Estados Unidos y UNASUR: la necesidad de la “soberanización”

Por Jorge Elbaum

Jorge ElbaumEstados Unidos sigue pensando la realidad latinoamericana como una responsabilidad estratégica propia. Mientras varios centros de pensamiento internacional suponen que Washington ha abandonado el interés en el territorio ubicado al sur del Río Bravo debido al largo conflicto desatado en Medio Oriente y en el centro sur de Asia, la realidad es que el imperio prevé situaciones a ser demarcadas en nuestro subcontinente. Las elucubraciones académicas –históricamente articuladas con el Departamento de Estado– proveen analistas a los think tank, al Consejo Nacional de Seguridad y a las variopintas agencias que interactúan con las embajadas en nuestros países.

Los documentos estratégicos relativos a la situación de América Latina suelen precisar aspectos relacionados con los recursos naturales, los «territorios sin control gubernamental», las fronteras, las marras, la producción y distribución de sustancias prohibidas, las investigaciones científicas-tecnológicas (bélica y no bélica), las fuerzas paramilitares, las relaciones internacionales y las organizaciones guerrilleras.

El listado de dimensiones tiene como uno de sus puntos centrales la temática de los recursos naturales: el agua, el petróleo, la minería en general, el litio, el gas y la tierra cultivable aparecen como ejes de análisis y de seguimiento sistemático en los informes. Los casos específicos del agua, disponible en el amazonas y en la cuenca del Paraná, explican –para muchos investigadores– la presencia de bases militares en el contorno de ambas cuencas, la primera de superficie y la segunda mayoritariamente subterránea. Las bases de Estados Unidos se ubican en la actualidad en Paraguay, Perú, Colombia, Costa Rica, Honduras, Puerto Rico, Aruba y Curazao. Si se traza una figura de continuidad sobre esos puntos en el mapa de América Latina, queda Brasil rodeado. Según diferentes informes académicos, esta presencia de bases norteamericanas tiene el objetivo básico de disciplinar a uno de los integrantes emergentes del BRICS, y sobre todo a quien aparece como la potencia económica del subcontinente: el hecho de que en los últimos años se haya conocido la violación de los correos de la presidenta y de la correspondencia de responsables jerárquicos de la empresa petrolera estatal Petrobras habla a las claras de un “interés” desmedido por controlar el devenir de Brasil.

El enfoque de todos esos documentos remite a un planteo de «responsabilidad» propia (de Washington) como si las dimensiones expuestas requiriesen monitoreo explícito por parte de quienes lo realizan: la tradición de política exterior continúa asumiendo el principio de que, en última instancia, Estados Unidos debe estar preparado para intervenir en cualquier lado y que debe tener información actualizada para dichas intervenciones directas o indirectas.

La propia formación de su servicio exterior se concentra en este paradigma inicial. Los insumos provistos por las embajadas provienen de informantes locales siempre sesgados, que contribuyen a detallar aquello que las embajadas están dispuestas a escuchar: los «informes de situación» son elaborados con el aporte “desinteresado” de opinólogos consustanciados con la hegemonía estadounidense. En términos de investigación social, los insumos primarios de los relevamientos “in situ” responden al concepto de la falacia ecológica, es decir, la configuración de líneas de base totalmente tergiversadas por recabar datos de microclimas previsibles y certificadores de las hipótesis previstas. Para decirlo de otro modo: los testimonios que obtienen se encargan sistemáticamente de comprobar las hipótesis iniciales del caos, la corrupción, la impericia y la incapacidad para llevar a cabo el/los gobierno/s. De esta manera se “validan” dos objetivos: por un lado, certificar a los estamentos políticos del capitolio la necesidad de seguir financiando el reclutamiento de informantes (que dicen aquello que se quiere escuchar); y, por el otro, confirmar que el monitoreo es una dimensión de la responsabilidad estratégica de quien posee el liderazgo mundial. El “realismo” internacional comprueba, de esta manera, que sin tutelaje no es posible la convivencia interestatal. En síntesis, las nociones de soberanía aparecen como impracticables por “aborígenes populistas” que están siempre poniendo en tensión el equilibrio interestatal. La sola consulta de los cables recuperados en WikiLeaks, sobre todo en lo relativo a quiénes son las fuentes primarias de consulta, ponen en evidencia la tergiversación de la muestra y la tendenciosidad de las preguntas. Una de las justificaciones “teóricas” que llevan a avalar las consultas es la idea de que las “élites” son las sintetizadoras de las orientaciones de una época y, por lo tanto, son ellas las que pueden brindar informes más ajustados a la realidad. Sin embargo, incluso para completar el universo de las “élites”, las embajadas –y sus agentes colaterales– caen en la falacia de las segmentaciones sesgadas.

La política exterior de América Latina hacia Estados Unidos –y especialmente la de UNASUR– tendrá que trabajar en los próximos años aspectos de interacción diplomática y analítica: por un lado, mediante el desarrollo de la plurización de las fuentes a ser obtenidas por la mirada imperial; y, por el otro, la convergencia de seguridad continental orientada a contraponer modelos de protección de los recursos naturales, conjuntamente con el desarrollo de esquemas de “soberanización” respecto de la persistente mirada neocolonial impuesta desde el norte.


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