8 de mayo: Día Nacional contra la Violencia Institucional

11160013_1138078722884544_2017198016183984788_oPor Jorge Jaunarena y Alberto Mendoza Padilla*

El 8 de mayo es el Día Nacional Contra la Violencia Institucional. Así fue declarado hace tres años por iniciativa del diputado nacional del Frente para la Victoria, Leonardo Grosso, en conmemoración de la Masacre de Budge ocurrida en 1987, en la que fueron fusilados tres jóvenes por suboficiales de la Policía bonaerense. Esta fecha también nos invita a la reflexión sobre la democratización del Poder Judicial que denota día a día las falencias que tiene en relación a estos hechos.

Las fuerzas policiales siguen ejerciendo violencia institucional amparadas por el sistema judicial, que busca continuar un modelo económico y social que beneficia a unos pocos y castiga siempre a los mismos: los pobres. Y, mayormente, esos pobres son pibes y pibas de los barrios más vulnerables. Esta violencia sigue siendo uno de los grandes desafíos que tiene la democracia.

¿Quién juzga a los jueces y policías que delinquen o no cumplen con su rol de funcionarios públicos? ¿Por qué sólo el 8% de las denuncias por gatillo fácil tuvo alguna condena? Quizá democratizar la Justicia resuelva estos interrogantes.

La lucha que llevan adelante numerosas organizaciones sociales, barriales y de derechos humanos en contra de la violencia institucional no puede limitarse a recordarle al Estado qué es “lo que no debe hacer”. La policía metropolitana, bonaerense o gendarmería son las herramientas que utiliza la derecha de nuestro país para conservar sus privilegios y vulnerar los derechos de las clases sociales más bajas. “En la provincia de Buenos Aires, el gran problema radica en el entramado de corrupción entre el Servicio Penitenciario, la policía y el Poder Judicial”, afirma Mario Coriolano, miembro del Subcomité contra la Tortura de la ONU.

Pero la violencia institucional no se limita sólo al gatillo fácil. También la criminalización de los jóvenes y la pobreza, el hostigamiento, la persecución, las inhumanas condiciones de encierro en las cárceles de la provincia, el desamparo ante un delito, o bien la complicidad. Esas son sólo algunas de las formas de violencia que ejerce ese sistema que no hace más que profundizar diferencias de clases.

La policía actúa en los barrios más vulnerables como un ejército de ocupación y no como una fuerza al servicio de la comunidad, e inclusive se corre o se ausenta para que entre esos mismos sectores resuelvan sus disputas, encontrando así una nueva forma de eliminación social.

La violencia institucional va de la mano de la criminología mediática –otra herramienta de los sectores más conservadores–. Los medios y sus producciones simbólicas ya se están cobrando sus víctimas, ese goteo invisible que hace que se justifiquen ciertas muertes y otras no, de acuerdo con la clase social de la víctima. No hacen más que prolongar esa violencia existente en la sociedad, tomarla, reciclarla y devolverla en forma de miedo. “La criminología mediática –explica Eugenio Zaffaroni– naturaliza esas muertes, las de los pibes pobres, ya que los efectos letales del sistema penal son para ella un producto natural, de la violencia propia de ‘ellos’, llegando al máximo encubrimiento en los casos de fusilamientos disfrazados de muertes en enfrentamientos, presentados como episodios de la guerra contra el crimen”.

En medio de la inutilidad del modelo punitivo violento que nos rige, hay un promedio de trescientos casos de gatillo fácil por año en nuestro país desde 1983 a la fecha. En los últimos doce años murieron 1.893 personas en hechos de violencia institucional con participación de algún integrante de las fuerzas de “seguridad”, y el 49% de estas personas murió por disparos efectuados por policías en servicio.

Sólo por mencionar algunos casos, el 15 de febrero de 2013 Omar Cigarán fue asesinado a manos de la policía en el Barrio Hipódromo de La Plata, un día después de haber sido amenazado de muerte por ellos. Según el relato oficial, Omar fue baleado por un policía de civil que dice que se resistió a un robo. El policía sigue con su arma trabajando, ya que Asuntos Internos se lo permite y la causa se acaba de elevar a juicio sin representante del Ministerio Público Fiscal: sólo el abogado de la Asociación Miguel Bru estará patrocinándolos, lo que muestra otra vez el inacceso a la Justicia por parte de los sectores populares. Otro caso: el 27 de marzo pasado una bala mató a Nazarena “Pochita” Arriola, a manos de un pibe del barrio. El caso fue titulado por los medios como “un enfrentamiento entre bandas”, haciendo énfasis en que la adolescente “tendría antecedentes penales”, frases que no hacen más que reafirmar los estigmas que tienen que vivir los pibes y pibas de los barrios más humildes. Pero, como dice la consigna de este año de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional: «mi cara, mi ropa y mi barrio no son un delito».

El aumento del número de policías en las calles no garantiza la disminución del delito. Al contrario, la represión, el hostigamiento, acentúan la violencia. En este año electoral vemos cómo muchos candidatos se esfuerzan por querer atraer al pueblo con ideas poco profundas, con significantes vacíos, ofreciendo una falsa idea de seguridad mágica y eterna encarada por el aumento de más y nuevos policías en nuestras calles. El delito no se combate con represión, sino con inclusión.

“La violencia institucional consentida no se puede permitir, el país ya ha tenido demasiada violencia”, aseguró nuestra compañera Cristina Fernández de Kirchner. Creemos en una política integral que incluya a los sectores vulnerados, a todas las clases sociales, y que permita reformular el rol de las fuerzas de seguridad. Se debería crear una unidad fiscal contra la violencia institucional; los policías no pueden seguir siendo los que investigan a sus propios compañeros de fuerza cuando cometen un delito. Además, y muy fundamentalmente, sostenemos que no es posible una maldita policía sin un maldito Poder Judicial que la ampare.

* Secretario y prosecretario de Derechos Humanos de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social – UNLP.

 

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