue promocionada masivamente y su desarrollo no escapó al conocimiento de las autoridades ejecutivas y judiciales de la ciudad de La Plata. Luego del trágico desarrollo del evento, comenzaron a volar las internas que involucran a funcionarios locales del recientemente asumido gobierno macrista (integrado a su vez por una parte considerable de bruerismo residual) y funcionarios judiciales de alto perfil como el juez Melazo, quien no tiene incumbencia en la causa.

Sin embargo, el caso puede ser pensado en otro registro, si nos preguntamos qué juventud construye este tipo de prácticas. En primer lugar, la noción de juventud ha sido construida históricamente desde los discursos hegemónicos a partir de su negación y a la vez cargada de negatividad. El joven es en primer lugar el “no adulto”, el adulto incompleto, y entonces el carente, el que no tiene lo necesario para ser adulto, y por lo tanto para tomar decisiones, para valerse por sí mismo.

Este discurso dominante respecto de lo juvenil ha performado distintos campos de la acción humana: el científico, el mediático, el institucional, e incluso el de la vida cotidiana, que podemos llamar sólo provisoriamente “sentido común”.

Las ciencias (sociales) han pensado a los jóvenes desde la devastación. Incluso, el origen de la categoría está situado en el periodo de entreguerras del siglo XX. Los medios los han pensado en relación al consumo y el mercado (jóvenes exitosos), la desvinculación con las instituciones de la modernidad, como la escuela y la familia (jóvenes desinteresados), y los consumos de sustancias (jóvenes perdidos). El Estado los ha pensado históricamente a partir de su incompletitud (su “no adultez”), que dio lugar al paradigma tutelar que rigió y sigue rigiendo las prácticas estatales, a pesar de que la legislación ha virado al paradigma de promoción y protección de derechos. El paradigma tutelar entiende que los jóvenes son adultos incompletos, que no pueden tomar decisiones y por lo tanto otros (el Estado, la familia) las deben tomar por ellos. La promoción y protección entiende que los jóvenes son sujetos de derechos que pueden decidir sobre sus propios actos y crea mecanismos para tal fin.

Ahora bien, en los últimos años la sociedad argentina (y de gran parte de nuestra región) protagonizó un proceso de profunda subversión de los sentidos y las prácticas dominantes. Los jóvenes se reposicionaron en la escena pública, resignificando su estatuto. Allí aparecieron los jóvenes politizados, que protagonizaron las conquistas sociales más valiosas de los últimos años. Los jóvenes desinteresados dejaron lugar a los que elegían volver a estudiar en el plan FinEs. Los tutelados dejaron lugar a los comprometidos que elegían votar a los dieciséis (a partir de una ley promovida por un Estado presente) y militar sus ideas en barrios y centros de estudiantes secundarios. Aquellos a quienes las ciencias sociales pensaban desde la devastación fueron y son los reconstructores de las ciudades inundadas.

Estos desplazamientos conmocionaron la estructura social, al parecer de un modo perdurable. Un claro ejemplo fue el caso de Mariano Ferreyra, quien podría haber sido otro Miguel Bru, cuyo cuerpo todavía buscamos. Sin embargo, la sociedad argentina, con los jóvenes al frente, no lo toleró y hoy sus asesinos están presos.

La muerte de Yésica abre un interrogante que se irá desencriptando en los próximos días. La pregunta que deberemos responder es si volvemos a los tiempos en que hubo jóvenes con vidas que merecen ser vividas (y lloradas en su extinción) y otros cuyas vidas valen menos, y cuyas muertes pueden ser manoseadas como se ha manoseado a Yésica en las últimas horas. Se ha dicho que murió víctima de un ataque de epilepsia, enfermedad que no tenía. Se ha dicho que murió ahogada, aunque su deceso se registró en el hospital. Pero también tendremos que respondernos si podemos tolerar a un gobierno que se haga el distraído, que diga que fue testigo de la ilegalidad pero no pudo suspenderla, que labró un acta como refugio de la culpa de una muerte, mientras cobraba coimas por la puerta trasera.

A la luz de la historia reciente, la esperanza y la razón indican que el pueblo empoderado no va a dar la espalda a la muerte trágica de una joven, porque ya no admite vidas con distinto valor, y que reclamará al gobierno de turno las explicaciones y responsabilidades pertinentes.


 

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