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Bolsonaro: la ultraderecha neoliberal latinoamericana

Por Carlos Ciappina

El triunfo de Bolsonaro en Brasil ha reinstalado –como en el caso de Donald Trump, aunque con más énfasis– la utilización de términos de la teoría política que hacía décadas no se utilizaban para describir a un gobierno originado en el voto. Las palabras «fascismo» y «nazismo» fueron profusamente utilizadas por los opositores a la candidatura del exmilitar brasileño basándose en sus dichos racistas, misóginos y prodictadura. Y siguen siendo utilizadas hoy ante cada intervención desafortunada del recientemente electo presidente del Brasil.

Pero, como siempre que se utilizan términos de la teoría política europea, conviene aclarar en qué sentido se utilizan aquí en América Latina –o quizás señalar por qué no es necesario utilizarlos–, so pena de ayudar a una caracterización errada de los gobiernos latinoamericanos. Y una caracterización anacrónica de los gobiernos ultraderechistas latinoamericanos podría significar también una modalidad de disputa discursiva y política que no sea eficaz para el enfrentamiento con gobiernos (como el de Macri y Bolsonaro) que han alcanzado lo que durante décadas intentaron sin éxito las élites: que el voto popular universal desemboque en gobiernos de derechas. 

Nazismo y fascismo han sido, quizás, los dos términos más utilizados para caracterizar a Bolsonaro. Son dos experiencias que, en su sentido restringido y original, se desplegaron en la Italia de Benito Mussolini y en la Alemania de Adolf Hitler. Son, por lo tanto, expresiones políticas de naciones industrializadas que llegaron tarde al “reparto del mundo” y pretendían ser “imperialistas”. He aquí una de las grandes diferencias con la ultraderecha neoliberal latinoamericana: Bolsonaro, Piñera o Macri no expresan proyectos nacionales expansivos, industrialistas e imperialistas, sino proyectos de sociedades neocoloniales, sometidas a la depredación y al saqueo de las grandes corporaciones trasnacionales. No son imperialistas –en toda la dimensión del término–, sino que, por el contrario, proponen hacer de sus países la factoría que alimenta y sostiene a las potencias imperialistas.

Nazismo y fascismo promovían la autarquía económica, en particular en materia de industrialización. Eran expresiones del nacionalismo tardío en Italia y Alemania de la primera posguerra. Un nacionalismo agresivo y expansivo, defensivo en relación con las economías de las otras potencias económicas capitalistas. Bolsonaro y las derechas neoliberales proponen un modelo económico opuesto a la autarquía, un modelo que se basa en la apertura económica y financiera de la mano de los capitales externos.

Nazismo y fascismo hicieron del Estado el eje conductor del proceso socioeconómico: en acuerdo con el gran capital nacional –tanto alemán como italiano–, promovieron la intervención y la inversión estatal en materia industrial y financiera, señalándole al capital las áreas específicas sobre las que se requería inversión y sobre aquellas en las que no. Las derechas neoliberales neoconservadoras en América Latina son el capital o, si no lo son, tienen una posición absolutamente genuflexa con respecto al mismo: no pretenden orientarlo ni dirigirlo sino para que amplíe su rentabilidad y, en cuanto al Estado, su lógica es la de reducirlo al mínimo en todo aquello que obstaculice el libre despliegue del capital. La “mediación” entre capital y Estado ha desaparecido.

En materia social, el nazismo y el fascismo promovieron una fuerte ampliación de los servicios de educación y salud estatales basándose en tres principios orientadores: había que adoctrinar a las/os jóvenes del orden nuevo nacionalista e imperialista, al mismo tiempo debía velarse por una política de salud que garantizara un “perfeccionamiento” biológico de los/as ciudadanos/as para que la nación tuviera una población “sana” apta para el trabajo, la industrialización y la guerra, y, por último, esos sistemas sociales y de salud estaban restringidos a los/as “ciudadanos de la nación”, criterio un poco difuso en el fascismo italiano y absolutamente claro en el nazismo alemán: la ciudadanía era sólo para la “raza aria”. Las ultraderechas neoliberales latinoamericanas consideran la educación y la salud públicas como un gasto inequitativo. Proponen precisamente lo opuesto al nazi-fascismo: dejar la educación librada al campo de la inversión privada y entregar la “educación” de la ciudadanía a los medios masivos de comunicación y las Iglesias evangélicas. Una educación “externa” al propio Estado que garantice la desnacionalización bajo cualquier criterio y no que lo promueva. Dejar la salud como un servicio mercantilizado sin ninguna preocupación adicional por el destino de los/as ciudadanos/as en términos sanitarios.

