El único macrismo es la realidad

Para el macrismo, la ignorancia no es un problema. Es un derecho adquirido. Y, como tal, quien quiera combatirla, quien quiera frenarla o ponerla en duda, es, como mínimo, un destituyente. Un antidemocrático.

Al macrismo no hace falta pensarlo porque es lo dado. No propone un futuro, acompaña aquí y ahora. No necesita de liderazgo ni conducción. No le interesa crear cuadros ni dirigentes. Eso corresponde a la “vieja política”, autoritaria y mesiánica, que estorba a las personas que viven la vida «normal”. El macrismo no dirige masas desde arriba hacia abajo porque, justamente, es uno más entre medio. Se mueve alrededor de todo. Baila en la TV. Sienta a su perro en el sillón presidencial. Deambula como un fantasma. No es una ideología, es el sentido común. No se lo elige con votos, se lo piensa todos los días.

Esa es la ciudadanía del duranbarbismo. Una igualdad hacia abajo. Elabora estadísticas y luego las convierte en realidad, y no al revés. El macrismo recorre los barrios y timbrea para mostrarle a la Argentina su empatía social y decirle: “Somos iguales. Deberías votarme porque, a pesar de todo, pensamos, hablamos y actuamos igual”. Sos defectuoso, pero está todo OK porque, al fin y al cabo, todos lo somos. Incluso el presidente.

El macrismo dialoga con un ideal de ciudadanía, pero no para demostrar que el político y el civil son sujetos igual de imprescindibles en la disputa potencial por el poder, sino para dejar en claro que ambos allí son inútiles, obsoletos. Lo que José Ingenieros definió hace casi un siglo como el “hombre mediocre”, pero ya no como un desafío a superar, sino como un fin en sí mismo. El éxito de la receta duranbarbista es la consagración del ciudadano inmóvil. Militante de su propio micromundo. Sin pasado ni futuro. Congelado en el presente, en un sí-se-puede perpetuo.

Por eso resulta tan efectivo: porque es cómodo. Es una ciencia exacta, cierra por todos lados. Una felicidad obligatoria. Sin obligaciones ni moral. Como la matemática, opera por lógica. Como la religión, no admite contradicciones. No se propone como una opción. Es LA realidad. Una dictadura de uno mismo.

Por eso, el macrismo no sube oradores ni referentes a los escenarios. En cambio, coloca un enorme espejo para que cualquiera proyecte en él sus propias fantasías y miserias. Para que confirme lo que ya tiene aprendido, repita lo que ya sabe, remarque aquello que teme, intensifique aquello que odia y desconfíe de aquello que no logra ver.

Allí, el político sólo está para acompañar. Para decirle al votante todo que sí. En esa igualdad de roles se licúa la responsabilidad ética del funcionario. Si el fascismo sutil del libre mercado dice “si compraste esto es porque quisiste”, el sujeto político del macrismo advierte a su alrededor: estamos juntos en esto, por lo tanto, si sale mal también va a ser por tu culpa.

Sentar al macrismo en una mesa a debatir política es plantearle a los votantes: «Vamos a poner en discusión la ‘vida real’». Si en el imaginario histórico el peronismo es el partido de los trabajadores o el radicalismo el partido de la clase media, el macrismo logró imponerse como un partido de la vida misma.

Por otro lado, de manera simultánea, la cultura duranbarbista parece decirle a los utopistas, a los militantes y a toda forma de activismo por un mundo mejor: “Qué pretenciosos, che, qué pesados”, o, en el más preocupante de los casos: “Qué violentos”. Para Macri, las grandes decisiones están reservadas para ser pensadas y tomadas en otro lado. Un “allá” difuso e incierto. Lo único certero es que ahí el ciudadano no es bienvenido.

Esa es la madre de todas las tragedias. Al ya lejano “vengo a proponerles un sueño”, la utopía de Mauricio Macri vino a anunciarnos a todos: «Vengo a proponerte a vos mismo».


 

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