El mismo criterio eficientista se sigue con respecto a los sistemas de políticas sociales y programas compensatorios: las ultraderechas neoliberales latinoamericanas carecen de cualquier concepto de “nación”, aún del tipo nazi, basada en la “raza” (Alemania) o el “pasado imperial” (Italia) o la necesidad de expansión territorial (nazismo y fascismo). Por lo tanto, su visión sobre los sistemas de política sociales es simplemente que no deberían existir. El discurso y la práctica de las ultraderechas neoliberales latinoamericanas promulgan el principio neoliberal clásico: los sujetos sociales colectivos no existen, la “salvación o la condena” son de carácter individual y toda práctica de ayuda, acción, apoyo o política social promueve inequidades y debilita las capacidades individuales para ser “emprendedor” o “uno mismo”. El relato evangélico y los medios oligopólicos completan esta tarea de demolición de las políticas públicas sociales.

Pero es en el campo de las concepciones racistas en donde la caracterización de “nazi” a Bolsonaro, por ejemplo, hace más agua: el nazismo –en el tema de la “raza” el fascismo italiano fue mucho menos preciso, aunque eso no le impidió seguir prácticas profundamente xenófobas– fue una experiencia radical: todo su orden social se explicaba desde una concepción racial. En la cúspide de la humanidad estaba el “ario puro”, el resto del mundo era habitado por diversas “mezclas impuras” y otros millones de seres carecían de la condición humana: judíos, eslavos, negros, gitanos. Esta lógica de hierro derivó en una postura inflexible: todos/as aquellos/as que pertenecían a las “razas inferiores” no podían formar parte de la nación y, además, en el caso de, por ejemplo, judíos o gitanos, eran perniciosos “sólo por existir”. La consecuencia de esta concepción fueron los 10.000.000 de personas asesinadas sólo en los campos de concentración alemanes.

Las ultraderechas neoliberales latinoamericanas –Bolsonaro al frente– tienen un obstáculo profundo para hacer racismo al estilo nazi: no hay “pureza racial” a la que recurrir. El mestizaje en un sentido profundo es la regla en América Latina. Apelar a la pureza racial es apelar a un mundo que no existe en nuestras tierras. Nuestro racismo, aún influenciado por el positivismo cientificista de fines del siglo XIX, es de otra índole: proviene de la época colonial y está basado en concepciones religiosas –el indio y el negro habían sido destinados por la providencia para servir al europeo– y actitudinales: pereza, alcoholismo, desidia y una sexualidad “perversa” fueron asociados por los conquistadores españoles y portugueses a todo lo “no blanco”. Durante el siglo XX, este racismo religioso-actitudinal alcanzó una mayor justificación, señalando que esos grupos sociales “entorpecían” el progreso. De allí a considerar la pobreza una característica racial había un pequeño paso. Y ese es el racismo de la ultraderecha neoliberal latinoamericana, un racismo que es, en realidad, expresión de odio social al pobre y que estigmatiza el “fracaso económico individual” en los términos neoliberales. En un círculo cerrado explicativo, pobreza y “no blanco” son una misma cosa; pero, neoliberales al fin, no tienen problema con los ricos “no blancos”. No hay esencialismo racial, los colores –diríamos– varían según el grado de riqueza. Sentirse blanco o no sentirse indio o negro es una cuestión de ingresos y no de inmovilismo racial. Bolsonaro expresa mucho de esta concepción, lo que en parte explica el apoyo de aquellos que pertenecen a las poblaciones mestizas y negras. Un racismo que –esto sí lo comparten con otras experiencias racistas– tiene por objetivo último sostener el statu quo, legitimar la creciente inequidad social que el neoliberalismo latinoamericano construye día a día y justificar el creciente anillo represivo sobre las poblaciones pobres del continente para aislarla de los barrios y territorios ricos. La sorpresa de muchos analistas por el apoyo de mestizos, negros y mulatos a Bolsonaro parte del error de asignarle al racismo neoliberal un componente esencialista. 

Las ultraderechas neoliberales latinoamericanas se llevan de maravilla con las ultraderechas israelíes en Medio Oriente y con las comunidades israelíes de ultraderecha en cada país. El racismo neoliberal es así no un fin a lograr –pureza racial o nacional–, sino una concepción instrumental: sirve para reforzar el odio social de los ricos, sirve para aglutinar a los sectores populares contra los “otros”, blancos pobres contra indígenas y negros, indígenas contra mestizos, negros contra blancos, argentinos contra senegaleses, chilenos contra bolivianos, hondureños contra guatemaltecos, y la lista del odio es infinita; aunque en todos los casos el rasgo común es que todos los estigmatizados pertenecen al universo de los pobres, los vulnerables, los migrantes, los exiliados.

La relación con los grandes medios de comunicación es otro modo de señalar las diferencias con la categoría “nazismo”. El nazismo y el fascismo descreían completamente de la libertad de expresión y menos aún de la libertad de empresas periodísticas, credo del democratismo liberal. Además, consideraban que los grandes medios de comunicación jugaban a favor de las democracias anglosajonas y contra los nacionalismos emergentes, asignándoles a la prensa una pertenencia a lo que llamaban la conspiración “judía-comunista internacional”. Esa mezcla de descreimiento y lógica conspirativa derivó en una política de control absoluto: cierre de medios, asesinatos, proscripciones y finalmente la construcción de un sistema de medios absolutamente manejado por el Estado totalitario.

La ultraderecha neoliberal latinoamericana es, por el contrario, casi un producto de los grandes medios oligopólicos de comunicación: no sólo no proponen estatizar los medios, sino que, por el contrario, proponen privatizar lo que está en manos del Estado. Es tal la vinculación entre medios hegemónicos-empresas y capital oligopólico nacional y trasnacional que los líderes de la ultraderecha pregonan a viva voz la “libertad de expresión”, seguros de que –en la práctica– están garantizando no sólo su acceso al poder, sino el mantenerse en el mismo. Lo que el nazismo lograba controlándolo todo, la ultraderecha neoliberal latinoamericana lo logra liberando a la empresa oligopólica de cualquier tipo de control o intento democratizador de la palabra. 

Por último, señalemos los alcances del posicionamiento internacional: a diferencia de las experiencias nazi-fascistas que se propusieron reclamar el “reparto del mundo” y disputarle a las potencias colonialistas tradicionales el dominio mundial –lo que llevó al nazismo a un enfrentamiento absoluto contra Gran Bretaña y los Estados Unidos–, la ultraderecha neoliberal latinoamericana se coloca en una posición de subordinación con respecto al liderazgo panamericano de los Estados Unidos. Esa subordinación incluye el acatamiento de las directivas de los organismos de crédito financieros internacionales –y el incremento de la dependencia de los mismos vía deuda externa–. Lejos de una postura nacionalista –por completo contraria al orden neoliberal hegemónico–, están a favor de una profundización de la dependencia con respecto a los Estados Unidos y a la destrucción de toda construcción de poder político-económico latinoamericano (MERCOSUR, ALBA o UNASUR) que pudiera limitar siquiera la injerencia norteamericana.

Bolsonaro no es, pues, la expresión latinoamericana del nazismo. Es una mezcla no tan nueva de los deseos y las prácticas de la vieja oligarquía brasileña, junto al programa y discurso de las dictaduras de las décadas del sesenta y setenta en un contexto de expansión del mundo financiero neoliberal. Cuenta con el apoyo incondicional de los grandes medios masivos de comunicación, la embajada norteamericana y el sistema judicial. Esa es la razón última de su triunfo electoral, no como expresión del nazismo sino como expresión del viejo discurso oligárquico del orden, la seguridad y el progreso.

Es, en última instancia, la adaptación de las derechas latinoamericanas a la lógica neoliberal que busca terminar con el único espacio en donde ha habido propuestas alternativas al neoliberalismo en el mundo: el Brasil de Lula, la Argentina de Néstor y Cristina Kirchner, la Venezuela de Chávez, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Correa, etcétera.

Por qué esta vieja-nueva propuesta ultraderechista neoliberal oligárquica accede al poder con más del 50% de los votos forma parte de una tarea analítica urgente. Señalar la inconveniencia de catalogarla livianamente como “nazismo” es tarea de este artículo.


 

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